Después, una vez concluidas las mediciones, pude ponerme los calcetines y los zapatos, en su lamentable estado, y nos tomamos otra copa de vino. Giaconelli parecía cansado, como si la operación de medirme los pies lo hubiese dejado exhausto.
– Propongo un par de zapatos negros con un matiz violeta -sugirió Giaconelli-. Un pespunte en la parte superior y agujeros para los cordones. Para mantener un tono discreto y, al mismo tiempo, darles un toque personal, utilizaremos dos clases de piel. Para la parte superior tengo un trozo de piel curtida hace doscientos años que otorgará un toque particular al color y la impresión que causen los zapatos.
Volvió a llenar las copas con el vino que quedaba en la botella.
– Dentro de un año estarán listos -aseguró-. En estos momentos estoy trabajando en los zapatos de un cardenal del Vaticano. Además, tengo un par para el dirigente Keskinen y le he prometido a la cantante Klinkowa un par de zapatos para sus actuaciones. Empezaré los tuyos dentro de ocho meses; dentro de un año estarán listos.
Apuramos las copas. Nos estrechó la mano y se marchó. Cuando salimos, volvimos a oír la música procedente de la habitación en la que tenía el taller.
Acababa de conocer a un maestro que vivía en un pueblo desierto de los grandes bosques. Muy lejos de las ciudades se escondían personas que poseían conocimientos maravillosos y sorprendentes.
– Un hombre extraordinario -comenté mientras nos dirigíamos al coche.
– Un artista -precisó mi hija-. Sus zapatos no pueden compararse con los demás, no pueden imitarse.
– ¿Por qué vino aquí, en realidad?
– La ciudad lo enloquecía. La angostura, la impaciencia que no le permitía realizar su trabajo con calma. Vivía en la Via Salandra. Y yo me he propuesto ir allí un día para ver lo que dejó atrás.
Recorrimos el creciente ocaso. Cuando nos acercamos a una parada de autobús, me pidió que me desviase y me detuviese.
El bosque estaba cerca. La miré antes de preguntar:
– ¿Por qué paramos?
Louise extendió la mano hacia mí. Yo la estreché entre las mías. Nos mantuvimos así, sentados y en silencio. Un camión que transportaba madera se acercaba atronador levantando nubes de polvo de nieve.
– Sé que registraste mi caravana mientras estábamos fuera. No importa. No encontrarás mis secretos en cajones y estanterías.
– Vi que escribes cartas y que, a veces, te responden. Pero no recibes las respuestas que deseas, ¿no?
– Recibo fotografías firmadas de políticos a los que acuso de algún crimen. La mayoría de ellos responde con evasivas, si es que responden.
– ¿Qué esperas conseguir con ello?
– Una diferencia tan nimia que, seguramente, no se percibe. Pero no por ello deja de ser una diferencia.
Yo tenía muchas preguntas, pero Louise me interrumpió antes de que me diese tiempo de formularlas.
– ¿Qué quieres saber de mí?
– Llevas una vida extraña, aquí en medio del bosque. Pero tal vez no pueda considerarse más extraña que la mía. Me cuesta preguntar acerca de todo aquello que me suscita una duda. Pero puedo ser un buen oyente. Los médicos deben serlo.
Louise permaneció en silencio un instante, antes de comenzar a hablar.
– Tu hija ha estado en la cárcel. Hace once años. No había cometido ningún crimen violento. Sólo estafas.
Entreabrió la puerta pese a que el frío se adueñaría enseguida del interior del coche, como así ocurrió.
– Yo digo la verdad -prosiguió-. Da la impresión de que tú y mi madre os habéis mentido todo el tiempo. No quiero ser como vosotros.
– Éramos jóvenes -me excusé-. Ninguno de los dos sabía lo bastante de sí mismo como para actuar siempre correctamente. La verdad puede resultar mucho más difícil de sobrellevar. Las mentiras son más simples.
– Quiero que sepas cómo lo he pasado. Cuando era niña, me veía a mí misma como un objeto de intercambio. O como si estuviese en casa de mi madre sólo de forma provisional, a la espera de mis verdaderos padres. Ella y yo manteníamos una guerra sin cuartel. Has de saber que no era fácil vivir con Harriet. De eso te has librado.
– ¿Qué pasó?
Louise se encogió de hombros.
– El lamentable repertorio de siempre. Todo según el orden habitual. Pegamento, disolvente, drogas, hacer novillos. Pero no me hundí. Salí a flote. Recuerdo aquel tiempo como una época de jugar a la gallina ciega. Vivía con una venda en los ojos. Mi madre, en lugar de ayudarme, me reprendía. Intentaba mostrar su amor por mí a gritos. Huí de casa en cuanto pude. Me vi envuelta en una maraña de deudas que me llevó a las estafas y, de ahí, a una puerta que se cerró tras de mí. ¿Sabes cuántas veces me visitó Harriet cuando estuve encerrada?
– No.
– Una. Justo antes de que me soltaran. Para asegurarse de que no tenía planes de mudarme a casa. Después de aquello estuvimos cinco años sin hablarnos. Y tardamos en recuperar el contacto.
– ¿Qué pasó después?
– Conocí a Janne, que era de aquí. Un día, su cuerpo amaneció frío a mi lado. El funeral de Janne se celebró en una iglesia del lugar. A él acudieron familiares de cuya existencia yo no tenía noticia. Me levanté de repente y dije que quería entonar un canto. No sé de dónde saqué el valor. Tal vez nació de la ira ante el hecho de encontrarme sola de nuevo y al ver a todos aquellos parientes, que no aparecieron cuando los necesitábamos. Lo único que me vino a la mente fue el primer verso de En sjöman älskar havets våg [3] Lo repetí dos veces y, después, con el tiempo, he llegado a pensar que en mi vida he hecho nada mejor. Cuando salí de la iglesia y vi los azulados bosques de Hälsingland, experimenté una sensación inequívoca de comunión con la espesura y la quietud que emanaba. Así vine aquí. No lo tenía planeado, sino que fue pura casualidad. Mientras los demás se marchan de aquí, yo elegí darle la espalda a la ciudad. Aquí conocí a personas de cuya existencia no tenía ni idea. Nadie me había hablado de ellas.
Interrumpió su relato y me dijo que hacía demasiado frío en el coche para continuar. Yo tenía la sensación de que lo que me había contado podría leerse en la contraportada de un libro. El resumen de una vida, vivida tanto tiempo. En realidad, aún lo ignoraba todo sobre mi hija. Pero al menos ya había empezado a hablar.
Puse el coche en marcha. Los faros rasgaron la oscuridad.
– Quería que lo supieras -dijo-. Poco a poco.
– Tardaremos lo que tengamos que tardar -respondí-. Uno se acerca mejor a los demás si avanza despacio. Tanto en tu caso como en el mío. Si vamos demasiado deprisa, podemos colisionar o encallar.
– ¿Como en el mar?
– Aquello que no vemos solemos descubrirlo demasiado tarde. No sólo cuando se trata de las vías marítimas no marcadas, también cuando se trata de las personas.
Giré para salir a la carretera comarcal. ¿Por qué no le hablé de la catástrofe que me sobrevino a mí? Tal vez sólo por el cansancio y el desconcierto que los sucesos del último día habían provocado en mí. Se lo contaría, pero no en ese momento. Era como si aún estuviese viviendo el instante en que salía de mi agujero en el hielo, cuando intuí que había algo a mi espalda y descubrí a Harriet en la banquisa, apoyada en su andador.
Me encontraba en el corazón de los melancólicos bosques de Norrland. Pese a todo, la mayor parte de mí seguía en el agujero.
Cuando regresara, si todo seguía helado, me llevaría mucho tiempo volver a cavarlo.
4
Los faros del coche y las sombras bailaban una danza sobre la nieve.
Salimos del coche en silencio. El cielo estaba despejado y plagado de estrellas, hacía más frío: la temperatura empezaba a descender. Una luz tenue se filtraba por una de las ventanas de la caravana.
Cuando entramos, oímos enseguida que la respiración de Harriet no era normal. No conseguí despertarla. Le tomé el pulso, acelerado e irregular. Tenía el tensiómetro en el coche y le pedí a Louise que fuese a buscarlo. Tanto la tensión sistólica como la diastólica eran demasiado altas.
La llevamos a mi coche. Louise me preguntó qué le pasaba. Le respondí que debíamos acudir con ella a un servicio de urgencias donde pudieran examinarla. Tal vez le hubiese dado un ataque de apoplejía, o quizás el fallo tuviese que ver con su estado. No lo sabía.
Atravesamos la noche en dirección a Hudiksvall. El hospital nos aguardaba como un buque iluminado. Dos enfermeras muy amables nos recibieron en la ventanilla de admisión de urgencias. Harriet había recuperado la conciencia y el médico no tardó en empezar a examinarla. Aunque Louise me miraba inquisitiva, yo no revelé que también era médico o que por lo menos lo había sido. Sólo dije que Harriet tenía cáncer y que tenía los meses contados. Que tomaba analgésicos para el dolor y eso era todo. Anoté en un papel el nombre de los medicamentos y se lo di al doctor.
Esperamos mientras el médico, que tenía mi edad, terminaba su examen. Después dijo que pensaba retenerla allí en observación durante la noche. Nada de lo que había podido comprobar hasta el momento indicaba una crisis. Lo más probable es que fuese una recaída debida a su estado general.
Harriet había vuelto a dormirse cuando la dejamos para salir otra vez a la oscuridad de la noche. Eran más de las dos y el cielo seguía despejado. Louise se paró en seco.
– ¿Crees que va a morir? -preguntó.