Lo que escribo es la crónica de una vida que ha perdido el hilo.
Ya había pasado la mañana.
Había llegado la hora de ponerse el gorro, salir a enfrentarse con el amargo frío y ponerse a esperar en el muelle la llegada de Jansson. En este tiempo, debe de pasar un frío terrible en el hidrocóptero. A veces creo percibir un leve aroma a alcohol cuando atraca en el muelle. Y lo comprendo.
Cuando me levanté de la silla de la cocina, los animales se despertaron. El gato fue el primero en acercarse a la puerta; el perro es mucho más lento. Les abrí para que salieran y me puse el apolillado chaquetón de piel que un día perteneció a mi abuelo materno, me abrigué con la bufanda y me encajé bien el grueso gorro militar de la segunda guerra mundial. Después bajé al muelle. El frío cortaba la respiración. Me detuve a escuchar. Aún no se oía ningún ruido. Ni pájaros, ni siquiera el hidrocóptero de Jansson.
Podía imaginármelo perfectamente. Era como si condujese un viejo tranvía de esos cuyos conductores iban al descubierto. Su ropa de invierno era prácticamente indescriptible. Abrigos, capotes, trozos de algún tipo de piel, incluso en días tan frescos como hoy llegaba a ponerse encima un viejo albornoz. Antes solía preguntarle por qué no se compraba uno de esos acolchados monos modernos que he visto en las tiendas de tierra firme. Pero él me decía que no le inspiraban ninguna confianza. Aunque, naturalmente, lo decía sólo porque es un tacaño. En la cabeza suele llevar un gorro de piel como el mío. Se cubre el rostro con un pasamontañas y un par de viejas gafas de motorista.
Le pregunté si el Servicio de Correos no tenía el deber de proporcionarle ropa adecuada. Pero me respondió con un murmullo indescifrable. Jansson quiere que su relación con Correos se reduzca al mínimo posible, pese a que le da trabajo.
Una gaviota yacía congelada sobre el hielo, junto al muelle. Tenía las alas cerradas y las patas rígidas y tiesas. Sus ojos parecían dos cristales relucientes. La dejé en la playa, sobre una piedra. Al mismo tiempo, oí el ruido del motor del hidrocóptero. No tenía que mirar el reloj para saber que llegaba puntual. Jansson venía de Vesselsö. Allí vive una vieja que se llama Asta Carolina Åkerblom. Tiene ochenta y ocho años y sufre intensísimos dolores en los brazos, pero se niega a abandonar el tipo de vida que lleva en la isla donde nació. Jansson me ha contado que no ve muy bien, pero que sigue tejiendo jerséis y calcetines para sus numerosos nietos, que viven repartidos por todo el país. Le pregunté cómo quedaban los jerséis. ¿Será posible tejer y seguir un modelo cuando se es medio ciego?
El hidrocóptero se acercó bordeando el cabo que da a Lindsholmen. Es un curioso espectáculo donde la nave, como un insecto gigantesco, se deja ver de repente con la figura de un hombre envuelto en mil capas de abrigo tras el volante. Jansson apagó el motor, la gran hélice dejó de hacer ruido por fin y el hombre bajó al muelle y se quitó las gafas y el pasamontañas. Tenía el rostro enrojecido y sudoroso.
– Me duelen las muelas -explicó tan pronto como, con algo de esfuerzo, puso el pie en el muelle.
– ¿Y qué quieres que haga yo?
– Tú eres médico.
– Pero no dentista.
– Me duele aquí abajo, en el lado izquierdo.
Jansson abrió la boca de par en par, como si, de repente, hubiese divisado una aparición horrenda detrás de mí. Mis dientes están en un estado bastante aceptable. Me basta con visitar al dentista una vez al año.
– Pues yo no puedo hacer nada. Tendrás que ir al dentista.
– Bueno, podrías mirar, por lo menos.
Jansson no se rendía. Entré en el cobertizo y busqué hasta encontrar una linterna y un depresor.
– ¡A ver, abre la boca!
– Ya la tengo abierta.
– Más.
– No puedo.
– Entonces no puedo ver nada. Vuelve la cara hacia mí.
Enfoqué la linterna en la boca de Jansson y aparté la lengua con el depresor. Tenía los dientes amarillos y llenos de sarro. Se veían muchos empastes, pero las encías parecían sanas y no descubrí ninguna caries.
– No veo nada.
– Pues a mí me duele.
– Tendrás que ir al dentista. ¡Tómate un analgésico!
– Se me han terminado.
Saqué del maletín una caja de analgésicos que él se guardó en el bolsillo. Como de costumbre, no hizo ni amago de preguntar cuánto era. Ni la consulta ni las pastillas. Jansson es un hombre que da por supuesta mi amable generosidad. Lo más probable es que ésa sea la razón por la que me disgusta. Es muy duro tener por mejor amigo a una persona que no te gusta.
– Hoy tengo un paquete para ti. Es un regalo de Correos.
– ¿Desde cuándo hace regalos Correos?
– Es un regalo de Navidad. Todo el mundo recibe su regalo de Correos.
– ¿Y eso por qué?
– No lo sé.
– Pues yo no quiero nada.
Jansson rebuscó en sus sacos y me dio un pequeño paquete. En el envoltorio había una nota: el director general de Correos me deseaba feliz Navidad.
– No cuesta nada. Si no lo quieres, tíralo.
– No querrás que me crea que Correos da algo gratis.
– No quiero que te creas nada. Te digo que todo el mundo recibe el mismo paquete. Y no cuesta nada.
La obstinación de Jansson podía llegar a resultarme agotadora. No tuve fuerzas para seguir discutiendo con aquel frío. Y abrí el paquete. Contenía dos adhesivos reflectantes y un mensaje: «Sea cauto con el tráfico. Saludos de Correos».
– ¿Y para qué quiero yo los reflectantes? Aquí no hay coches y yo soy el único peatón.
– Quizás un día te canses de vivir aquí. Entonces, pueden serte útiles. ¿Me das un poco de agua? Tengo que tomarme una pastilla.
Yo jamás le he permitido a Jansson que entre en mi casa. Y no tenía intención de hacerlo ahora tampoco.
– Tendrás que derretir un poco de nieve en una jarra junto al motor.
Entré en el cobertizo y busqué la vieja jarra de un termo y coloqué dentro una bola de nieve bien apretada. Jansson puso dentro una de las pastillas efervescentes. Aguardamos en silencio mientras la nieve se derretía junto al motor ardiendo. Después, Jansson apuró el contenido de la jarra.
– Volveré el viernes. No hay correo los días de Navidad.
– Lo sé.
– ¿Cómo piensas celebrar la Navidad?
– No pienso celebrar la Navidad.
Jansson señaló hacia arriba con la mano, en dirección a mi casa, de color rojo. Era tan aparatoso su atuendo que temí que se cayese hacia atrás como un caballero provisto de una armadura demasiado pesada que fuese abatido.
– Deberías decorar tu casa con unos hilos de luces. Eso anima mucho.
– No, gracias. La prefiero a oscuras.
– ¿Por qué no quieres crearte un ambiente algo agradable?
– Esto es, exactamente, lo que quiero.
Me di la vuelta y comencé a caminar hacia la casa. Arrojé los dos reflectantes en la nieve. Cuando llegué a la leñera, oí el rugido del motor del hidrocóptero al arrancar. Sonó como un animal a punto de morir. El perro me esperaba sentado en la escalera. Tiene suerte de estar sordo. El gato merodeaba por el manzano mientras observaba los ampelis que revoloteaban alrededor de una corteza de tocino.
En ocasiones, echo de menos tener a alguien con quien hablar. Mis conversaciones con Jansson no pueden calificarse de tales. Es simple charla. Charla en el muelle. Él me trae chismorreos sobre cosas que a mí no me interesan. Me pide que diagnostique sus enfermedades imaginarias. Mi muelle y mi cobertizo se han convertido en una especie de clínica privada con un único paciente. En el transcurso de los años he ido incorporando tensiómetros y otros instrumentos médicos y he ido retirando los viejos rollos de hilo de pescar que hay en el cobertizo. El estetoscopio está colgado de un perchero de madera, junto con un reclamo para la caza que mi abuelo fabricó hace muchos años. Guardo en un cajón los medicamentos que Jansson puede necesitar. El banco que hay en el muelle, en el que mi abuelo solía sentarse a fumar su pipa después de haber limpiado las artes para la pesca de la platija, lo utilizo yo ahora como camilla de exploraciones cuando Jansson debe tumbarse para que lo reconozca. En medio de una tormenta de nieve tuve que palparle el vientre en una ocasión, cuando creía que sufría cáncer de estómago, y allí mismo le examiné las piernas el día que se presentó convencido de que padecía algún tipo de enfermedad muscular degenerativa. A menudo se me ocurre que mis manos, que en otro tiempo utilizaba en complejas intervenciones quirúrgicas, sólo actúan ahora en torpes reconocimientos externos del cuerpo de Jansson, envidiablemente sano.
Pero ¿conversaciones? No, no puede decirse que nosotros nos comuniquemos conversando.
En ocasiones he estado tentado de preguntarle a Jansson qué opinaba sobre la vida y el abismo que nos aguarda. Pero no me comprendería. Su vida sólo consiste en cartas, sellos, cartas certificadas y giros, abonos y cobros y una cantidad ingente de publicidad. Además, tiene problemas tanto con su barco como con el hidrocóptero. Cuando el mar no está congelado, utiliza un barco de pescadores restaurado que compró en Västervik. Tiene un motor Säffle viejísimo, que en el mejor de los casos es capaz de alcanzar los ocho nudos. El hidrocóptero lo compró en Noruega y me ha confesado que lo engañaron como a un bobo. Con todos esos problemas, no creo que Jansson tenga una opinión sobre el abismo.
Todos los días doy una vuelta para inspeccionar mi barco, que tengo en tierra. Hace ya tres años que lo saqué del agua para arreglarlo, pero nunca lo termino. Es un viejo y hermoso barco de madera ya destrozado por el clima y la falta de cuidados. No debería ser así. Esta primavera me pondré en serio manos a la obra.