De repente sentí añoranza de mi padre. No lo hacía desde que falleció. Su muerte me causó gran dolor, aunque él y yo nunca hablamos con confianza, siempre imperó entre nosotros una muda comprensión mutua. Vivió lo suficiente para ver que lograba estudiar medicina y nunca ocultó el asombro y el orgullo que eso le producía. En los últimos años de su vida, cuando estaba en cama con aquel terrible cáncer que se extendió, de ser un pequeño lunar negro bajo el talón hasta convertirse en metástasis que él se imaginaba como el musgo sobre la piedra, hablaba a menudo de la bata blanca que yo tenía derecho a vestir. A mí me parecía vergonzoso que él considerase que el poder residía en la bata. Después comprendí que, para él, yo tenía que tomar la revancha. Él también había llevado una chaqueta blanca, pero a él lo habían pisoteado. Y a mí me tocaba vengarme. Nadie se atrevía a tratar con desprecio a un médico con su bata blanca.
Ahora lo echaba de menos. Y aquel mágico viaje al bosque, y las negras aguas de la laguna. Sentí deseos de irme, de volver, de que la mayoría de los sucesos de mi vida no se hubiesen producido. También mi madre me vino a la mente. Lavanda y lágrimas, una vida que nunca comprendí. ¿Habría llevado ella también una espada, pero invisible? ¿Estaría al otro lado del río de la vida, saludando a Sima?
Mentalmente, intenté hablar también con Harriet y con Louise. Pero las dos estaban extrañamente mudas, como si pensaran que esto era algo de lo que tenía que salir yo solo.
Volví adentro y encontré una pequeña sala de espera que estaba vacía. Tras unos minutos vino alguien del personal a decirme que el estado de Sima seguía siendo grave. Que la trasladarían a la unidad de cuidados intensivos. Seguí a la enfermera hasta el ascensor. Los dos celadores que empujaban la camilla eran negros. Uno de ellos me sonrió. Yo le devolví la sonrisa y estuve tentado de hablarle del extraordinario telescopio que había en el monte Wilson. Sima yacía con los ojos cerrados, seguía con el suero y recibía oxígeno a través de unos catéteres nasales. Me agaché un poco y le susurré al oído: «Chara, cuando te cures, podrás viajar al monte Wilson y verás que, en la Luna, hay una persona que se parece extraordinariamente a ti».
Un médico me explicó la difícil situación y me advirtió de que era posible que hubiese que operar. Le sorprendía que Sima no hubiese reaccionado aún a sus intervenciones. Me hizo algunas preguntas; yo le dije que ignoraba si padecía alguna enfermedad o si había intentado quitarse la vida antes. La mujer que podría responder a esas preguntas estaba en camino.
Agnes llegó poco después de las diez. De repente me pregunté cómo podría conducir con un solo brazo. ¿Tendría un vehículo especial? Bueno, aquello no tenía importancia. La conduje hasta el otro lado de la cortina donde descansaba Sima. Agnes empezó a llorar, sin apenas emitir un sollozo, pero yo no quería que Sima la oyese, de modo que me la llevé afuera otra vez.
– Está estable -le dije-. Pero el solo hecho de que hayas venido mejora la situación. Intenta hablar con ella. Necesita sentir que estás aquí.
– Pero ¿oirá mi voz?
– No lo sé. Esperemos que sí.
Agnes habló con el médico y respondió a todas sus preguntas. Ninguna enfermedad, ningún medicamento, ningún intento de suicidio anterior a éste, que ella supiera. El médico, que tendría mi edad, dijo que seguía sin mejorar, aunque estaba algo más estable que cuando ingresó. Y que, por el momento, no había motivo de preocupación.
Observé que sus palabras tranquilizaban a Agnes. Había una máquina de café en el pasillo. Aunando esfuerzos, logramos reunir las monedas necesarias para sacar dos tazas de un café bastante malo. Me sorprendió la habilidad con la que usaba su único brazo para hacer algo para lo que yo necesitaba los dos.
Le conté lo sucedido a Agnes, que me escuchaba moviendo la cabeza de un lado a otro.
– Bueno, no es impensable que, de hecho, fuese camino de Rusia. Sima siempre está intentando escalar montañas. Jamás se contenta con pasear por senderos normales y corrientes, como nosotros.
– Pero ¿por qué vendría a verme a mí?
– Tú vives en una isla. Al otro lado del mar está Rusia.
– Ya, aunque luego, una vez en mi isla, intenta quitarse la vida. No lo comprendo.
– Sima ha vivido en su vida experiencias que no podemos ni imaginar. No podemos distinguir la gravedad de las heridas que una persona puede tener en su interior, sólo observando su superficie.
– A mí me contó una parte.
– En ese caso, puedes figurarte algo.
Hacia las tres llegó una enfermera que nos comunicó que seguía estable. Que podíamos irnos a casa si queríamos, pues ella nos llamaría si había alguna novedad. Pero no teníamos adónde ir, de modo que nos quedamos todo el día y toda la noche. Agnes se acurrucó en un sofá bastante estrecho, y se quedó dormida. Yo, en cambio, estuve casi todo el tiempo sentado en una silla, hojeando manoseadas revistas en las que personas para mí desconocidas y ataviadas con ropas de alegres colores le contaban al mundo lo importantes que eran. De vez en cuando íbamos a comer, pero no nos quedábamos mucho tiempo fuera.
Justo después de las cinco de la mañana vino una enfermera a comunicarnos que el estado de Sima había cambiado de forma repentina. Que se habían producido graves hemorragias internas y que los médicos iban a intervenir inmediatamente para detenerlas en la medida de lo posible y volver a estabilizarla.
Nos habíamos relajado demasiado. De pronto, Sima se nos iba de nuevo.
El médico entró en la sala a las seis y veinte. Parecía muy cansado, se sentó en una silla, mirándose las manos. No habían logrado detener las hemorragias. Sima había fallecido. Nunca despertó. Si queríamos hablar con alguien, podía solicitar los servicios del psicólogo del hospital.
Entramos juntos para verla. Ya le habían quitado los tubos y el zumbido de las máquinas había cesado. Ya empezaba a apreciarse en su rostro ese color amarillento que otorga a los recién fallecidos el aspecto de una figura de cera. No recordaba a cuántas personas muertas había visto en mi vida. He visto morir a gente, he participado en reconocimientos forenses, he sostenido en mis manos los cerebros de los muertos. Pese a todo, fui yo quien rompió a llorar, en tanto que Agnes enmudecía de dolor. Me agarró el brazo con la mano, noté lo fuerte que era y deseé que nunca me soltase.
Yo quería quedarme, pero Agnes me pidió que volviese a casa. Ella se encargaría de Sima, yo ya había hecho cuanto había podido y me lo agradecía, pero quería estar sola. Me acompañó hasta el taxi que aguardaba a la salida. Hacía una hermosa mañana, aún algo fresca. En un seto que había junto a la rampa de acceso a urgencias crecían los tusilagos.
«El momento del tusilago», me dije. Aquél era ese momento, aquella mañana en la que Sima yacía muerta allí dentro. Por un instante, relució como un rubí. Y ahora era como si nunca hubiera existido.
Lo único que me asusta de la muerte es su gran indiferencia.
– La espada -recordé de pronto-. Y también tenía una maleta. ¿Qué hago con ellas?
– Ya te llamaré -respondió Agnes-. No puedo precisar cuándo, pero ya sé dónde estás.
La vi entrar al hospital. Un triste ángel de un solo brazo que había perdido uno de sus malogrados y extraordinarios hijos.
Entré en el taxi y le di la dirección al taxista. El hombre me miraba con suspicacia. Comprendí que mi aspecto era, cuando menos, sospechoso. La ropa arrugada, las botas recortadas con unas tijeras, ojeroso y sin afeitar.
– Solemos cobrar un anticipo cuando se trata de carreras de muchos kilómetros -aseguró el taxista-. Hemos tenido malas experiencias.
Me tanteé la chaqueta y me di cuenta de que ni siquiera llevaba la cartera. Así que me incliné hacia el taxista y le dije:
– Mi hija acaba de morir. Quiero irme a casa. Te pagaré, puedes estar seguro. Quiero que conduzcas despacio y con precaución.
Rompí a llorar. El hombre no dijo nada más y se mantuvo en silencio hasta que llegamos al puerto. Eran las diez y soplaba una leve brisa que apenas si rizaba el agua en la dársena. Le pedí al taxista que se detuviese ante la caseta roja de la guardia costera. Hans Lundman había visto llegar el taxi y apareció por la puerta. Por la expresión de mi rostro, supo que había terminado mal.
– Ha muerto -le dije-. Hemorragias internas. Inesperadamente. Creíamos que iba a salvarse… Necesito que me prestes mil coronas para pagar el taxi.
– Lo pagaré con mi tarjeta -dijo Hans antes de encaminarse al taxi.
Había terminado su turno hacía varias horas y comprendí que se había quedado para verme cuando yo volviera. Hans Lundman vivía en una de las islas del sur del archipiélago.
– Te llevo -me dijo.
– No tengo dinero en casa -le confesé-. Pido los reintegros a través de Jansson.
– ¿Y a quién le importa ahora el dinero? -me respondió.
Estar en alta mar me infunde siempre un gran sosiego. La embarcación de Hans Lundman era un viejo pesquero reconstruido que hendía las olas despacio. Hans podía tener prisa en el trabajo, de vez en cuando; pero nunca fuera del trabajo.
Atracamos en el embarcadero. El sol apretaba y hacía calor. Había llegado la primavera. Pero era como si eso no fuese cosa mía. Yo me encontraba al otro lado de la valla invisible de creciente verdor.
– En la bahía de Suckarna hay un bote amarrado -le dije-. Es robado.
Hans comprendió.
– Mañana iremos a buscarlo -respondió-. Patrullaré por allí casualmente. No sabemos quién es el ladrón.
Nos estrechamos la mano.
– No debería haber muerto -declaré de pronto.
– No -convino Hans Lundman-. No debería.
Me quedé en el embarcadero viendo cómo viraba para salir de la bahía. Alzó la mano para despedirse antes de desaparecer de mi vista.