Me senté en el banco. Y tardé bastante en subir la pendiente hacia mi casa, cuya puerta estaba abierta de par en par.
3
Los robles florecían tardíos este año.
Anoté en el diario que el gran roble que se erguía entre el cobertizo y lo que fue en su día el gallinero de mis abuelos no empezó a verdear hasta el 25 de mayo. El inmenso robledal que se extendía al norte de la isla junto al golfo incomprensiblemente llamado Tratan, [8] había empezado a echar hojas varios días antes.
Se dice que fue la Corona quien, a principios del siglo XIX, plantó los robles en las islas para obtener madera con la que construir los buques de guerra que se fabricaban en Karlskrona. En una ocasión, cuando yo era niño, cayó un rayo en el robledal. Recuerdo que mi abuelo segó los restos del tronco. Aquel árbol había echado raíces y había empezado a crecer ya en 1802. En tiempos de Napoleón, me contó mi abuelo. Yo entonces no sabía quién era Napoleón, pero comprendí que hacía mucho, mucho tiempo. Los anillos leñosos de aquel árbol me han acompañado desde entonces, durante toda mi vida. Beethoven vivió cuando el roble aún era un plantón. Cuando mi padre nació, se había convertido en un gran árbol.
El verano llegó, como suele suceder en las islas, en varias oleadas. Y nunca podía uno estar seguro de cuándo había venido para quedarse. Pero yo no lo noté mucho, salvo por las breves anotaciones que me obligaba a escribir a diario. La sensación de soledad disminuía por lo general cuando hacía más calor. Pero aquel año no fue así. Pasaba los días sentado junto a mi hormiguero, la acerada espada de Sima y su maleta medio vacía.
Por aquella época, hablaba con Agnes por teléfono bastante a menudo. Me contó que el funeral se había celebrado en la iglesia de Mogata. A excepción de Agnes y las dos muchachas que vivían con ella y a las que yo había conocido, Miranda y Aida, tan sólo asistió un hombre muy anciano que aseguraba ser pariente lejano de Sima. El hombre había llegado en taxi, Agnes temió que muriese allí mismo, tan frágil parecía. Nunca consiguió aclarar qué tipo de parentesco tenía con la muchacha. Tal vez el hombre la confundiese con otra persona. Cuando le mostró la fotografía de Sima, no la reconoció del todo.
Pero ¿qué importaba?, decía Agnes. La iglesia debería haber estado llena de gente para despedir a aquel joven ser humano que jamás tuvo la oportunidad de descubrir sus talentos ni de recorrer y aprender de un mundo que debería haberla estado esperando con los brazos abiertos.
El ataúd llevaba sobre la tapa un manojo de rosas rojas. Una mujer de la parroquia que llevaba consigo a un niño bastante inquieto y que se había colocado en la galería del coro entonó unos salmos, Agnes pronunció unas palabras, no sin antes haberle pedido al sacerdote que evitase hablar de un Dios omnisciente y misericordioso. Cuando supe que la tumba llevaría un número por toda leyenda, me ofrecí a pagar una lápida. Un día, Jansson me trajo una carta de Agnes con la fotografía de la lápida que habían encargado. Figuraría el nombre de Sima y la fecha. En la parte superior, Agnes proponía tallar una rosa.
Esa misma noche la llamé y le pregunté si no podrían tallar una espada de samurái en lugar de la rosa. Me comprendió y me dijo que ella también lo había pensado.
– Pero creará polémica -vaticinó-. Y no me veo con fuerzas para luchar por el derecho a tallar una espada en la lápida de Sima.
– ¿Qué quieres que haga con sus cosas? ¿Con la espada y la maleta?
– ¿Qué llevaba en la maleta?
– Ropa interior. Unos pantalones, un jersey. Un desgastado mapa del Báltico y del golfo de Finlandia.
– Iré a buscarlo todo. Quiero ver tu casa. Y, ante todo, quiero ver la habitación en la que Sima lloró la noche que se hizo los cortes.
– Ya te lo dije, sé que debería haber bajado a verla cuando la oí. Siempre lamentaré no haberlo hecho.
– No te culpo de nada. Sólo quiero ver el lugar donde empezó a morir. El lugar en el que culminó su muerte ya lo he visto contigo.
Agnes iba a venir a visitarme la última semana de mayo, pero algo se lo impidió. Llegó a cambiar la fecha dos veces. La primera, porque Miranda se había escapado; la segunda, porque se puso enferma. Cuando florecieron los robles, aún no había venido. La espada y la maleta con la ropa de Sima estaban en la habitación del hormiguero. Una noche me desperté de un sueño en el que las hormigas habían empezado a extender su hormiguero por la maleta y la espada. Eché a correr escaleras abajo y abrí la puerta de un tirón. Pero las hormigas seguían conquistando la mesa y el blanco tapete.
En cualquier caso, trasladé las cosas de Sima al cobertizo.
Un día, Jansson me contó, como de pasada, que la guardia costera había encontrado hacía unos días un barco de motor robado y amarrado cerca de las islas Suckarna. Comprendí que Hans Lundman había cumplido su palabra.
– Cualquier día lo atacan a uno -auguró Jansson ceñudo.
– ¿Quiénes?
– Los gánsteres. Llegan de todas partes. ¿Qué vamos a hacer para defendernos? ¿Coger el barco y hacernos a la mar?
– ¿Y a qué iban a venir aquí, qué iban a robar en las islas?
– Tan sólo de pensarlo me pongo nervioso por mi tensión.
Fui al cobertizo a buscar el tensiómetro. Jansson se tumbó en el banco. Tras cinco minutos de reposo le tomé la tensión.
– Excelente, ciento cuarenta y ochenta.
– Creo que te equivocas.
– Pues entonces, búscate otro médico.
Entré en el cobertizo y me quedé allí a oscuras, hasta que oí que Jansson salía del embarcadero.
Los días que precedieron a aquellos en que florecieron los robles emprendí por fin la reparación de mi barco. Cuando, después de un gran esfuerzo, logré retirar la gran lona, encontré una ardilla muerta en la sobrequilla. Me sorprendió, porque nunca había visto una ardilla en la isla y ni siquiera había oído hablar de que hubiese.
El barco estaba en mucho peor estado de lo que yo temía. Después de dos días de exhaustivo inventario de los daños y de las medidas que había que adoptar, me sentía dispuesto a abandonar aun antes de haber comenzado. Al día siguiente, no obstante, continué raspando toda la pintura descascarillada del casco. Llamé a Hans Lundman para pedirle consejo. Me prometió que se pasaría un día. El trabajo iba lento. No estaba acostumbrado a realizar ninguna tarea con regularidad, salvo el baño matutino y las anotaciones en el diario.
El mismo día que empecé a raspar el barco, fui a buscar el diario de mi primer año en la isla. Lo abrí por la fecha del día en que estábamos. Leí con asombro que había anotado que me emborraché. «Ayer bebí hasta emborracharme.» Sólo eso. Lo recordaba vagamente, pero no recordaba el porqué. El día anterior había escrito que arreglé un canalón. Al día siguiente de la borrachera eché las redes y capturé siete platijas y tres percas.
Dejé el diario. Ya era de noche. El manzano estaba en flor. Pensé que casi podía ver a mi abuela sentada en el banco, una figura resplandeciente que se fundía con el trasfondo, con el tronco del árbol, con las rocas, con las espinas de la maleza.
Al día siguiente, Jansson me trajo carta de Harriet y de Louise. Finalmente había sacado fuerzas de flaqueza para contarles la historia de la muchacha que vino a mi isla y hablarles de su trágica muerte. Empecé por leer la carta de Harriet. Como de costumbre, había escrito muchas líneas. Me escribía que, en realidad, se sentía demasiado cansada para redactar una carta. Mientras leía, fruncía el entrecejo. La caligrafía era difícil de descifrar, no como antes. Ahora las letras se retorcían sobre el papel.
Además, el contenido resultaba desconcertante. Me decía que se encontraba mejor, pero que se sentía más enferma. Pero nada decía sobre la muerte de Sima.
Dejé a un lado la carta. El gato se subió a la mesa de un salto. A veces envidio a los animales, porque no tienen que vérselas con mensajes que llegan en sobres cerrados. ¿Estaría Harriet aturdida por el efecto de los analgésicos cuando escribió la carta? Me preocupó, descolgué el teléfono y la llamé. Si estaba entrando en la última fase de su vida, quería saberlo. Dejé sonar muchos tonos de llamada, pero no me respondió. Lo intenté llamándola al móvil, pero tampoco allí contestaba. Le dejé un mensaje en el que le pedía que me llamara.
Después abrí la carta de Louise. Me hablaba del curioso sistema de galerías de las cuevas de Lascaux, en el oeste de Francia, donde, en el año 1940, unos niños encontraron por casualidad pinturas rupestres de diecisiete mil años de antigüedad. Algunos de los animales tallados y pintados en la roca tenían cuatro metros de largo. «Ahora», me decía, «sobre esas obras de arte antiquísimas se cierne la amenaza de la destrucción, pues unos insensatos han instalado aparatos de aire acondicionado en los pasajes. Los turistas americanos que las visitan no deben verse obligados a abstenerse de sus comodidades, uno de cuyos principales componentes es el aire enfriado de modo artificial. Las paredes se han visto atacadas por extensas colonias de moho. Si no se le pone remedio, si el mundo entero no se responsabiliza de esto, del museo más antiguo de que disponemos, el futuro sólo podrá ver esas imágenes en copias.»
Me contaba que ella pensaba actuar. Supuse que les escribiría cartas a todos los dirigentes políticos de Europa y me sentí orgulloso. Mi hija oponía resistencia.
Había escrito la carta a ratos. Tanto la caligrafía como el bolígrafo variaban. Entre los pasajes serios en que expresaba su indignación, intercalaba notas cotidianas. Se había torcido un pie mientras iba a buscar agua. Giaconelli había estado enfermo. Temían que fuese neumonía, pero ya empezaba a recuperarse. Y lamentaba el dolor que sentía por la muerte de Sima.