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– Yo quiero tener un día mi propia playa -aseguró Louise-. Es algo con lo que siempre he soñado.

Jansson hizo gala de no poca habilidad con el tractor, pues consiguió arreglárselas para dejar la caravana en el lugar indicado. Le pusimos debajo cajas viejas de pescado y trozos de maderos hasta que quedó firme.

– Quedará estupenda -afirmó Jansson ufano-. La única isla del archipiélago con una caravana en el jardín.

– Bueno, y ahora, te invitamos a un café -anunció Louise.

Jansson me miró inquisitivo, pero no dijo nada.

Era la primera vez, desde que me mudé a la isla, que Jansson entraba en mi casa y, ya en la cocina, miró con curiosidad a su alrededor.

– Esto está como yo lo recordaba -declaró-. No has cambiado casi nada. Si no me equivoco, el tapete es el mismo que el que tenían tus abuelos.

Louise preparó el café y preguntó si tenía algún bizcocho. Pero yo no tenía nada, así que fue a la caravana para buscar algún dulce.

– Es una mujer muy elegante -opinó Jansson-. ¿Cómo la has encontrado?

– No fui yo quien la encontró a ella: ella me encontró a mí.

– No habrás puesto un anuncio, ¿verdad? Yo he pensado en hacerlo.

Jansson no es demasiado espabilado. No se le puede acusar de actividad mental innecesaria, la verdad. Pero el que fuese capaz de creer que Louise era una dama a la que yo había conquistado, con caravana y todo, incluida una vieja moribunda…, me resultaba incomprensible.

– Es mi hija -le revelé-. ¿No te había contado que tengo una hija? Pues yo juraría que lo había hecho. Estábamos sentados en el banco. A ti te dolía el oído. Fue en otoño. Te conté que tenía una hija ya mayor. ¿Lo has olvidado?

Ni que decir tiene que Jansson ignoraba por completo de qué le estaba hablando. Pero no se atrevió a protestar. No es capaz de correr el riesgo de perderme como su siempre dispuesto facultativo.

Louise volvió con una bandeja de bollos. Jansson y mi hija parecieron caerse bien enseguida. Pensaba explicarle a Louise que ella podía ser señora en su caravana pero que, en mi isla, era yo y nadie más quien imponía las reglas, una de las cuales era precisamente que no había que invitar a Jansson a tomar café en mi cocina.

Jansson arrastró al mar el transporte para ganado y, bordeando el cabo, desapareció. No le pregunté a Louise cuánto le había pagado. Dimos un paseo por la isla, pues Harriet aún dormía. Le mostré dónde había enterrado al perro y después trepamos por los riscos en dirección sur para seguir la orilla.

Por un instante me sentí como si tuviese una niña pequeña. Louise hacía preguntas sobre todo lo que veía, las plantas, las algas, las islas que se vislumbraban a través de la neblina, los peces que habría en el fondo, aunque no se veían… Yo pude contestar a algo así como la mitad de sus preguntas. Pero a ella no le importaba, lo más importante era, al parecer, que yo la escuchase.

Había en el cabo de Norrudden unos bloques de piedra que la erosión del hielo había modelado hacía ya tiempo hasta convertirlos en una especie de altos tronos. Y allí nos sentamos.

– ¿De quién fue la idea? -pregunté.

– Creo que se nos ocurrió a las dos al mismo tiempo. Ya era hora de venir a visitarte y de reunir a la familia antes de que fuese demasiado tarde.

– ¿Qué opinan tus amigos, los que viven en el bosque?

– Saben que un día volveré.

– ¿Y por qué te has traído la caravana?

– Es mi cáscara. Nunca la dejo.

Me habló de Harriet. Uno de los boxeadores, un hombre llamado Sture que se ganaba la vida cavando pozos, la había llevado de vuelta a Estocolmo.

A partir de ahí empeoró muy rápido. Louise viajó hasta la capital para cuidarla, pues no quería ir a ninguna residencia. Y Louise peleó por el derecho a administrarle a Harriet los analgésicos que necesitaba. Lo único que podía hacerse ya era paliar su dolor. Ya habían renunciado a todo intento de impedir que el cáncer se propagara. Había empezado la cuenta atrás definitiva. Louise mantenía contacto diario con el hospital de Estocolmo.

Hablábamos sentados en nuestros tronos, mientras contemplábamos el mar.

– No creo que viva ni un mes más -dijo Louise-. Ya tengo que hacerle tomar grandes dosis de analgésicos. Morirá aquí. Será mejor que te hagas a la idea. Eres médico o, al menos, lo has sido. Así que estás más habituado que yo a la muerte. Aunque una cosa sí que he comprendido: que uno siempre está solo ante la muerte. De todos modos, podemos estar a su lado y prestarle ayuda.

– ¿Le duele mucho?

– A veces llega a gritar.

Reanudamos el paseo por la orilla. Cuando llegamos al cabo que da a mar abierto, nos detuvimos de nuevo. Mi abuelo colocó allí una vez un banco que él había fabricado con el esqueleto de un viejo carromato y unas planchas de roble bastante gruesas. Las contadas ocasiones en que él y mi abuela discutían y se enfadaban, él solía venir aquí a sentarse hasta que ella acudía a buscarlo para avisarle de que la cena estaba lista. Para entonces, ya se les había pasado el enfado. Cuando yo tenía siete años, grabé mi nombre en aquel banco. Seguro que a mi abuelo no le gustó que lo hiciera, pero nunca me dijo nada.

Había un grupo de eider, de somormujos y algunos negrones que se balanceaban sobre las ondas.

– Ahí delante hay una fosa profunda -le expliqué-. Por lo general, el fondo suele estar por aquí a una profundidad de entre quince y veinte metros. Pero de repente se abre una grieta de hasta cincuenta y seis metros. Cuando yo era niño y echaba un cabo desde mi bote, soñaba con descubrir que la fosa no tenía fondo. Ha habido ya varias expediciones de geólogos que pretendían averiguar por qué existe pero, por lo que yo sé, no han sabido dar ninguna explicación plausible, hasta ahora. Eso me encanta. No tengo fe en un mundo en el que puedan descifrarse todos los misterios.

– Yo creo en un mundo en el que se ofrece resistencia -declaró Louise.

– ¿Estás pensando en las cuevas francesas de las que me hablabas?

– Entre otras muchas cosas, sí.

– ¿Has escrito alguna carta?

– Las últimas, tanto a Tony Blair como al presidente Chirac.

– ¿Te han contestado?

– Por supuesto que no. Pero estoy preparando otras iniciativas.

– ¿Como cuáles?

Ella negó con un gesto, pues no quería responder.

Proseguimos nuestro deambular y nos detuvimos junto al cobertizo. El sol daba contra la pared al socaire.

– Cumpliste uno de los deseos de Harriet -dijo Louise-. Pero aún le queda uno.

– No pienso volver a la laguna.

– No, su deseo ha de realizarse aquí. Quiere celebrar una fiesta estival.

– ¿Y eso qué es?

Louise se impacientó.

– ¿Puede significar otra cosa que aquello a lo que alude su nombre? Una fiesta que se celebra en verano, por supuesto.

– Yo no suelo dar fiestas en la isla. Ni en verano ni en invierno.

– Pues entonces, ya va siendo hora de que lo hagas. Harriet quiere sentarse fuera en una hermosa noche de verano, en compañía de varias personas, disfrutar de una buena cena, de un buen vino y, después, volver a su lecho para morir lo antes posible.

– Bueno, eso lo podemos arreglar. Tú, yo y ella. Colocamos una mesa en el césped, ante la grosella.

– Pero Harriet quiere que haya invitados. Quiere ver gente.

– ¿Y a quiénes íbamos a invitar?

– Tú eres quien vive aquí. Invita a algunos de tus amigos. No tienen que ser tantos.

Louise se marchó en dirección a la casa. No esperó mi respuesta. Comprendí que no me quedaría otro remedio que organizar la fiesta. Podía invitar a Jansson, a Hans Lundman y a su esposa Romana, que trabaja de carnicera en el mercado del pueblo.

Harriet celebraría su última cena aquí, en mi isla. Era lo mínimo que podía hacer por ella.

4

Llovió casi sin cesar hasta la noche de San Juan. Fuimos adoptando sencillas medidas según empeoraba el estado de Harriet. En un principio, Louise dormía en su caravana, pero después de que Harriet se pasase dos noches consecutivas gritando de dolor se trasladó a mi cocina. Me ofrecí a turnarme con ella para administrarle a Harriet los analgésicos, pero ella quería seguir siendo la responsable de ese asunto. Extendió sobre el suelo un colchón que, por las mañanas, enrollaba y colocaba en el vestíbulo. Me contó que el gato solía tumbarse a sus pies.

Harriet dormía casi todo el tiempo, sumida en un estado de semiconsciencia provocado por la gran ingesta de calmantes. Casi nunca quería comer, pero Louise la obligaba, con una paciencia infinita, a ingerir el alimento suficiente. Derrochaba con su madre una ternura que me emocionaba. Era una ternura que yo no había visto antes. Yo me encontraba a su lado, pero jamás alcanzaría ese grado de intimidad.

Por las noches, nos sentábamos en la caravana de Louise o en mi cocina, y charlábamos. Ella se hacía cargo de la comida. Yo llamaba a la tienda para encargar el pedido que ella me indicaba y que luego nos traía el barco del correo. La semana anterior a la noche de San Juan intuí que a Harriet no le quedaba mucho tiempo. En sus momentos de vigilia preguntaba qué tiempo hacía, pero yo sabía que en lo que pensaba era en su fiesta estival. El siguiente día de correo, cuando llovía casi a diario y soplaban vientos fríos desde el lejano mar del Norte, invité a Jansson a la fiesta ese viernes.

– ¿Es tu cumpleaños?

– Todas las navidades te lamentas porque no pongo velas ni adornos. Todos los días de San Juan protestas porque ni siquiera accedo a tomarme un trago en el embarcadero. Así que ahora te invito a una fiesta. ¿Te cuesta tanto entenderlo? A las siete, si el tiempo lo permite.

– Siento en mis pulgares que el calor está ya en camino.

Según Jansson, él es capaz de encontrar manantiales con una varilla de rabdomante. Además, dice que tiene sensibilidad al clima justo en los pulgares.