No hice ningún comentario sobre sus pulgares. Ese mismo día llamé a Hans Lundman y lo invité a él y a su mujer.
– Me toca trabajar ese día, pero seguro que puedo cambiar el turno con Edwin -me dijo-. ¿Es tu cumpleaños?
– Siempre es mi cumpleaños -le respondí-. Os espero a las siete, si el tiempo lo permite.
Louise y yo planeamos la fiesta. Saqué los viejos muebles de jardín de mis abuelos que llevaban mucho tiempo guardados. Los pinté y reparé la mesa, en una de cuyas patas la madera ya estaba medio podrida.
La víspera de San Juan llovió a cántaros. Soplaba una gélida ventisca del noroeste y la temperatura bajó a doce grados. Louise y yo subimos con gran esfuerzo hasta la cima del monte, desde donde vislumbramos algunos barcos varados en el golfo, al socaire, al otro lado de Korsholmen, que es la isla más próxima que tengo como vecina.
– ¿Tú crees que mañana hará este tiempo? -preguntó Louise.
– Según los pulgares de Jansson, hará bueno -expliqué.
Al día siguiente amainó el viento. También la lluvia cesó, las nubes se dispersaron y subió la temperatura. Harriet había pasado dos malas noches en las que los analgésicos no parecían surtir mucho efecto. Después, súbitamente, se hizo la calma. Preparamos, pues, nuestra fiesta. Louise parecía saber con exactitud lo que quería Harriet.
– Un exceso sencillo -aseguró-. Es una tarea desesperante la de compaginar lo sencillo y lo lujoso. Pero a veces uno debe desear lo imposible.
Resultó aquélla una singular fiesta de verano que, según creo, ninguno de los asistentes olvidará nunca, aunque nuestros recuerdos no coincidan. Hans Lundman llamó la misma mañana y me preguntó si podía traer a su nieta, que estaba con ellos de visita, y a la que no podían dejar sola en casa. Se llamaba Andrea y tenía dieciséis años. Yo sabía que la nieta de Lundman tenía una minusvalía psíquica que, entre otras manifestaciones, afloraba bajo la forma de una confianza infinita en cualquier persona extraña. Le costaba comprender ciertas cosas, o aprenderlas, igual que a otras personas con ese tipo de minusvalías. Lo más característico de Andrea era, no obstante, su forma de relacionarse con los desconocidos. A cualquiera le daba la mano y, de niña, se sentaba sin vacilar en el regazo del primer extraño que apareciese.
Le dije que por supuesto que podían traerla. De modo que pusimos la mesa para siete personas, en lugar de seis. Harriet, que casi nunca se levantaba de la cama, se sentó en su sillón del jardín ya a las cinco de la tarde. Louise le había puesto un vestido de verano de color claro y le había arreglado el blanquísimo cabello en un hermoso rodete en la nuca. Y observé que incluso la había maquillado. El rostro demacrado de Harriet había recuperado parte de la fuerza que solía irradiar. Me senté a su lado, con una copa de vino en la mano. Ella me la arrebató y la dejó medio vacía de un trago.
– Sírveme más -me pidió-. Para evitar dormirme he reducido la dosis de todo aquello que mantiene a raya el dolor. Así que ahora me duele bastante, y más que me va a doler. Pero ahora quiero más vino blanco en lugar de todas esas pastillas blancas. ¡Dame vino!
Fui a la cocina, donde estaban las botellas ya descorchadas. Louise trajinaba con algo que iba a poner en el horno.
– Harriet quiere vino -dije.
– Pues ¡dáselo! Esta fiesta es para ella. Es la última vez en la vida que podrá beber hasta la euforia. Debemos alegrarnos si se emborracha.
Me llevé una botella al jardín. La mesa estaba puesta con buen gusto. Louise la había adornado con flores y ramas verdes y, con los desgastados paños de la abuela, había cubierto los platos fríos, que ya estaban servidos.
Brindamos y Harriet me tomó la mano.
– ¿Te disgusta que quiera morir en tu casa?
– ¿Por qué me iba a disgustar?
– Tú no querías vivir conmigo. Tal vez tampoco me quieras en tu casa ahora que estoy moribunda.
– No me extrañaría nada que nos sobrevivieras a todos.
– Pronto habré muerto. Ya noto cómo tira de mí. La tierra tira de mí. A veces, por las noches, cuando me despierta el dolor, justo antes de que me duela tanto que me veo obligada a gritar, me pregunto si temo lo que me espera. Y tengo miedo, pero como si no lo tuviera. Es más bien un vago desasosiego, estar a punto de abrir una puerta que no sabemos a ciencia cierta qué oculta. Después viene el dolor intenso y, entonces, es el dolor lo que temo. Y nada más.
Louise salió y se sentó con nosotros, provista también de su copa de vino.
– Aquí tenemos a la familia -anunció-. No sé si quiero apellidarme Welin o Hörnfeldt. Tal vez sea Louise Hörnfeldt-Welin. De profesión, epistológrafa.
Se había traído una cámara y nos fotografió a Harriet y a mí con las copas en la mano. Después tomó una instantánea donde también aparecería ella misma.
– Esta cámara que tengo es antigua -explicó-. He de revelar los carretes. Pero, de cualquier modo, ya tengo la foto con la que siempre soñé.
Brindamos por la noche de estío. Pensé que Harriet tenía que llevar pañales bajo su veraniego vestido de color claro y que la hermosa Louise era, de hecho, mi hija.
Louise fue a cambiarse a la caravana. El gato se plantó en la mesa de un salto y yo lo espanté. El animal se apartó ofendido. Ambos guardábamos silencio y escuchábamos el leve murmullo del mar.
– Tú y yo -dijo Harriet de improviso-. Tú y yo. Y, de pronto, todo habrá pasado.
Cuando dieron las siete, no soplaba nada de viento y estábamos a diecisiete grados.
Jansson y la familia Lundman llegaron al mismo tiempo. Los barcos iban uno tras otro como formando un pequeño convoy amistoso. Ambos llevaban banderas en la popa. Louise esperaba radiante en el embarcadero. Lucía un vestido tan corto que casi resultaba provocador, pero sus piernas eran preciosas y reconocí enseguida los zapatos rojos que tenía la primera vez que la vi salir de la caravana. Jansson se había puesto un viejo traje de chaqueta que le quedaba de lo más estrecho, Romana relumbraba de negro y rojo y Hans vestía de blanco e iba tocado con su gorra de marino. Andrea llevaba un vestido azul y una cinta amarilla en el pelo. Amarramos los botes y nos quedamos un rato en el embarcadero, un tanto apretujados, charlando sobre el verano, que se había dignado llegar por fin, antes de encaminarnos hacia la casa. Jansson tenía los ojos acuosos y daba algún que otro paso en falso, pero nadie pareció notarlo y, menos que nadie, Harriet, que se levantó por sí misma de la silla para estrecharle la mano.
Habíamos decidido decirles la verdad. Harriet era la madre de Louise, y yo su padre. Y que hubo un tiempo en que Harriet y yo estuvimos casi casados. Que ahora Harriet estaba enferma, pero no tanto como para que no pudiésemos pasar una noche cenando en el jardín bajo los robles.
Después, cuando todo pasó, pensé que nuestra fiesta fue, en un principio, como una pequeña orquesta cuyos miembros afinaban sus instrumentos. Poco a poco, fuimos hablando hasta dar con el tono adecuado. Entre tanto, íbamos comiendo y bebiendo y llevando adentro bandejas vacías mientras el eco de nuestras risas sobrevolaba las rocas. Harriet estuvo, en aquellos momentos, totalmente sana. Habló de bengalas de emergencia con Hans, con Romana, de los precios de la cesta de la compra y a Jansson le pidió que le hablase de todos los envíos extraños que debía de haber entregado durante todos los años que llevaba ejerciendo de cartero. Era su fiesta, ella era quien dominaba, quien dirigía y armonizaba todos los tonos para conseguir un todo. Andrea no decía nada, pero no tardó en pegarse a Louise, que la dejaba hacer. Ni que decir tiene que nos emborrachamos todos, Jansson el primero, pero no perdió el control en ningún momento. Le ayudó a Louise a retirar los platos y no se le cayó ni uno. Él fue, además, quien encendió las velas y las bengalas de jardín que Louise había comprado para mantener alejados a los mosquitos. Andrea observaba a los adultos con ojos escudriñadores. Harriet, que estaba sentada enfrente de ella, extendía a veces la mano para rozar las yemas de los dedos de Andrea. Cada vez que veía cómo sus dedos se encontraban me invadía una honda pesadumbre. Una de las dos mujeres no tardaría en morir, la otra jamás llegaría a comprender qué significa vivir. Harriet captó mi mirada y alzó su copa. La hizo tintinear contra la mía y bebimos en silencio.
Después, yo pronuncié un discurso. Nada que hubiese preparado de antemano, no. Al menos, yo no era consciente de haber formulado aquellas palabras cuando me levanté para que todos las oyesen. Hablé de la sencillez y del exceso. Sobre la perfección, que tal vez no existiese, pero que tal vez pudiese intuirse durante una noche de verano en compañía de buenos amigos. El verano sueco es caprichoso, nunca demasiado largo. Pero su belleza podía llegar a ser ensordecedora, como la de aquella noche.
– Vosotros sois mis amigos -declaré-. Sois mis amigos y mi familia y yo me he comportado como un príncipe mezquino al no permitiros entrar en mis dominios. Os agradezco la paciencia que me habéis mostrado, temo lo que hayáis podido pensar de mí y deseo que ésta no sea la última vez que nos veamos en estas circunstancias.
Bebimos. Una leve brisa nocturna se fundió con el follaje de los robles y rozó las llamas de las velas llevándose el humo que ascendía de las bengalas.
Jansson se puso en pie, después de dar unos toquecitos sonoros en su copa. Vaciló, pero se mantuvo erguido. No dijo nada. Y, de pronto, empezó a cantar. Con la voz de barítono más limpia que imaginarse pueda, entonó el Ave María de un modo que me hizo estremecer. Creo que todos experimentaron la misma sensación. Hans y Romana se mostraron tan perplejos como yo. Nadie parecía saber que Jansson tuviese una voz tan poderosa. Y los ojos se me anegaron de lágrimas. Allí estaba Jansson, con todas aquellas dolencias suyas imaginarias y su traje, que tan estrecho le quedaba, cantando como si un dios hubiese venido a sentarse entre nosotros en la noche estival. Sólo él podía explicar por qué había ocultado su talento.