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Comprobé los latidos del corazón de Harriet una última vez. Su piel había empezado a adquirir ese tono amarillento que otorga la muerte.

Esperamos una hora. Después la sacamos de la casa y enrollamos su cuerpo en la lona. Yo tenía unos bidones de gasolina de reserva y con ellos preparé el lugar en el que su cuerpo ardería hasta consumirse.

La subimos en mi viejo barco y anegamos el cadáver y la cubierta con la gasolina.

– Será mejor que nos apartemos -advertí-. La gasolina prenderá lanzando grandes llamaradas. Si estás demasiado cerca, las llamas podrían alcanzarte.

Retrocedimos unos pasos. Miré a Louise. Ya había dejado de llorar. Asintió, yo encendí el extremo de un cordel embreado y lo arrojé al barco.

El barco rugió al arder. La lona impregnada en brea chisporroteaba y crujía. Louise me tomó la mano mientras yo pensaba que por fin le había encontrado utilidad a mi viejo barco. En efecto, en él podría enviar a Harriet a ese otro mundo en el que ni ella ni yo creíamos, aunque ambos abrigábamos la secreta esperanza de que existiese.

Mientras ardían las llamas, bajé al cobertizo, saqué una vieja sierra para metal, y comencé a aserrar el andador. Tras unos minutos, comprendí que la sierra estaba inservible. Dejé el andador en la barca junto con dos piedras y otras tantas cadenas. Remé rumbo a Norrudden y arrojé al fondo del mar el andador con las cadenas y el lastre. Allí no iba nadie a fondear ni tampoco a pescar, de modo que el andador no emergería a la superficie.

Una larga columna de humo ascendía hacia el cielo. Volví remando a la isla mientras pensaba que Jansson no tardaría en llegar. Encontré a Louise acuclillada, contemplando el barco en llamas.

– Desearía saber tocar algún instrumento -se lamentó-. ¿Sabes cuál era la música favorita de mamá?

– Creo que le gustaba el jazz tradicional. Cuando estábamos juntos, solíamos escuchar mucho jazz en el barrio de Gamla Stan.

– Te equivocas. Su canción favorita era Sail Along Silvery Moon. Una melodía bastante sentimental de los años cincuenta. No se cansaba de escucharla. Ahora la habría interpretado para ella, como salmo de despedida.

– Ni siquiera sé cuál es.

Louise tarareó la canción, algo insegura de la melodía. Tal vez la hubiese oído en alguna ocasión, pero nunca interpretada por un grupo de jazz.

– Hablaré con Jansson -le dije-. Harriet se marchó ayer. Yo la llevé. Un familiar vino en coche a recogerla para llevarla al hospital de Estocolmo.

– Dile que le manda saludos -advirtió Louise-. Así no le extrañará tanto que se haya ido.

Jansson llegó puntual, como de costumbre. Llevaba en el barco a un agrimensor que tenía un cometido que cumplir en Bredholmen. Nos hicimos un gesto a modo de saludo. Jansson bajó al embarcadero y observó la hoguera.

– He llamado a Lundman porque creí que tu casa estaba ardiendo -me dijo.

– No, he quemado el barco -expliqué-. Era imposible hacerlo navegar otra vez. Y no soportaba la idea de estar viéndolo arrumbado un invierno más.

– Has hecho bien -opinó Jansson-. Los barcos viejos se niegan a morir del todo, a menos que uno los astille o los queme.

– Harriet se ha ido. Yo mismo la llevé a tierra ayer. Me dijo que te despidiera de su parte.

– Muy amable. Salúdala de mi parte. Me cayó muy bien. Una señora muy agradable. Se encontraba mejor, espero.

– Iba directamente al hospital. No creo que esté mejor. Pero, en fin, te mandó sus saludos.

Jansson no tenía correo para mí y siguió su travesía con el agrimensor. Cayeron unas gotas dispersas que no tardaron en cesar. Volví a la hoguera. El espejo de popa ya se había soltado y empezaba a resultar imposible distinguir la madera calcinada del envoltorio de lona y su contenido. No olía a carne quemada. Louise estaba sentada en una roca. De pronto, pensé en Sima y me pregunté si mi isla no atraería la muerte. En efecto, aquí se había cortado la muchacha las venas para poner fin a su vida y aquí había venido a morir Harriet. El perro estaba muerto y enterrado y el gato, desaparecido.

Me sobrevino un súbito desaliento de mí mismo. ¿Tenía yo acaso algún contenido que pudiese llamar verdaderamente mío? Seguro que yo no era una mala persona. No era un hombre violento, ni un criminal. Pero había engañado a Harriet y también a otras personas. En los diecinueve años que mi madre estuvo ingresada en la residencia de ancianos, después de la muerte de mi padre, sólo la visité una vez. Y, para entonces, había pasado ya tanto tiempo, que ni siquiera me reconoció. Creía que yo era su hermano, que había fallecido hacía ya cincuenta años. No intenté convencerla de que era yo. Simplemente, me senté a su lado abrazándola. Claro que soy tu hermano, el que murió hace muchos años. Después la dejé. Y nunca volví a visitarla. Ni siquiera acudí a su entierro. Le dejé el encargo a una funeraria y, cuando me llegó la factura, la pagué. Aparte del cura y del organista, tan sólo había en la capilla un representante de la funeraria.

Y no asistí porque nadie podía obligarme. Ahora comprendía que no fui porque yo despreciaba a mi madre. Y, en cierta manera, también había despreciado a Harriet.

Tal vez hubiese vivido con el corazón lleno de desprecio por todo el mundo. Pero, ante todo, me despreciaba a mí mismo.

Ya no sabía si era un buen cirujano traumatólogo. Era un ser insignificante y asustado al comprobar en la persona de mi padre hasta qué punto la vida adulta puede convertirse en un infierno.

Pasó el día, al mismo ritmo lento de las nubes por el cielo. Cuando el fuego empezó a extinguirse, arrojé a la hoguera unos maderos que previamente había humedecido con gasolina. Incinerar a una persona era un proceso que requería tiempo, en especial si no se disponía de un horno en el que la temperatura pudiese alcanzar los mil grados, de modo que también se calcinasen los huesos.

El fuego ardía mientras llegaba el ocaso. Arrojé más leña al fuego y limpié las cenizas. Louise sacó una bandeja con comida. Nos bebimos el coñac que había quedado después de la fiesta y no tardamos en emborracharnos. Lloramos y reímos de dolor, pero también de alivio al saber que los padecimientos de Harriet habían terminado. Ahora que ella no se interponía entre nosotros recordándome el día en que la abandoné, la relación entre Louise y yo se tornó más íntima. Estábamos sentados en el césped, apoyados el uno en el otro, mientras veíamos cómo el humo de la pira funeraria se perdía en la oscuridad.

– Me quedaré en esta isla para siempre -declaró Louise.

– Quédate hasta mañana, por lo menos -le dije yo.

Ya al amanecer, dejé que el fuego se convirtiese en ascuas.

Louise se había quedado dormida acurrucada en el césped. La tapé con mi chaqueta. Cuando empecé a arrojar cubos de agua marina sobre las ascuas, se despertó. Ya no quedaba nada de Harriet ni tampoco del barco. Louise observaba las cenizas que yo iba amontonando.

– Nada -sentenció-. Hasta hace unos minutos era un ser vivo. Y ahora ya no queda nada.

– He pensado que podríamos llevarnos las cenizas en la barca y esparcirlas por el mar.

– No -se opuso ella-. No puedo. Debemos conservar sus cenizas como mínimo.

– No tengo ninguna urna donde guardarlas.

– Un tarro, lo que sea. Quiero conservar las cenizas. Podemos enterrarlas junto al perro.

Louise se encaminó al cobertizo. Me desagradó la idea de que el suelo bajo el manzano empezase a convertirse en un cementerio. Oí trajinar a Louise en el cobertizo, hasta que la vi salir con un tarro que había contenido lubricante para el viejo barco de motor del abuelo. Yo lo había lavado para guardar en él clavos y tornillos. Ahora estaba vacío. Sopló para eliminar el polvo y lo colocó junto al montón de cenizas antes de empezar a llenar el tarro con las manos. Entre tanto, bajé al cobertizo a buscar una pala. Después, cavé un hoyo junto a la sepultura del perro. Colocamos en él el tarro y cubrimos el agujero. Louise se perdió por entre las rocas y volvió al cabo de un rato con una roca en que los sedimentos habían conformado lo que se asemejaba a una cruz, y la colocó sobre la tumba.

Había sido un día muy duro y ambos estábamos agotados. Cenamos en silencio. Louise se fue a dormir a la caravana y yo rebusqué un buen rato en el armario del baño, hasta dar con un somnífero. Me dormí casi de inmediato y desperté diez horas después: no recordaba la última vez que había dormido tantas horas seguidas.

Cuando bajé a la cocina por la mañana, vi que Louise estaba sentada ante la mesa. La puerta de la habitación estaba abierta. Había limpiado todas las huellas visibles tras la lucha por la vida que en ella se había mantenido.

– Me marcho -anunció-. Hoy mismo. El mar está en calma. ¿Podrías llevarme en coche al puerto?

Me senté a la mesa. No estaba preparado en absoluto para su partida.

– ¿Adónde vas a ir?

– Tengo varias cosas que hacer.

– El apartamento de Harriet puede esperar unos días, ¿no?

– No estaba pensando en el apartamento. ¿Recuerdas las cuevas con las pinturas atacadas por el moho?

– Pensé que ibas a enterrar a los políticos con tus cartas.

Louise negó con un gesto.

– Las cartas no sirven para nada. Tengo que hacer algo más.

– ¿Qué?

– No lo sé. Aún no lo sé. De todos modos, también quiero ir a ver unos cuadros de Caravaggio. Ahora tengo dinero. Harriet me dejó casi doscientas mil coronas. De vez en cuando me daba algún dinero. Además, yo siempre he sido muy ahorrativa. Seguro que te preguntaste de dónde había sacado el dinero que viste cuando husmeabas en mi caravana. Pues ahorrando, simplemente. No sólo me dedico a escribir cartas. De vez en cuando también trabajo, como todo el mundo. Y nunca he malgastado mi dinero.