– ¿Seguridad? ¡Pero si se suicidó!
– Quizás esas situaciones sean tan desesperadas, que se precisan unas condiciones de tranquilidad para dar el último paso hacia la muerte. Quién sabe si no encontró esas condiciones aquí, en tu casa. Ella intentaba quitarse la vida de verdad. Sima no quería vivir. El que se hiciera los cortes no suponía un grito de socorro. Se los hizo para no tener que seguir oyendo el eco de sus propios gritos dentro de sí.
Le pregunté cuánto pensaba quedarse. Y ella me preguntó si podía quedarse hasta el día siguiente. Le mostré la cama en la habitación de las hormigas. Y se echó a reír. Por supuesto, me dijo, podía dormir allí sin problemas. Le dije que había pollo para cenar. Agnes fue al cuarto de baño y, cuando volvió, se había cambiado de ropa y se había recogido el pelo.
Me pidió que le mostrase la isla. Carra nos seguía. Le hablé del día que la vimos corriendo detrás del coche y cómo después nos guió hasta el cadáver de Sara Larsson. Noté que le molestaba mi charla. Quería disfrutar de lo que veía. Hacía un frío día otoñal, la fina alfombra de brezo se encogía al viento. El mar tenía un color plúmbeo y las rocas estaban cubiertas de olorosas algas. Algún que otro pájaro alzaba el vuelo desde las grietas y se dejaba llevar por las corrientes de aire que solían formarse frente a los acantilados. Llegamos hasta Norrudden, desde donde sólo se ven los atolones de Sillhällarna, los cuales apenas si dejan ver sus cimas sobre la superficie del agua, antes de que el mar abierto tome el relevo. Yo me quedaba un poco rezagado, observándola. Parecía emocionada ante lo que veía. Después, se volvió hacia mí y gritó:
– Hay algo que no te perdonaré jamás. Que ya no puedo aplaudir. Es uno de los derechos humanos, poder alegrarse por dentro y después poder expresarlo entrechocando las palmas de las manos.
Ni que decir tiene que no había nada que yo pudiese responder. Y ella lo sabía. Vino hacia mí, dándole la espalda al viento.
– Ya lo hacía de niña.
– ¿El qué?
– Aplaudía cada vez que salía al campo y veía algo hermoso. ¿Por qué habríamos de aplaudir sólo cuando vamos a un concierto o cuando alguien pronuncia un discurso? ¿Por qué no va uno a aplaudir aquí, en medio de un acantilado? Yo creo que no he visto nunca nada más hermoso que esto. Te envidio por vivir aquí.
– Yo puedo aplaudir por ti -le propuse.
Agnes asintió y me condujo hasta la roca más alta y saliente. Mientras ella gritaba ¡bravo!, yo aplaudía. Fue una experiencia extraordinaria.
Proseguimos nuestro paseo hasta que llegamos a la caravana, en la parte trasera de la casa.
– No hay ningún coche, ni tampoco ninguna carretera, pero sí una caravana -observó-. Y un par de preciosos zapatos de tacón de color rojo.
La puerta estaba abierta y fija con un trozo de madera que yo le había puesto para que no diese golpes con el viento. Los zapatos relucían en la entrada. Nos sentamos en el banco, al abrigo de la brisa. Y le hablé de mi hija y de la muerte de Harriet. Pero evité contarle mi traición. De repente, me di cuenta de que no me escuchaba. Su mente estaba ocupada en otro asunto y comprendí que existía una razón concreta para su presencia en mi isla. No sólo quería ver mi cocina y recuperar la espada y la maleta.
– Hace frío -observó-. Es posible que los mancos seamos más sensibles que los demás al frío. La sangre se ve obligada a tomar otros caminos.
Entramos y nos sentamos en la cocina. Encendí unas velas que coloqué sobre la mesa. Ya empezaba a atardecer.
– Van a quitarme la casa -confesó de pronto-. La tengo alquilada, pues nunca pude permitirme comprarla. Ahora los propietarios piensan quitármela. Sin la casa, no me es posible continuar. Claro que puedo encontrar trabajo en alguna institución estatal. Pero no es eso lo que yo quiero.
– ¿Quiénes son los propietarios?
– Dos hermanas millonarias que viven en Lausana. Se han agenciado una fortuna vendiendo falsos productos de salud. Al final, siempre terminan por verse obligadas a dejar de hacerles publicidad, porque sólo contienen un polvo sin propiedad alguna, mezclado con vitaminas. Pero enseguida vuelven a la carga con nuevos nombres y otros envases. La casa pertenecía a su hermano, que falleció sin más herederos que las hermanas. Y ahora quieren quitarme la casa puesto que los habitantes del pueblo se han quejado de mis muchachas. Y con la casa, me quitan también a las chicas. Vivimos en un país donde la gente pretende que aquellos que son diferentes vivan aislados en el bosque, o quizás en una isla como ésta. Sentía que necesitaba alejarme un tiempo para reflexionar. Tal vez para pasar mi luto. O tal vez para soñar que tenía dinero para comprar la casa. Pero no lo tengo.
– Si yo pudiera, la compraría.
– No he venido a pedirte nada semejante. -Se levantó de la mesa-. Voy a salir un rato -dijo-. Daré una vuelta por la isla antes de que anochezca.
– Llévate al perro -le propuse-. Si la llamas, se irá contigo. Es una buena compañera de viaje. Y no ladra nunca. Mientras, prepararé la cena.
Me quedé en la puerta mientras ella y el perro desaparecían por las rocas. Carra se volvió varias veces para ver si la llamaba. Comencé a preparar la comida al tiempo que imaginaba que besaba a Agnes.
De pronto caí en la cuenta de que hacía muchos años que no soñaba despierto. Había soñado despierto con la misma escasa frecuencia con que me había ejercitado en la vida erótica.
Agnes parecía menos abatida cuando regresó.
– He de confesar -dijo aun antes de quitarse el chaquetón y sentarse a la mesa-, he de confesar que no he podido resistir la tentación de probarme los zapatos rojos de tu hija. Me quedan como un guante.
– No podría regalártelos aunque quisiera.
– Mis muchachas me matarían si apareciera allí con tacones. Pensarían que había sufrido una transformación y que me había convertido en una persona distinta de la que creen que soy.
Se arrebujó en el sofá de la cocina siguiendo mis movimientos mientras yo ponía la mesa y la comida. Le hice algunas preguntas sobre lo que estaba ocurriendo pero, puesto que respondía con monosílabos, terminé por guardar silencio. Terminamos de cenar sin decir una palabra más. Al otro lado de la ventana reinaba la oscuridad. Después, tomamos café. Yo había encendido la vieja chimenea que sólo utilizo para calentarme en los días verdaderamente fríos del invierno. El vino que bebimos durante la cena me había afectado. Y Agnes tampoco parecía del todo sobria. Cuando hube servido el café, dejó de guardar silencio y, de pronto, empezó a hablar de su vida y de los años difíciles.
– Buscaba consuelo -confesó-. Intenté darme a la bebida. Pero vomitaba siempre que bebía. Y entonces me pasé al hachís, pero me producía sueño y me ponía enferma y acrecentaba mi angustia por lo ocurrido. Intenté encontrar amantes que soportasen el hecho de que me faltase un brazo, empecé a practicar deporte para discapacitados y me convertí en una corredora de distancia media bastante buena, pero cada vez más hastiada. Empecé a escribir poesía y cartas a distintos periódicos, estudié la historia de la amputación en medicina. Busqué trabajo como presentadora en todos los canales de la televisión sueca e incluso en algún canal extranjero. Pero en nada hallé consuelo, poder despertarme por la mañana sin tener que pensar en la terrible desgracia que me había sobrevenido. Intenté, cómo no, utilizar una prótesis, pero tampoco funcionó. Hasta que un día, tres años después de la operación, me coloqué desnuda ante el espejo, como si me hallase ante un tribunal, y admití que era manca. Y entonces, sólo me quedaba Dios. Busqué el consuelo en la genuflexión. Leí la Biblia, intenté acercarme al Corán, asistí a las reuniones de la Iglesia Evangélica de Pentecostés y de esa Iglesia horrenda llamada Palabra de Vida. Fui tanteando distintas sectas, pensé incluso en meterme a monja. Ese otoño viajé a España y recorrí el largo Camino de Santiago de Compostela. Seguí la ruta de los peregrinos y, según la costumbre, llevaba en la mochila una piedra que debía arrojar cuando hubiese encontrado la solución a mis problemas. Mi piedra era una caliza de cuatro kilos. La llevé todo el camino y no la solté hasta llegar a mi destino. En todo momento mantuve la esperanza de que Dios se me revelaría y se dirigiría a mí. Pero Dios hablaba en voz muy baja. Y nunca llegué a oírla. Alguien gritaba más que Él y ahogaba sus palabras.
– ¿Quién?
– El diablo. Gritaba sin cesar. Y aprendí que Dios habla con voz susurrante mientras que el diablo lo hace a gritos. Y en la lucha que los dos libraban no había lugar para mí. Cuando me cerré las puertas de la Iglesia, ya no me quedaba nada. No había consuelo que disfrutar. Aunque aquel hallazgo fue en sí un consuelo, según descubrí. De modo que decidí dedicarme a aquellos cuya situación era peor que la mía. De ese modo entré en contacto con esas chicas de las que nadie, salvo yo, quiere saber nada.
Bebimos el resto del vino y empezábamos a sentirnos cada vez más ebrios. A mí me costaba concentrarme en lo que decía, puesto que lo que deseaba era tocarla, hacerle el amor. Ya hablábamos entre risitas, a causa del alcohol, y ella empezó a describirme las distintas reacciones que provocaba su muñón.
– A veces contaba que un tiburón se había tragado el brazo en las costas de Australia. O que un león me lo había devorado en la sabana, en Botswana. Solía ser muy cuidadosa con los detalles, pues entonces la gente me creía. Para aquellos que, por distintas razones, no me caían bien, componía relatos truculentos y desagradables. Así, por ejemplo, era capaz de contarles que alguien me lo había aserrado con una motosierra, o que se me había quedado atrapado en una máquina que me lo había ido cortando centímetro a centímetro. En una ocasión conseguí que un tipo fuerte y robusto se desmayase. Lo único que nunca se me ha ocurrido decir es que cayó en manos de caníbales que lo cortaron en trocitos antes de comérselo.