El texto de la pancarta hablaba de las cuevas donde el moho corrompía las antiquísimas pinturas rupestres.
Hans Lundman era un hombre muy perspicaz y la había reconocido. Tal vez incluso ella le hubiese hablado durante la fiesta de aquellas cuevas que ella pretendía proteger a cualquier precio.
Tomé un paño de cocina para secarme el sudor que me empapaba la camisa. Me temblaban las manos.
Salí y, arrostrando el viento, llamé al perro y me senté en la oscuridad, en el banco de la abuela.
Sonreí. Louise estaba ahí, en algún lugar, y me devolvía la sonrisa. En verdad que tenía una hija de la que podía estar orgulloso.
3
Un día, a mediados de noviembre, llegó por fin la carta que tanto había esperado. Todo el archipiélago sabía que había sido mi hija la protagonista de los disturbios ante la reunión de los jefes de Estado europeos. Yo me alegraba de que Hans Lundman hubiese tenido la sagacidad de reconocer a Louise, de modo que fui el primero en enterarse. Su costumbre de otear el horizonte en busca de objetos extraños lo había convertido sin duda en un buen observador también a la hora de hojear el periódico.
Pero, en fin, todos lo sabían. Seguramente, Jansson había contribuido a la difusión y magnificación del rumor. Hans Lundman me lo confirmó. Se decía que Louise había ejecutado un striptease total ante el grupo de señores boquiabiertos, se desnudó por completo y empezó a inclinarse de un lado a otro, describiendo una serie de eróticos movimientos, mientras la sacaban de allí. Entonces atacó a los guardias, mordió a uno de ellos, y unas gotas de sangre salpicaron los zapatos de Tony Blair. Podrían haberla condenado a una larga pena de cárcel.
Un día, recibí una carta de alguien que firmaba «verdadero cristiano» y que expresaba su opinión de que mi hija y yo éramos de esas personas que «no son necesarias». Por un instante, sentí un profundo malestar. Pudiera ser que, un buen día, un grupo de verdaderos cristianos se presentase en mi isla para atacarnos a Louise y a mí.
Louise estaba en Amsterdam. Me escribió que se alojaba en un pequeño hotel próximo a la estación de ferrocarril y del barrio rojo de la ciudad. Se dedicaba a descansar y visitaba a diario una comparativa de Rembrandt y Caravaggio. Tenía bastante dinero. Varias personas que no conocía en absoluto le hicieron regalos, los periodistas le pagaron sumas fabulosas por su relato. Y nunca la castigaron por lo que hizo. Terminaba su carta diciéndome que pensaba venir a primeros de diciembre.
En esta carta sí me daba una dirección. Le respondí de inmediato y le di la carta a Jansson, junto con la otra que aún no le había enviado. Vi la curiosidad en el rostro de Jansson al ver el nombre de Louise, pero no me hizo el menor comentario.
La carta de Louise me infundió valor para escribirle a Agnes. No sabía nada de ella desde que se marchó después de su visita. Me sentía avergonzado. Por primera vez en mi vida, no lograba hallar una excusa para mi comportamiento. No podía ignorar lo sucedido aquella noche.
Le escribí pidiéndole perdón. Sólo eso. Una carta de diecinueve palabras, escogidas con mucho esmero. No había una sola expresión aduladora ni intento alguno de buscar subterfugios.
Dos días después, me llamó. Me había dormido frente al televisor y creía que era Louise quien llamaba cuando eché mano del auricular.
– He recibido tu carta. Lo primero que pensé fue tirarla sin abrirla siquiera. Pero la leí. Acepto tu disculpa si es sincera.
– Cada una de las palabras que te escribí.
– Creo que no sabes a cuál me refiero. Hablaba de lo que decías de mis muchachas y tu isla…
– Por supuesto que podéis venir.
– No me atrevo a creérmelo.
– Pues es verdad.
Oía su respiración.
– Venid aquí -la animé.
– Ahora no. Todavía no. Tengo que pensar.
Y me colgó.
Volví a sentir la misma euforia que con la carta de Louise. Salí a contemplar las estrellas y pensé que pronto haría un año desde que Harriet apareció en el hielo y mi vida empezó a cambiar.
A finales de noviembre, la costa sufrió las consecuencias de una nueva y durísima tormenta. Era de componente este y culminó la noche del segundo día. Bajé al embarcadero y vi que la caravana se mecía vacilante al viento. Con ayuda de dos piedras de lastre y varios troncos arribados a la orilla la afiancé por la parte posterior. Ya había sacado del armario un viejo radiador eléctrico y un cable, con el fin de caldearla para cuando llegara Louise.
Cuando pasó la tormenta, di una vuelta por la isla. Los vendavales del este solían arrastrar muchos maderos a las playas. Pero en esa ocasión no encontré nada. Sin embargo, sí que hallé la vieja cabina de un pesquero. Al principio creí que era la parte superior de un buque que se habría dislocado durante la tormenta. Pero cuando me acerqué vi que no era más que aquella cabina que se había estrellado contra mis acantilados. Tras un instante de reflexión, entré en casa y llamé a Hans Lundman. A pesar de todo, lo que había encontrado podrían ser los restos de un buque pesquero. Una hora después, la guardia costera arribaba a mi isla. Logramos arrastrar la cabina a tierra y afianzarla con cuerdas. Hans constató que era antigua y que no tenían ningún informe de pesqueros extraviados.
– Supongo que habrá estado en tierra en algún lugar y que el viento la arrojó al mar. Se ve completamente podrida y lleva mucho tiempo sin usarse en un barco. Lo más probable es que tenga treinta o cuarenta años.
– ¿Qué debo hacer con ella? -pregunté.
– Si tuvieras niños pequeños, podrías haberla convertido en una casita de juegos. Pero en tu caso no sirve más que para hacer leña.
Le conté que Louise vendría a casa en diciembre.
– En realidad, no comprendo cómo pudiste verla en la foto del periódico. Era muy mala. Y aun así, descubriste que era ella.
– Uno nunca sabe por qué ve lo que ve. Andrea la echa de menos. No pasa un día sin que se ponga los zapatos y pregunte por ella. Así que la recordamos a menudo.
– ¿Le mostraste a Andrea la fotografía?
– Por supuesto que sí.
– Pues no creo que sea apropiada para niños. Después de todo, ¡estaba desnuda!
– ¿Y qué? No es bueno para los niños ocultarles la verdad. Los niños sufren con las mentiras, al igual que los adultos.
Hans desapareció tras la rueda del timón y metió la marcha atrás. Yo fui al cobertizo a buscar un hacha, volví y corté la cabina en pedazos. Me resultó bastante fácil, puesto que la madera estaba podrida.
Acababa de terminar y estaba estirando la espalda cuando sentí en el pecho un dolor punzante. Puesto que había diagnosticado angina de pecho muchas veces en mi vida, supe enseguida a qué se debía el dolor. Me senté sobre una piedra, respiré hondo, me desabotoné la camisa y aguardé. Después de unos diez minutos, pasó el dolor. Esperé otros diez minutos antes de volver a casa, caminando muy despacio. Eran las once de la mañana. Llamé a Jansson. Tuve suerte, era uno de los días en que no salía a repartir correo. No le dije nada de mi dolor, sólo que viniese a buscarme.
– Pues vaya una decisión más repentina -observó.
– ¿Qué quieres decir con eso?
– Por lo general, sueles preguntarme con una semana de antelación.
– ¿Puedes venir a recogerme o no?
– Estaré en el embarcadero dentro de media hora.
Cuando llegamos a tierra, le dije que lo más probable era que volviese ese mismo día, pero que no podía precisar la hora. Jansson estallaba de curiosidad, pero no le di ninguna pista.
En el centro de salud expliqué lo que me había sucedido. Tras una breve espera me sometieron a los exámenes habituales, me hicieron una ecografía y pude hablar con un médico. Pensé que sería uno de los médicos contratados que van y vienen entre los centros de salud de pueblos que no logran atraer a personal dispuesto a quedarse periodos más largos. Me dio la medicación y el tratamiento que yo esperaba. Y también un volante para el hospital, donde me examinarían más a fondo.
Llamé a Jansson y le pedí que viniese a recogerme. Luego compré dos botellas de coñac y volví al puerto.
Y fue después, ya de vuelta en la isla, cuando sentí miedo. La muerte había venido a probar mi capacidad de resistencia. Me tomé una copa de coñac. Entonces subí a la cumbre y lancé al mar un grito, con todas mis fuerzas. Grité para deshacerme del miedo, que yo disfrazaba de ira.
El perro estaba sentado a cierta distancia, observándome.
Ya no quería estar solo. No quería llegar a ser como algunas de las rocas, mudos testigos del paso inexorable de los días y del tiempo.
El 3 de diciembre me hicieron las pruebas en el hospital. Mi corazón no presentaba ningún fallo grave. Los medicamentos, algo de ejercicio y una alimentación adecuada podrían mantenerme vivo muchos años aún. El médico tenía más o menos mi edad. Y le dije la verdad, que yo también había sido médico pero que ahora me encargaba de un puerto pesquero de la costa. Mostró un amable desinterés por mi confidencia y, a modo de despedida, me dijo que padecía una angina de pecho nada grave.
Louise llegó el 7 de diciembre. La temperatura había descendido, el otoño empezaba a dejar paso al invierno. El agua de lluvia que formaba charcos en las rocas empezó a congelarse por las noches. Louise me llamó desde Copenhague y me pidió que avisase a Jansson para que la recogiera. La comunicación se interrumpió antes de que yo pudiese hacerle más preguntas. Encendí el radiador en la caravana, cepillé sus zapatos, barrí y puse sábanas limpias en la cama.