Los días de diciembre se presentaron nublados y plúmbeos. El 12, anoté en mi diario que estuvo nevando un rato por la tarde, una nevada leve y escasa que no tardó en cesar. Las nubes pendían inquietas en el cielo.
Las heridas y los moretones de la cara me dolían y sanaban muy despacio. Jansson me observó estupefacto la mañana siguiente a la pelea, cuando lo recibí en el embarcadero. Louise bajó a saludarlo. Y le sonrió. Yo intenté sonreír también, pero sin éxito. Jansson no pudo contenerse y preguntó por lo ocurrido.
– Un meteoro -le dije-. Una piedra que cayó del cielo.
Louise seguía sonriendo. Pero Jansson no volvió a preguntar.
Le escribí a Agnes una carta en la que la invitaba a venir a conocer a mi hija. Me contestó pocos días después diciéndome que todavía era demasiado pronto. Tampoco había decidido aún si aceptar o no mi oferta. Sabía que no podía dejar que pasara mucho tiempo, pero seguía sin estar segura. Comprendí que continuaba ofendida y decepcionada.
Pero creo que también sentí cierto alivio al saber que no vendría, pues seguía sin confiar en que Louise no estallase en un nuevo ataque.
Recorríamos juntos la isla todos los días en compañía del perro. Yo escuchaba mi corazón. Me había acostumbrado a tomarme la tensión a diario, un día en estado de reposo, otro no.
Pero mi corazón latía tranquilo dentro de las costillas. Como un caminante apacible, mi más fiel compañero de viaje al que no había prestado mucha atención a lo largo de mi vida. Paseaba por la isla, hacía equilibrio por las resbaladizas rocas, me detenía de vez en cuando y observaba el horizonte. Si me mudaba de aquella isla, lo que más echaría en falta serían el horizonte y las rocas. Este mar interior que, poco a poco, se transformaba en una ciénaga, no siempre despedía un olor agradable. Era un mar poco aseado que olía agrio como la resaca. En cambio el horizonte era limpio, como las rocas.
Cuando daba mis paseos diarios con las botas recortadas, era como si llevase el corazón en la mano. Aunque todas mis constantes estuviesen bien, a veces me sobrevenía el pánico. «Voy a morir ahora mismo, dentro de unos segundos se me parará el corazón. Todo habrá pasado; la muerte me asestó su golpe de gracia sin que yo estuviese preparado.»
Pensé que debería hablar con Louise de mi temor. Pero no le dije nada.
Se acercaba el solsticio de invierno. Un día, Louise se sentó en mi silla, en medio de la cocina, y me pidió que le sostuviese un espejo. Cortó su larga melena con las tijeras de la cocina, se tiñó el resto de rojo y, al cabo de unas horas, al contemplar el resultado, rió satisfecha.
Ahora se apreciaba mejor su rostro. Era como un seto que hubiesen limpiado de malas hierbas.
Al día siguiente, me tocó a mí el turno. Yo había intentado oponerme, pero su tozudez me venció. Así que me senté en la silla de la cocina mientras ella me cortaba el pelo. Notaba sus dedos ligeros en torno las gruesas tijeras. Me dijo que estaba perdiendo pelo por la coronilla y que, además, me quedaría bien el bigote.
– Me encanta tenerte aquí -le dije-. En cierto modo, todo es más evidente ahora. Antes, cuando observaba mi rostro en un espejo, nunca estaba seguro de lo que veía. Ahora sé que me veo a mí, no una cara transitoria que atisbo de pasada.
Louise no respondió. Pero noté que le caía una lágrima en la mejilla. Mi hija estaba llorando. Y yo también empecé a llorar. Ella no dejaba de cortarme el pelo. Ambos lloramos en silencio, ella detrás de la silla con las tijeras en la mano, yo con mi toalla sobre los hombros. Nunca nos dijimos nada al respecto después, tal vez porque nos sentíamos avergonzados, o porque no era necesario.
Ésa es una herencia que compartimos mi hija y yo. Ninguno de los dos hablamos sin motivo. Ambos somos bastante callados.
La gente de las islas no suele ser escandalosa ni usar muchas palabras. El horizonte siempre es demasiado grande para expresarlo en palabras.
Un día, Louise le puso a Carra un lazo rojo en el cuello. El animal no pareció apreciar el detalle, pero tampoco intentó quitárselo.
La noche víspera del solsticio de invierno, me senté un rato en la cocina a hojear mi diario. Después anoté:
«El mar está en calma, no hay viento, un grado bajo cero. Carra lleva un lazo rojo, la relación entre Louise y yo es ya íntima».
Pensé en Harriet. Sentí que la tenía justo a mi lado, a mi espalda, leyendo lo que acababa de escribir.
4
Louise y yo decidimos celebrar el hecho de que, a partir de entonces, los días empezarían a ser más largos. Louise prepararía la comida. Por la tarde, me tomé las medicinas y me tumbé a descansar en el sofá de la cocina.
Había pasado medio año desde que estuvimos sentados en el jardín, celebrando la fiesta en la penumbra de la noche estival. Esa noche del solsticio de invierno, Harriet no nos acompañaría. Tomé conciencia de repente de que la añoraba como no lo había hecho jamás. Aunque estaba muerta, la notaba más cerca que nunca. ¿Por qué iba a dejar de echarla en falta sólo porque estuviese muerta?
Me quedé tumbado en el sofá y dejé pasar un buen rato hasta que me obligué a mí mismo a levantarme para afeitarme y cambiarme de ropa. Me puse un traje que no usaba casi nunca. Con mano inexperta, me hice el nudo de la corbata. El rostro que me devolvía el espejo me llenó de temor. Me había hecho viejo. Le hice un mohín y bajé a la cocina. Ya caía el ocaso que precedería a la noche más larga del año. El termómetro indicaba dos grados bajo cero. Fui a buscar una manta y me senté en el banco, bajo el manzano. El aire era fresco, gélido, inusitadamente salado. En la distancia, los gritos de las aves, cada vez más dispersos, más escasos.
Debí de dormirme en el banco. Cuando desperté, ya había anochecido. Tenía frío. Eran las seis, es decir, que había dormido durante casi dos horas. Louise estaba ante los fogones cuando entré. Me sonrió.
– Dormías como una viejecita -me dijo-. No quise despertarte.
– Soy una viejecita -respondí-. Mi abuela solía sentarse en ese banco. Siempre tenía frío, salvo cuando soñaba con el suave rumor de los robles. Tal vez me esté convirtiendo en ella.
En la cocina hacía calor. Louise había encendido tanto los fogones como el horno, y los cristales de la ventana se habían empañado.
Una serie de extraños aromas empezaron a inundar la cocina. Louise sostenía en la mano una cuchara que había sacado de una olla humeante.
Aquello sabía, en cierto modo, como madera vieja calentada al sol. Agrio y dulce a un tiempo y, además, amargo, atractivo, exótico.
– Suelo mezclar mundos en mis guisos -explicó-. Cuando comemos, encontramos el camino al hogar de personas que viven en partes del mundo que jamás hemos visitado. Los olores son nuestros recuerdos más inveterados. La leña con la que nuestros antepasados alimentaban sus hogueras, cuando se escondían en las cavernas y grababan y pintaban en las paredes aquellos animales ensangrentados, debía de oler como lo hace hoy. No sabemos lo que pensaban, pero sí cómo olía la leña.
– En otras palabras, en todo lo cambiante existe algo permanente -observé yo-. Siempre hay alguna anciana pasando frío sentada en un banco bajo un manzano.
Louise tarareaba mientras cocinaba.
– Tú viajas sola por el mundo -le dije-. Pero allá en el norte, en el bosque, estás rodeada de hombres.
– Hay muchos hombres buenos. Pero es más difícil encontrar un hombre de verdad. -Al ver que yo quería continuar la conversación, alzó la mano en señal de protesta-. No, ahora no, después tampoco, nunca. Cuando tenga algo que contarte, te lo contaré. Claro que hay hombres en mi vida. Pero son míos, no tuyos. Soy de la opinión de que no hay que compartirlo todo. Si ahondamos demasiado en los demás, nos arriesgamos a que se malogre la amistad.
Mientras hablaba, le di unos agarradores que, según recordaba, siempre habían estado en aquella cocina, desde que yo era niño. Ella levantó una gran cazuela y retiró la tapadera. Olía intensamente a pimienta y limón.
– Tiene que quemarte la garganta -explicó-. Ningún plato está bien preparado si no te pones a sudar mientras lo comes. Los platos que no contienen ningún secreto llenan el estómago de decepción.
Yo la observaba mientras removía el contenido de la cazuela para mezclarlo bien.
– Las mujeres remueven -dijo-. Los hombres golpean y cortan y destruyen y talan. Las mujeres remueven, remueven y remueven.
Salí a dar un paseo antes de comer. Cuando llegué al embarcadero, volví a sentir de pronto ese dolor ardiente en el pecho. Me dolía tanto, que estuve a punto de caer desmayado.
Llamé a Louise a gritos y, cuando llegó, creí que iba a perder el conocimiento. Ella se sentó enseguida acuclillada a mi lado.
– ¿Qué te pasa?
– El corazón. Angina de pecho.
– ¿Te estás muriendo?
Lancé un rugido que se abrió paso a través del dolor.
– ¡No pienso morirme! Hay un bote con unas pastillas azules junto a mi cama.
Ella echó a correr y regresó con una pastilla y un vaso de agua. Yo sostuve su mano y, al cabo de un rato, se me pasó el dolor. Estaba sudoroso y me temblaba todo el cuerpo.
– ¿Se te ha pasado?
– Sí, ya pasó. No es peligroso, pero duele mucho.
– Tal vez sea mejor que te tumbes a descansar un rato.
– De eso nada.
Caminamos despacio hacia la casa.
– Ve a buscar unos cojines del sofá de la cocina -le dije-. Nos sentaremos un rato aquí fuera en la escalera.
Louise volvió con los cojines y nos sentamos muy juntos, ella con su cabeza sobre mi hombro.
– Me mantendré con vida.
– Piensa en Agnes y en sus muchachas.
– No sé si al final saldrá.