Me puse el chaquetón y salí a la calle.
Hacía un día despejado. El viento soplaba cada vez menos racheado. Presté atención por si oía el hidrocóptero de Jansson. ¿Sería el sonido de una motosierra en la distancia lo que oía? Podría tratarse de alguno de los propietarios que sólo venían en verano y que había decidido aprovechar los días anteriores a la festividad de Reyes para hacer limpieza en el jardín.
Bajé al muelle y entré en el cobertizo. Allí tenía un bote de remos colgado de unas cuerdas con poleas. Hace ya mucho tiempo que en las islas dejó de usarse la brea para los barcos y las artes de pesca. Aunque yo tengo algunas latas que abro de vez en cuando, sólo por el olor. No hay nada que me proporcione un sosiego tan intenso.
Intenté rememorar cómo fue nuestra despedida, que en realidad no fue tal, aquella noche de primavera de hacía treinta y siete años. Habíamos cruzado el puente de Strömbron, seguimos por el de Skeppsbrokajen y continuamos hasta Slussen. ¿De qué íbamos hablando? Harriet me contó cómo había pasado el día en la zapatería. Le encantaba hablar de sus clientes. Hasta de un par de botas y un tarro de betún negro podía hacer toda una aventura. Volvía a recordar sucesos y conversaciones. Fue como si en mi interior se hubiese abierto un archivo que llevaba cerrado mucho tiempo.
Me quedé un rato sentado en el banco antes de regresar a la casa. Me puse de puntillas ante la sala de estar para poder mirar por la rendija de la puerta entreabierta. Harriet dormía acurrucada como una niña. Se me hizo un nudo en la garganta. Siempre había dormido así. Subí a la cima de la montaña, por detrás de la casa, para contemplar la blanca bahía. Era como si no hubiese comprendido hasta ahora lo que hice en aquella ocasión, hacía muchos años. Jamás me atreví a preguntarme a mí mismo cómo habría vivido Harriet lo sucedido. ¿Cuándo comprendió que yo no volvería? Sólo con un gran esfuerzo podía imaginar el dolor que debió de sentir cuando supo que la había abandonado.
Cuando llegué a la casa, Harriet ya se había despertado y me esperaba sentada en el sofá de la cocina. Tenía a mi viejo gato en su regazo.
– ¿Has podido dormir? -le pregunté-. ¿Te han dejado las hormigas?
– El hormiguero huele bien.
– Si te molesta el gato, podemos echarlo.
– ¿Te parece que estoy molesta?
Le pregunté si tenía hambre y empecé a preparar la comida. Guardaba en el congelador una liebre que había cazado Jansson. Pero tardaría en descongelarse y llevaría mucho tiempo prepararla. Desde el sofá, Harriet seguía mis movimientos con la mirada. Freí unas chuletas y puse a cocer unas patatas. Apenas nos dirigimos la palabra y me puse tan nervioso que me quemé la mano con la sartén. ¿Por qué no hablaba? ¿Para qué había venido?
Comimos en silencio. Quité la mesa y puse café a calentar. Mis abuelos maternos siempre hacían café de marmita. En aquellos tiempos no había cafeteras. Yo también hago café de marmita y cuento hasta diecisiete desde que empieza a hervir. Entonces lo retiro, pues así es exactamente como me gusta. Saqué las tazas, le puse comida al gato en su cuenco y me senté en mi silla. Ya había oscurecido. Yo seguía a la espera, todo el tiempo a la espera, de que Harriet me explicase el motivo de su visita. Le pregunté si quería más café. Pero ella apartó la taza. El perro empezó a arañar la puerta. Lo dejé entrar, le di de comer y lo encerré en el vestíbulo, donde había dejado el andador.
– ¿Se te había ocurrido que volveríamos a vernos?
– No lo sé.
– Te pregunto qué creías que pasaría.
– No sé qué creía.
– Eres tan esquivo como aquel día.
Harriet adoptó una actitud retraída. Recordé que siempre lo hacía, cuando se sentía herida. Sentí deseos de extender el brazo y tocarla. ¿Tendría ella ganas de tocarme a mí? Era como si un silencio de cerca de cuarenta años deambulase entre los dos. Una hormiga avanzaba despacio sobre el hule. ¿Vendría del hormiguero de la sala de estar o se habría perdido de camino al hormiguero que yo sospechaba que había en las vigas de la fachada sur?
Me levanté y le dije que iba a soltar al perro. Su rostro quedaba en la sombra. Había un cielo estrellado, todo estaba en calma. A veces, cuando veo un cielo así, me gustaría saber componer música. Bajé al muelle, no sabía cuántas veces había bajado ya aquel día. El perro echó a correr por el hielo a la luz de la lámpara del cobertizo y se detuvo en el lugar en que se había desmayado Harriet. La situación era irreal. En una vida que yo empezaba a contemplar como acabada se había abierto, súbitamente, una puerta; y la hermosa mujer a la que un día amé y traicioné había regresado. Entonces, cuando éramos jóvenes, ella solía llevar a un lado la bicicleta cuando iba a buscarla a la salida del trabajo en la zapatería de la calle de Hamngatan. Ahora lo que llevaba era un andador. Me sentí desorientado. El perro volvió y ambos nos encaminamos a la casa.
Me dirigí a la parte posterior y miré por la ventana de la cocina.
Harriet se hallaba sentada a la mesa. Me llevó unos minutos comprender que estaba llorando. Esperé hasta que hubo terminado y, cuando la vi enjugarse las lágrimas, entré. Al perro lo dejé en el vestíbulo.
– Necesito dormir -aseguró Harriet-. Estoy cansada. Mañana te contaré por qué he venido.
No esperó mi respuesta, sino que se puso de pie, me dio las buenas noches y me miró un instante, escrutándome. Después cerró la puerta. Yo fui a la habitación donde tengo el televisor, pero no lo encendí. El encuentro con Harriet me había dejado exhausto. Ni que decir tiene que temía las acusaciones que sabía me esperaban. Y ¿qué podía decirle, en realidad? Nada.
Me quedé dormido en la silla.
Ya era medianoche cuando desperté con un tirón en el cuello. Fui a la cocina y apliqué el oído a la puerta de la habitación donde dormía Harriet. Silencio. No se veía luz por la rendija de la puerta. Limpié la cocina, saqué del congelador una barra de pan y un bizcocho, dejé entrar al gato y al perro y fui a acostarme. Pero no podía conciliar el sueño. Me lo impedían los golpes de la puerta de acceso a todo cuanto yo creía ya pasado para siempre. Era como si Harriet y el tiempo que viví con ella me hubiesen alcanzado como un potente vendaval.
Me puse el albornoz y bajé de nuevo a la cocina. Los animales dormían. Fuera estábamos a siete grados bajo cero. En el sofá de la cocina estaba el bolso de Harriet. Lo puse en la mesa y lo abrí. Tenía un peine y un cepillo, el monedero, unos guantes, un llavero, un móvil y dos frascos de medicinas. No conocía el nombre de los preparados. Así que intenté leer los componentes con el fin de comprender para qué las usaba. Eran analgésicos y antidepresivos. Recetados por un tal doctor Arvidsson de Estocolmo. Empecé a sentir cierto desasosiego. Seguí registrando su bolso. En el fondo había una agenda desgastada, muy usada y llena de números de teléfono. Al abrirla por la letra uve doble, vi con asombro que el número de teléfono que tuve en Estocolmo a mediados de los sesenta seguía allí.
Ni siquiera estaba tachado.
¿Había tenido la misma agenda durante tantos años? Estaba a punto de volver a guardarla en el bolso, cuando vi que había un papel entre las páginas. Lo abrí y leí lo que ponía.
Después, me fui al vestíbulo. El perro estaba sentado a mi lado.
Seguía sin saber por qué había venido Harriet a mi isla.
Pero lo que había encontrado en el bolso era un documento en el que se le comunicaba que estaba gravemente enferma y que le quedaba poco tiempo de vida.
5
El viento soplaba, luego cesaba, y así durante toda la noche.
Dormí mal y me quedé tumbado escuchando los silbidos. Puesto que azotaba más la ventana de la fachada norte que la de aquella que da al este, pude determinar la dirección. Viento racheado del noroeste. Lo anotaría en mi diario al día siguiente. Pero me preguntaba si sería capaz de escribir que Harriet había venido a visitarme.
Ella dormía en la cama plegable, bajo el suelo de mi habitación. Repasé mentalmente, una y otra vez, el documento que había encontrado en su bolso. Tenía cáncer de estómago, que se había extendido a otras partes del cuerpo mediante metástasis. Las sesiones de quimioterapia no habían surtido más que un efecto transitorio y se excluía la posibilidad de intervenir. El 12 de febrero debía presentarse en el hospital para hablar con su médico.
Yo aún era médico, lo suficiente como para poder interpretar el documento. Harriet iba a morir. Los remedios que se habían adoptado no la sanarían, apenas si prolongarían su vida. El dolor, en cambio, podía mitigarse. Estaba a punto de entrar en la fase terminal y paliativa, en términos médicos.
Ningún remedio, pero sufrimiento innecesario, tampoco.
Mientras pensaba tumbado en la oscuridad, una idea me daba vueltas en la cabeza: era Harriet quien iba a morir, no yo. Pese a que fui yo quien cometió el gran pecado al abandonarla, era ella la que resultaba castigada. Yo no creo en Dios. Salvo por un periodo muy breve durante mis primeros años de estudios de medicina, jamás me he visto afectado por remordimientos religiosos. Nunca he mantenido conversación alguna con los representantes de lo extraterrenal. Ninguna voz interior me ha exhortado a arrodillarme. En ese momento, ahí tumbado, me sentía aliviado de no ser yo el enfermo. No dormí mucho esa noche. Me levanté a orinar dos veces y ambas fui a escuchar junto a la puerta de Harriet. Tanto ella como el hormiguero parecían dormir.
A las seis de la mañana me levanté por fin.
Fui a la cocina y vi con asombro que ella ya había desayunado. Al menos había tomado café. Se había calentado los restos de la tarde anterior. El perro y el gato estaban fuera. Harriet debía de haberlos dejado salir. Abrí la puerta. Una fina capa de nieve recién caída se había extendido sobre la antigua capa durante la noche. Había huellas de las patas del perro y del gato. Pero también las de una persona.