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Harriet había salido.

Intenté ver algo en la oscuridad. El alba tardaría aún en llegar. ¿Se oía algo? El viento seguía soplando de forma intermitente. Las tres huellas conducían en la misma dirección, hacia la parte posterior de la casa. No tuve que caminar mucho. Entre los manzanos hay un viejo banco de madera en el que solía sentarse mi abuela. Allí tejía con sus ojos miopes, o descansaba con las manos en el regazo escuchando el continuo murmullo del mar. Pero no era la fantasmal figura de la abuela la que ahora ocupaba el banco, sino la de Harriet. Había encendido una vela que tenía en el suelo y se había sentado de modo que la roca contigua la resguardase del viento. El perro estaba tumbado a sus pies. Tenía el mismo aspecto que el día anterior, cuando la descubrí en medio del hielo. El gorro hasta las orejas y la bufanda alrededor. Fui a sentarme a su lado. Nos encontrábamos a varios grados bajo cero pero, como el viento nocturno había remitido, el frío no resultaba tan insoportable.

– Esto es muy hermoso -afirmó ella.

– Está oscuro. No creo que veas nada. Ni siquiera se oye el mar, puesto que está congelado.

– He soñado que el hormiguero crecía alrededor de la cama.

– Si quieres, puedo poner la cama en la cocina.

El perro se levantó y se marchó. Avanzaba con movimientos cautos, pues un perro que carece del sentido del oído debe de sentirse angustiado. Le pregunté a Harriet si había notado que el perro estaba sordo. Pero me dijo que no. El gato se acercó lentamente. Nos observó y volvió a desaparecer en la oscuridad. Tuve el mismo pensamiento de siempre, que nadie conoce los caminos de un gato. Y yo, ¿conocía yo los míos? Y Harriet, ¿conocía ella los suyos?

– Como es natural, te preguntarás por qué he venido hasta aquí -dijo Harriet.

La llama de la vela danzaba en la noche, sin llegar a apagarse.

– No esperaba que vinieras.

– ¿Te habías imaginado alguna vez que volverías a verme? ¿Lo has deseado alguna vez?

No contesté. Una persona que ha abandonado a otra sin explicarle la razón no tiene, en el fondo, nada que decir. Hay desengaños que no pueden ni perdonarse ni apenas explicarse. Y lo que yo le había hecho a Harriet era precisamente eso. De modo que no contesté. Me quedé sentado mirando la llama de la vela y esperando.

– No he venido para acusarte, sino para pedirte que cumplas tu promesa.

Enseguida supe a qué se refería.

La laguna del bosque.

Donde fui a nadar de niño; el verano en que cumplí los diez años y mi padre y yo hicimos aquel viaje al corazón de Norrland, donde él había nacido. Le prometí aquella laguna cuando regresara de América. Entonces emprenderíamos un viaje hasta allí y nadaríamos juntos en las oscuras aguas bajo el claro cielo nocturno. Yo me lo imaginaba como una hermosa ceremonia. Las negras aguas, el remoto lamento del colimbo, la laguna que, según decían, no tenía fondo. Iríamos allí a nadar y, después, nada podría separarnos.

– ¿O acaso has olvidado tu promesa?

– Recuerdo perfectamente lo que dije.

– Pues quiero que me lleves allí.

– Es invierno. La laguna está helada.

Pensé en el agujero que yo cavaba cada mañana. ¿Sería capaz de cavar toda una laguna de Norrland, donde el hielo era como el granito?

– Quiero ver la laguna. Aunque esté cubierta de nieve y hielo. Para saber que es verdad.

– Pero lo es. La laguna existe.

– Nunca me dijiste cómo se llama.

– Es demasiado pequeña para tener nombre. Este país está lleno de pequeños lagos sin nombre. Apenas si hay una calleja o carretera comarcal que no tenga nombre, pero en el corazón de los bosques proliferan los lagos y las lagunas innominadas por todas partes.

– Quiero que cumplas tu promesa.

Harriet se levantó del banco con esfuerzo. La vela se volcó y se apagó crepitando. Todo quedó a oscuras a nuestro alrededor. La luz de la ventana de la cocina no llegaba hasta allí. Pese a todo, pude ver que se había llevado el andador. Cuando le tendí la mano para ayudarle, desechó mi ofrecimiento con un gesto.

– No quiero que me ayudes. Quiero que cumplas tu promesa.

Cuando Harriet, con su andador verde, entró en el haz de luz que esclarecía la nieve, fue como si la viese en una calle lunar. Cuando nos conocimos, hacía ya casi cuarenta años, decidimos considerarnos, en un juego bastante infantil, como adoradores de la luna. ¿Se acordaría Harriet de ello? La miré de perfil mientras avanzaba a duras penas con el andador sobre las piedras que se ocultaban bajo la nieve. Me costaba imaginarme que estuviese moribunda. Un ser humano que se aproximaba al límite donde tomaría el relevo otro mundo, otra oscuridad. Dejó el andador junto a la escalera y se agarró bien de la barandilla para subir los tres peldaños. Justo cuando abrió la puerta, el gato se escurrió hacia dentro por entre sus piernas. Harriet entró en su habitación. Y yo me quedé escuchando desde el otro lado, con el oído pegado a la puerta cerrada. Se oyó el leve tintineo de una botella. Supuse que tomaba muchos medicamentos contra el dolor que suelen llevar aparejados los tumores incurables. El gato maulló y se frotó contra mis piernas. Le di de comer y me senté a la mesa de la cocina.

Fuera seguía oscuro.

Intenté ver la temperatura que indicaba el termómetro, pero el cristal que cubría la banda de mercurio se había empañado. Se abrió la puerta, y apareció Harriet. Se había cepillado el cabello y se había cambiado el jersey. El que ahora llevaba era de color azul lavanda. Enseguida me hizo pensar en mi madre y en sus lágrimas mezcladas con el aroma de esa flor. Pero Harriet no lloraba. De hecho, sonreía mientras se sentaba en el sofá de la cocina.

– Jamás habría podido imaginarme que te convertirías en alguien capaz de vivir con un perro, un gato y un hormiguero.

– La vida rara vez resulta como uno se la figura.

– No he venido para que me cuentes cómo te ha ido en la vida. Lo que sí quiero es que cumplas tu promesa.

– Ni siquiera creo que pueda encontrar el camino hasta la laguna.

– Estoy segura de que sí. Nadie tenía tu sentido de la orientación.

No pude contradecirla, tenía razón. Siempre encuentro el camino en los más caóticos entramados urbanos. Y tampoco me pierdo en el bosque o en el campo.

– Bueno, quizá lo encuentre, si me esfuerzo un poco por recordar. Es sólo que no comprendo por qué.

– ¿Quieres saber por qué deseo ver esa laguna?

De repente, su voz adoptó otro timbre.

– Sí -confesé-. Quisiera saberlo.

– Porque es la promesa más hermosa que me han hecho en la vida.

– ¿La más hermosa?

– La única verdaderamente hermosa.

Ésas fueron sus palabras textuales. La única promesa verdaderamente hermosa. Fueron palabras importantes. Y yo sentí como si, con ellas, una gran orquesta hubiese empezado a tocar en mi cabeza. Allí estaba yo, en medio de todos los instrumentos, los arcos a mi lado y los de viento detrás de mí.

– A uno le hacen promesas sin cesar -prosiguió ella-. Nos hacemos promesas a nosotros mismos. Escuchamos las promesas de los demás. Los políticos nos hablan de una vida mejor para los que envejecen, de una sanidad donde nadie sufra en la espera. Los bancos nos prometen mejores intereses, los alimentos nos prometen mejor línea y las cremas nos garantizan una vejez con menos arrugas. La vida no consiste más que en navegar en nuestra pequeña embarcación cruzando un mar de promesas siempre cambiantes pero inagotables. ¿Cuántas de esas promesas recordamos? Olvidamos lo que queremos recordar y solemos recordar aquello de lo que más deseamos librarnos. Las promesas no cumplidas son como sombras que danzan a nuestro alrededor en el ocaso. Cuanto más me acerco a la vejez, más claras las veo. La promesa más hermosa de toda mi vida fue la que me hiciste al prometerme esa laguna. Quiero verla y soñar que nado en sus aguas antes de que sea demasiado tarde.

Comprendí que no me quedaría más remedio que llevarla a la laguna. Lo único que podría evitar, quizás, era que partiésemos en medio del invierno. Pero tal vez ella no se atreviese a esperar hasta la primavera, por su enfermedad.

Pensé que debía decirle la verdad, que sabía que estaba enferma. Pero no lo hice.

– ¿Comprendes lo que quiero decir, lo de todas esas promesas que nos rodean a lo largo de nuestra vida?

– He intentado evitar dejarme engatusar por las promesas. Si lo haces, es fácil que te engañen.

Harriet puso su mano sobre la mía.

– Hubo un tiempo en que sabía quién eras. Paseábamos por las calles de Estocolmo. Cuando, en mis recuerdos, caminamos por allí, siempre es primavera. Apenas si puedo evocar un día de oscuridad o de lluvia. El hombre que iba entonces a mi lado no es la misma persona que ahora tengo ante mí. Aquel hombre podía convertirse en cualquier cosa, salvo en un viejo solitario que vive en una isla remota.

Su mano seguía posada sobre la mía. Yo intenté no tocarla.

– Y tú, ¿recuerdas algún tipo de oscuridad? -quiso saber Harriet.

– No. Siempre había claridad.

– No sé lo que pasó.

– Yo tampoco.

Harriet me apretó la mano.

– No tienes por qué mentirme. Por supuesto que lo sabes. Me causaste una pena infinita. Creo que aún no lo he superado. ¿Quieres saber cómo me sentí?

No le contesté. Ella retiró la mano y echó la cabeza hacia atrás en el sofá.

– Lo único que quiero es que cumplas tu promesa. Tendrás que dejar la isla por unos días. Después, podrás volver y no te molestaré más.