– No puede ser -me opuse yo-. Es un viaje demasiado largo. Y mi coche, demasiado viejo.
– Entonces, sólo te pido que me indiques el camino.
Comprendí que no pensaba rendirse. La promesa de la laguna me había dado alcance después de tantos años.
Al otro lado de la ventana había empezado a clarear. Terminaba la noche.
– Me casé, ¿sabes? -reveló Harriet de improviso-. Y tú, ¿qué hiciste?
– Yo estoy separado.
– Así que también te casaste. ¿Con quién?
– No conoces a ninguna.
– ¿A ninguna?
– Me casé dos veces. La primera se llamaba Birgit y era enfermera. Dos años después de casarnos no teníamos nada más que decirnos. Además, quería estudiar para ingeniero de montes. ¿Qué sabía yo de rocas, grava y minas? La segunda se llamaba Rose-Marie y era tratante de antigüedades. No te imaginas cuántas veces salí del hospital, tras una larga operación, para acompañarla a alguna subasta y luego arrastrar a casa un armario de segunda mano. Ni sé cuántas sillas y mesas decapé en bañeras desechadas. Después de cuatro años se acabó.
– ¿Tienes hijos?
Negué con un gesto. Hubo un tiempo, ya muy lejano, en que me veía a mí mismo rodeado de niños que me alegrasen la vejez. Ahora ya era demasiado tarde.
Soy como mi barco, el que está en tierra, boca abajo, protegido por una lona.
Miré a Harriet.
– Y tú, ¿tienes hijos?
Ella me miró largo rato, antes de contestar.
– Tengo una hija.
Pensé que podía haber sido mía. Si no hubiese huido de Harriet para no volver a llamarla nunca más.
– Se llama Louise -explicó.
– Un nombre muy bonito -contesté.
Me levanté y comencé a preparar café. Ya había amanecido por completo. Esperé a que hirviese el café y lo dejé reposar. Saqué las tazas y corté unos trozos del bizcocho, que ya se había descongelado. Éramos dos ancianos que, en una mañana de enero, se disponían a compartir un café con dulces. Entre los miles de cafés que se toman al día en este país, uno era el nuestro. Me preguntaba si las circunstancias de los demás eran tan extrañas como las que concurrían en mi cocina.
Después del café, Harriet se encerró en la habitación del hormiguero.
Por primera vez en muchos años suspendí mi baño invernal. Estuve dudando un buen rato cuando, ya a punto de quitarme la ropa e ir a buscar el hacha, cambié de idea. No volvería a darme ningún baño en las heladas aguas hasta que hubiese llevado a Harriet a la laguna.
En lugar del albornoz me puse el chaquetón y bajé al muelle. Inesperadamente, el tiempo había cambiado y parecía época de deshielo. La nieve se quedaba adherida a la suela de las botas.
En el muelle disfruté de unas horas de soledad. El sol se abrió paso por entre las nubes y la nieve del techo del cobertizo empezó a derretirse y a gotear. Entré, tomé uno de los tarros de brea y lo abrí. El olor me infundió un gran sosiego y estuve a punto de dejarme vencer por el sueño a la pálida luz del sol.
Evoqué el tiempo en que Harriet y yo estábamos juntos. Me sentí como si ahora yo, en realidad, perteneciese a una época pretérita. Vivía en un espacio extrañamente desierto destinado a los que sobraban, a los que habían perdido pie en su propia época y no eran capaces de incorporarse a la vida de los nuevos tiempos. Cuando Harriet y yo estábamos enamorados, todo el mundo fumaba. A todas horas y en todas partes. Mi juventud entera transcurrió entre montones de ceniceros. Aún recuerdo a los muchos médicos y profesores fumadores que me educaron para convertirme en alguien con derecho a llevar una bata blanca. Entonces el cartero de las islas se llamaba Hjalmar Hedelius. En invierno se colocaba un par de esquís para llevar el correo de isla en isla. La saca debía de pesar muchísimo, pese a que el despropósito de la avalancha de publicidad de los últimos tiempos no existía aún.
El ruido del hidrocóptero al acercarse interrumpió el hilo de mis pensamientos.
Jansson había ido a casa de la viuda Åkerblom y se apresuraba ahora a visitarme a mí para hablar de sus achaques. Ya se le había pasado el dolor de muelas que venía sufriendo desde Navidad. La última vez que se detuvo junto a mi muelle fue para que examinase unas manchas de color marrón que le habían aparecido en el dorso de la mano izquierda. Lo tranquilicé diciéndole que se debían a las modificaciones propias del envejecimiento. Que él nos sobreviviría a todos los habitantes del archipiélago. Cuando todos los viejos hayamos desaparecido, Jansson seguirá navegando en su viejo barco de pesca y surcando los aires con el hidrocóptero. Si no lo han despedido antes, lo cual es más que probable.
Jansson giró y se detuvo junto al muelle, paró el motor y empezó a deshacerse de todas las prendas de abrigo y los gorros que llevaba. Tenía el rostro encendido y el cabello alborotado.
– He venido para desearte feliz año -dijo una vez en el muelle.
– Gracias.
– El invierno se mantiene.
– Sí, así es.
– He tenido molestias de estómago desde Año Nuevo. Me cuesta hacer de vientre. Estreñimiento, en otras palabras.
– Come ciruelas.
– ¿Puede ser síntoma de algo?
– No.
A Jansson le costaba ocultar la curiosidad. De vez en cuando miraba hacia mi casa.
– ¿Cómo celebraste el Año Nuevo? -me preguntó.
– Yo no celebro el Año Nuevo.
– Pues yo, este año, hasta compré unos cohetes. Hacía ya mucho tiempo desde la última vez. Por desgracia, uno fue a dar directamente en la leñera.
– Para la medianoche, yo ya estoy dormido. No veo razón para cambiar esa costumbre sólo porque es el último día del año.
Sabía que Jansson tenía unas ganas irrefrenables de hablar de la presencia de Harriet. Seguro que ella no le había contado quién era, tan sólo que venía a visitarme a mí.
– ¿Tengo algo de correo?
Jansson me observó perplejo. Era la primera vez que le hacía tal pregunta.
– Nada -respondió-. Así suele ser siempre a principios de año.
Tanto la conversación como la visita médica se habían acabado. Jansson lanzó una última ojeada a mi casa y volvió a su nave. Me di la vuelta y me marché de allí. Cuando puso en marcha el motor del hidrocóptero, me tapé los oídos. Me volví para verlo desaparecer en una nube de polvo de nieve al bordear el cabo que la gente llama cabo de Antonsson, en recuerdo de un marinero que, en un día de borrachera, se perdió por el monte cuando iba a dejar en tierra su embarcación para el invierno.
Harriet estaba sentada en la cocina cuando entré.
Vi que se había maquillado un poco. Al menos, no estaba tan pálida. Pensé una vez más que aún conservaba su hermosura y también que fui un imbécil al dejarla.
Me senté a la mesa.
– Te mostraré la laguna -confirmé-. Cumpliré mi promesa. Nos llevará dos días llegar allí en mi viejo coche. Tendremos que pasar una noche en un hotel. Y no estoy seguro de poder encontrarla sin problemas. En estas tierras, los senderos para el transporte maderero cambian de trazado según el lugar de las explotaciones. Además, no es seguro que el camino correcto esté transitable. Tal vez tenga que contratar a alguien que lo despeje. En total necesitaremos cuatro días. ¿Adónde quieres que te lleve después?
– Puedes dejarme por el camino.
– ¿En el camino, con el andador?
– Conseguí llegar hasta aquí, ¿no?
Percibí la dureza del tono de su voz y no quise insistir. Si prefería que la dejase por el camino, no sería yo quien se opusiera.
– Podemos partir mañana mismo -le dije-. Jansson puede llevarte a tierra con el andador.
– Y tú, ¿qué vas a hacer?
– Yo cruzaré el mar helado.
Me levanté de la mesa, pues de repente comprendí que tenía un montón de cosas que hacer. Ante todo, debía abrir una gatera en la puerta para que el gato entrara y saliera y procurar que el perro pudiese utilizar la caseta que tantos años llevaba sin usar. Les pondría comida para una semana. Los animales se lo comerían todo sin prevenir. El ahorro para el futuro era un concepto que ellos no tenían. Pero se arreglarían sin alimento un par de días.
Dediqué el día a aserrar el ventanuco de salida para el gato y le puse unas bisagras a la portezuela antes de intentar que aprendiese a usarlo. Lo consiguió con una rapidez sorprendente. La caseta del perro estaba en peor estado de lo que yo creía. Clavé en el techo un trozo de cartón embreado para impermeabilizarla y puse dentro unas mantas viejas sobre las que el perro pudiese tumbarse. En cuanto terminé, el perro entró y se echó sobre ellas.
Aquella noche llamé a Jansson. Algo que nunca había hecho con anterioridad.
– Empleado de Correos Ture Jansson, dígame.
Sonó como si de un título nobiliario se tratase.
– Soy Fredrik. ¿Llamo en mal momento?
– En absoluto. Tú no sueles llamar.
– No, nunca te había llamado hasta ahora. Me pregunto si puedes hacer un viaje mañana.
– ¿Una señora con un andador?
– Puesto que le cobraste una suma tan desorbitada cuando la trajiste aquí, doy por supuesto que el viaje de mañana es gratis. De lo contrario te denunciaré por desarrollar una actividad de transporte ilegal en el archipiélago.
Oía la respiración de Jansson en el auricular.
– ¿A qué hora? -preguntó al fin.
– Mañana no tienes que llevar correo. ¿Podrías estar aquí a las diez?
Harriet se pasó el día descansando mientras yo me encargaba de los preparativos para el viaje. Me preguntaba si aguantaría tanto esfuerzo. Pero, en realidad, ése no era mi problema. Lo único que yo tenía que hacer era cumplir mi promesa. Sólo eso. Descongelé la liebre y la puse en el horno para la cena. Mi abuela tenía una receta copiada a mano en uno de sus libros de cocina. Yo había seguido sus consejos culinarios con éxito en otras ocasiones, como también sucedió en ésta. Cuando nos sentamos a la mesa, Harriet tenía nuevamente los ojos llorosos. Comprendí que el tintineo que de vez en cuando se oía desde su habitación no era de los frascos de medicinas, sino de una botella de alcohol o de vino. Harriet se encerraba a beber a escondidas en su habitación. Hinqué el diente en el asado y pensé que el viaje hasta la laguna helada podía resultar más complicado aún de lo que yo me había imaginado.