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La liebre estaba riquísima. Pero Harriet apenas la probó. Yo sabía que los enfermos de cáncer solían sufrir una pérdida crónica de apetito.

Después tomamos café. Les eché los restos del asado al perro y al gato. Suelen ser capaces de compartir la comida sin pelearse y sin arañarse. A veces los veo como una pareja de ancianos, igual que mi abuelo y mi abuela.

Le dije que Jansson vendría al día siguiente, le di las llaves de mi coche y le expliqué cómo era y dónde estaba aparcado. Podía esperarme allí mientras yo llegaba a tierra a través del mar helado.

Harriet tomó la llave y se la guardó en el bolso. De repente me preguntó si nunca la había echado de menos en todos aquellos años.

– Sí -respondí-. Te eché de menos. Pero la añoranza sólo consigue abatirme. Me infunde temor.

Harriet no me hizo más preguntas, sino que se marchó a su habitación y, cuando volvió, sus ojos estaban aún más vidriosos. Aquella noche no hablamos mucho. Creo que los dos teníamos miedo de estropear el viaje. Además, siempre nos resultó fácil estar juntos en silencio.

Nos sentamos a ver una película cuyos protagonistas se devoraban unos a otros. Cuando terminó, no lo comentamos en absoluto. Pero estoy seguro de que los dos pensábamos lo mismo.

Era una película muy mala.

Aquella noche tuve un sueño inquieto.

Intentaba imaginarme todo lo que podía salir mal durante el viaje que nos aguardaba. Al mismo tiempo, me preguntaba si Harriet me habría dicho toda la verdad. Albergaba la creciente sensación de que lo que ella quería, en realidad, era otra cosa, que la razón por la que había venido a buscarme después de tantos años era otra.

Antes de que, por fin, lograse conciliar el sueño, decidí que me conduciría con cautela. Naturalmente, yo no podía predecir lo que sucedería.

Deseaba, ante todo, estar preparado.

El desasosiego persistía con su muda voz de alarma.

6

Hacía una mañana clara y sin viento cuando partimos.

Jansson llegó puntual con su hidrocóptero. Subió a bordo el andador y después echó una mano a Harriet para que se acomodase en el asiento que quedaba detrás de su ancha espalda. No le dije nada de que yo también partiría. La próxima vez que viniese y no me encontrase en el muelle, subiría hasta la casa. Tal vez pensaría que me había muerto allí dentro. Así que le escribí una nota y se la puse en la puerta: «No estoy muerto».

El hidrocóptero desapareció tras el golfo. Le había puesto a mis botas un par de viejos crampones para no resbalar por el hielo.

Mi mochila pesaba nueve kilos. Había comprobado el peso en la báscula de baño de mi abuela. Caminaba deprisa, pero procurando no transpirar. Andar sobre mares helados me inspira siempre una sensación de temor. Justo en las proximidades de la parte este del golfo del archipiélago hay una fosa llamada Lersänkan. Su punto más profundo está a cincuenta y seis metros. Es como hallarse encima de un frágil tejado sobre un abismo.

Entrecerré los ojos. El sol, que se reflejaba en el hielo, brillaba intensamente. Vi a lo lejos a varias personas que hacían esquí de fondo. Iban camino de las islas más alejadas. Por lo demás, el hielo estaba vacío. En invierno, el archipiélago era como un desierto. Un mundo abandonado con alguna que otra caravana de gente que hacía esquí de fondo. Y algún que otro nómada como yo. Por lo demás, nada.

Cuando llegué a tierra, al viejo puerto pesquero que casi nadie utilizaba ya, Harriet me aguardaba sentada en el coche. Guardé el andador en el maletero y me senté al volante.

– Gracias -dijo Harriet-. Gracias por cumplir tu promesa.

Y me acarició fugazmente el brazo. Puse el motor en marcha y comenzamos nuestra larga andadura hacia el norte.

El viaje no empezó bien.

Apenas dos kilómetros después de la partida se nos cruzó un alce en el camino. Fue como si el animal hubiese estado esperando entre bambalinas e hiciese su repentina entrada en escena cuando pasábamos. Di un frenazo y, con gran dificultad, logré evitar la colisión con el pesado cuerpo del rumiante. El coche se deslizó por la resbaladiza carretera, no pude controlarlo y nos atascamos en un montículo de nieve que había en el arcén. Todo sucedió muy rápido. Yo solté un grito, pero Harriet no abrió la boca. Nos quedamos sentados y en silencio. El alce desapareció a grandes zancadas hacia el corazón del espeso bosque.

– No iba a mucha velocidad -expliqué en un patético e innecesario intento por excusarme. Como si hubiese sido culpa mía que el alce hubiese aguardado en el soto para plantarse de pronto en mitad de la carretera.

– Bueno, no ha pasado nada -contestó Harriet.

Me quedé mirándola. Tal vez uno no se inquiete por la aparición de un alce cuando sabe que va a morir pronto.

El coche estaba atrapado. Tomé la pala y me puse a quitar la nieve que había alrededor de las ruedas y después corté unas ramas de abeto y las coloqué sobre la calzada. El coche salió de un empellón y pudimos continuar. Noté que tenía el pulso acelerado. La gente que no padece una enfermedad mortal reacciona con miedo a la aparición de un alce en su camino.

Después de recorridos unos diez kilómetros, noté que el coche empezaba a desviarse hacia la izquierda. Me detuve en el arcén y salí. Se me había pinchado una de las ruedas delanteras. Pensé que el viaje no habría podido empezar peor. El tener que arrodillarse, atornillar tuercas y manejar los sucios neumáticos se me antoja una experiencia desagradable. La exigencia de esterilidad del cirujano aún pervive en mí.

Cuando por fin hube cambiado la rueda, estaba empapado en sudor. Además, me sentía indignado. Jamás conseguiría encontrar la laguna. Harriet sufriría un colapso y, con toda probabilidad, habría alguien en su entorno que se presentaría para acusarme de haber actuado de modo irresponsable al salir de viaje con una persona gravemente enferma.

Proseguimos nuestro viaje.

La carretera, flanqueada por elevados montones de nieve, estaba resbaladiza. Nos cruzamos con un par de camiones y dejamos atrás un viejo Amazon que había estacionado en el arcén y del que salió un hombre con un perro. Harriet no hablaba, sólo miraba por la ventanilla.

Empecé a pensar en el viaje que en una ocasión hice con mi padre. Lo habían despedido por negarse a trabajar por las noches en el restaurante en el que acababan de contratarlo. Partimos desde Estocolmo hacia el norte y pasamos la noche en un hotel barato situado a las afueras de Gavie. Creo recordar que se llamaba Furuvik, pero puede que me equivoque. Dormimos en la misma habitación, era el mes de julio y hacía bochorno, uno de esos calurosos veranos de finales de la década de los cuarenta.

Puesto que mi padre había trabajado en uno de los restaurantes más renombrados de Estocolmo, había ganado bastante dinero. Fue durante un periodo en que mi madre lloraba especialmente poco. Un día, mi padre llegó a casa con un sombrero nuevo y ella lloró de alegría. Justamente aquel día le había servido la mesa al director de uno de los bancos más importantes del país; el hombre estaba borracho ya desde el primer plato y le dio a mi padre una propina exagerada.

Yo había intuido ya que a mi padre le resultaba tan humillante recibir demasiada propina como demasiado poca o ninguna en absoluto. Pero en aquella ocasión convirtió la propina en un sombrero rojo para mi madre.

Ella no quiso acompañarnos cuando mi padre le propuso que emprendiésemos un viaje al norte, permitirnos el lujo de unos días de vacaciones antes de que tuviese que ponerse a buscar trabajo de nuevo.

Teníamos un coche muy viejo. Seguro que mi padre había estado ahorrando para comprárselo desde que era joven. Y en él abandonamos Estocolmo una mañana muy temprano, por la carretera de Uppsalavägen.

Dormimos en aquel hotel que tal vez se llamase Furuvik. Recuerdo que me desperté justo antes del alba porque mi padre estaba desnudo ante la ventana, mirando a través de la cortina. Era como si se hubiese quedado congelado en mitad de un pensamiento. Durante un instante que se me antojó infinito, me horrorizó la idea de que estuviese escapándoseme. De que lo único que había allí era su piel. Y, en el interior de la piel, un gran vacío. Ignoro cuánto tiempo estuvo allí inmóvil, pero recuerdo el pánico sin límites que sentí al pensar que fuese a abandonarme. Al final se dio la vuelta, echó una ojeada hacia la cama, donde yo estaba tumbado con el edredón hasta la barbilla y los ojos medio cerrados. Volvió a la cama y yo, acurrucado con la cabeza contra la pared, no pude dormirme hasta que no oí que respiraba profundamente.

Llegamos a nuestro destino al día siguiente.

La laguna no era muy grande. El agua, totalmente negra. En la orilla contraria a la nuestra se alzaban varios roquedales de gran altura, pero por lo demás todo era bosque espeso. No había playa ni tránsito entre el agua y el bosque. Era como si la laguna y los árboles se abrazasen con fuerza sin que ninguno de los dos pudiese dejar al otro a un lado.

Mi padre me dio una palmadita en el hombro.

– Vamos a bañarnos -me animó.

– No me he traído el bañador.

Mi padre me observó risueño.

– ¿Crees que yo me lo he traído? ¿Crees que hay alguien que pueda vernos? ¿Peligrosos trolls ocultos entre los árboles?

Mi padre empezó a desvestirse. Observé a hurtadillas y con rubor su enorme cuerpo. Tenía un estómago inmenso que sobresalió de repente cuando se quitó los calzoncillos.