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– Lo dejaremos aquí -dijo cuando quedaban cinco minutos para el final de la clase. Y añadió, estremeciéndose ante la ironía de sus palabras-: Os advierto que a partir de ahora todo se hará más complicado.

Su despacho quedaba al final del pasillo. Por fortuna, los demás compañeros estaban ocupados y no encontró a nadie durante el trayecto. Entró, cerró con llave, se sentó tras el escritorio, abrió el periódico y casi arrancó la página mientras se entregaba a leer con el ansia de quien revisa un listado de fallecidos esperando no encontrar a un ser querido, pero sabiendo que al fin aparecerá, inevitablemente, el nombre exacto, reconocible, como subrayado en otro color.

La noticia apenas ofrecía datos, solo la fecha probable del suceso: aunque el hallazgo se había producido al día siguiente, todo parecía haber ocurrido durante la noche del lunes 9 de marzo de 2015. Anteayer.

Sintió que le faltaba el aire.

En ese instante la claridad del vidrio esmerilado de la puerta se convirtió en una sombra.

Aun sabiendo que su origen debía de ser trivial (un conserje, un compañero), Elisa se levantó de la silla, incapaz siquiera de proferir una palabra.

Ahora viene a por ti.

La sombra permaneció inmóvil frente al cristal. Se escuchó un ruido en la cerradura.

Elisa no era una mujer cobarde, todo lo contrario, pero en aquel momento la sonrisa de un niño habría podido horrorizarla. Notó una superficie fría en contacto con su espalda y su trasero, y solo entonces fue consciente de que había estado retrocediendo hasta la pared. Largos y húmedos cabellos negros ocultaban a medias su rostro sudoroso.

La puerta se abrió al fin.

Algunos sustos son como muertes sin perfilar, bosquejos de muertes que nos despojan momentáneamente de la voz, la mirada, las funciones vitales, durante los cuales no respiramos, no podemos pensar, nuestro corazón no late. Aquél fue uno de esos terribles momentos para Elisa. El hombre, al verla, dio un respingo. Era Pedro, uno de los conserjes. Sostenía unas llaves y un manojo de cartas.

– Perdón… Pensé que no había nadie. Como nunca viene por aquí después de clase… ¿Puedo pasar? Vengo a dejarle el correo. -Elisa murmuró algo, el conserje sonrió, cruzó el umbral y dejó las cartas en el escritorio. Luego se marchó, no sin antes echar un vistazo al periódico abierto y al aspecto de Elisa. A ella no le importó. De hecho, aquella brusca interrupción la había ayudado a sacudirse el terror de encima.

Repentinamente comprendió lo que tenía que hacer.

Cerró el periódico, lo guardó en el bolso, revisó por encima el correo (comunicaciones internas y de otras universidades con las que mantenía contacto, nada que en aquel momento le importara) y salió del despacho.

Ante todo, debía salvar su vida.

2

El despacho de Víctor Lopera se hallaba frente al suyo. Víctor, que acababa de llegar, se entregaba con modesto placer a fotocopiar el jeroglífico del periódico matutino. Coleccionaba aquellos pasatiempos, tenía álbumes enteros llenos de acertijos entresacados de Internet, o de diarios y revistas. Cuando la hoja salía por la bandeja oyó golpecitos en su puerta.

– ¿Sí?

Apenas se percibió cambio alguno en su tranquila expresión al ver a Elisa: sus espesas cejas oscuras se arquearon ligeramente y las comisuras de sus labios distendieron un poco la cara lampiña tras las gafas, en un gesto que, según la escala de conducta de su propietario, quizá fuera considerado una sonrisa.

Elisa ya estaba acostumbrada al carácter de su compañero. Pese a su timidez, Víctor le agradaba mucho. Era una de las personas en quien más confiaba. Aunque en aquel momento solo podía ayudarla de una forma.

– ¿Qué tal el enigma de hoy? -Ella sonrió despejándose el cabello de la frente. Era una pregunta casi rituaclass="underline" a Víctor le gustaba que se interesase por su afición, incluso le comentaba algunos de los más curiosos jeroglíficos. No tenía muchas personas con quien hablar sobre aquellos temas.

– Bastante fácil. -Le mostró la página fotocopiada-. Un tipo mordiendo una pared. «¿Estás sordo?», dice la pregunta. La solución debe de ser: «Como una tapia». ¿Comprendes? «Como… una tapia…»

– No está mal -dijo Elisa riendo. Intenta mostrarte despreocupada. Sentía deseos de gritar, de huir, pero sabía que debía comportarse con serenidad. Nadie iba a ayudarla, al menos de momento: estaba sola-. Oye, Víctor, ¿te importaría decirle a Teresa que no voy a poder dar el seminario sobre cuántica este mediodía? Es que no está en su despacho y quiero irme ya.

– Claro. -Otro movimiento casi imperceptible de las cejas-. ¿Te pasa algo?

– Me duele la cabeza y creo que tengo fiebre. Quizá sea gripe.

– Vaya.

– Sí, qué mala suerte.

Aquel «vaya» era todo lo cerca que Víctor podía encontrarse de manifestar su afecto, y Elisa lo sabía. Se miraron un instante más y Víctor dijo:

– No te preocupes. Se lo diré.

Ella se lo agradeció. Mientras se marchaba oyó: «Que te mejores».

Víctor permaneció en la misma postura durante un tiempo indeterminado: de pie, con la fotocopia en la mano, mirando hacia la puerta. Su rostro, tras la máscara de las anticuadas y grandes gafas metálicas que usaba, no mostraba otra cosa que un ligero desconcierto, pero en la intimidad de sus pensamientos había preocupación.

Nadie te ayudará.

Se dirigió apresuradamente hacia su coche en el aparcamiento de la escuela. La fría mañana de marzo, con el cielo casi blanco, la hizo temblar. Sabía que no tenía gripe, pero pensó que no podía reprochársele esa mentira en aquel momento.

De vez en cuando volvía la cabeza para mirar a su alrededor.

Nadie. Estás sola. Y todavía no has recibido la llamada. ¿O sí?

Sacó el móvil del bolso y rastreó su buzón de mensajes. Ninguno. Tampoco había correos electrónicos nuevos en su reloj-ordenador de pulsera.

Sola.

Por su mente cruzaban millares de preguntas, un incesante tráfico de inquietudes y posibilidades. Se dio cuenta de lo nerviosa que estaba cuando casi se le cayó el mando a distancia de las puertas del coche. Maniobró despacio, aferrando el volante con ambas manos y planeando cada gesto del acelerador y el embrague, como una principiante en el examen decisivo del carnet. Decidió no conectar el ordenador del vehículo y concentrarse en la conducción sin asistencia: eso la ayudaría a mantener la calma.

Salió de la universidad y enfiló por la carretera de Colmenar de regreso a Madrid. El espejo retrovisor no le ofrecía ninguna información especiaclass="underline" los coches la adelantaban, nadie parecía interesado en situarse tras ella. Al llegar a la entrada norte de la ciudad escogió la desviación hacia su barrio.

En un momento dado, mientras atravesaba Hortaleza, oyó el familiar timbre de su móvil. Miró hacia el asiento del copiloto: lo había guardado dentro del bolso, olvidándose de conectarlo a los altavoces. Aminoró la velocidad a la vez que introducía una de las manos en el bolso y tanteaba frenéticamente. Es la llamada. El timbre parecía reclamarla desde el centro de la Tierra. Sus dedos palpaban como los de una ciega: una cadenilla, un bolsillo, las aristas del teléfono… La llamada, la llamada…

Por fin encontró el aparato, pero al sacarlo se le resbaló entre los dedos sudorosos. Lo vio caer en el asiento y rebotar hacia el suelo. Quiso recogerlo.

De improviso, como surgida de la nada, una sombra se abalanzó sobre el parabrisas. Ni siquiera tuvo tiempo de gritar: pisó el freno instintivamente y la inercia le aplastó el esternón contra el cinturón de seguridad. El tipo, un hombre joven, dio un salto hacia atrás y golpeó, enfadado, el capó del coche. Elisa se percató de que se trataba de un paso de cebra. No lo había visto. Levantó la mano para disculparse y oyó claramente los insultos del joven a través del cristal. Otros transeúntes la miraban con desaprobación. Calma. Así no lograrás nada. Conduce con calma y vete a casa.