Выбрать главу

Blanes era el único que no decía nada. Su extraño silencio duró casi diez años, durante los cuales dirigió el laboratorio cuya jefatura había dejado vacante su amigo y mentor Albert Grossmann, ya jubilado. Debido a su gran belleza matemática y a sus fantásticas posibilidades, la «teoría de la secuoya» no dejó de interesar a los científicos pero tampoco pudo ser probada. Pasó a ese estado de «ya veremos» con que la ciencia gusta de introducir ciertas ideas en el congelador de la historia. Blanes se negaba a hablar en público sobre ella, y muchos pensaron que se avergonzaba de sus errores. Entonces, a finales de 2004 se anunció aquel curso, el primero que Blanes daría en el mundo sobre su «secuoya». Había elegido, precisamente, España, y, precisamente, Madrid. El centro privado Alighieri se haría cargo de los costes y aceptaba las raras exigencias del científico: que se realizara en julio de 2005, que se impartiera en castellano y que se adjudicaran veinte plazas por riguroso orden de selección tras la realización de un examen internacional sobre teoría de cuerdas, geometría no conmutativa y topología. En principio solo se aceptarían posgraduados, pero los estudiantes que terminaran la carrera el mismo año de la prueba podrían examinarse con una recomendación escrita por sus profesores de física teórica. De esa forma, alumnos como Elisa se habían presentado.

¿Por qué Blanes había esperado tanto para dar aquellas primeras lecciones sobre su teoría? ¿Y por qué darlas precisamente en ese momento? Elisa lo ignoraba, pero tampoco le importaba mucho no saberlo. Lo cierto era que se sentía muy dichosa aquel primer día, en ese curso tan soñado y único.

Sin embargo, al término de la clase había cambiado drásticamente de opinión.

Fue de las primeras en marcharse. Cerró los libros y la carpeta con un sonoro golpe y escapó del aula sin intentar siquiera guardar los apuntes en la mochila.

Mientras descendía por la calle en pendiente hacia la parada del autocar oyó la voz:

– Perdona… ¿Te llevo a algún sitio?

Estaba tan ofuscada que ni siquiera había percibido el coche junto a ella. Dentro asomaba, como un extraño galápago, la cabeza de Víctor «Lennon» Lopera.

– Gracias, voy lejos -dijo Elisa sin ganas.

– ¿Adónde?

– Claudio Coello.

– Pues… te llevo, si quieres. Yo… voy al centro.

No le apetecía charlar con aquel tipo, pero luego pensó que eso la distraería.

Entró en el sucio coche, atiborrado de papeles y libros, con olor a tapicería vieja. Lopera conducía con cautelosa lentitud, tal como hablaba. Sin embargo, parecía muy complacido de tener a Elisa como acompañante, y empezó a animarse. Como sucede con todos los Grandes Tímidos, su charla, de repente, se hizo desproporcionada.

– ¿Qué te ha parecido eso que ha dicho al principio sobre la realidad? «Las ecuaciones son la realidad»… Bueno, si él lo dice… No sé, yo creo que es un reduccionismo positivista muy exagerado… Está rechazando la posibilidad de verdades reveladas o intuitivas, que forman la base, por ejemplo, de las creencias religiosas o el sentido común… Y eso es un error… Hombre, imagino que lo dice porque es ateo… Pero, sinceramente, no creo que la fe religiosa sea incompatible con las pruebas científicas… Se hallan a distinto nivel, como afirmaba Einstein. No puedes… -Se detuvo en un cruce y esperó a que la carretera se vaciara para proseguir con la marcha y el monólogo-. No puedes convertir tus experiencias metafísicas en reacciones químicas. Eso sería absurdo… Heisenberg decía…

Elisa dejó de oírlo y se limitó a mirar la carretera y gruñir de vez en cuando. Pero de repente Lopera susurró:

– Yo también lo he notado. Cómo te trataba, quiero decir.

Sintió que sus mejillas ardían y de nuevo le entraron ganas de llorar al recordarlo.

Blanes había hecho unas cuantas preguntas en clase, pero había elegido para contestarlas a alguien situado a dos puestos de distancia a su derecha, que levantaba la mano a la vez que ella.

Valente Sharpe.

En un momento dado sucedió algo. Blanes hizo una pregunta y solo ella alzó la mano. Sin embargo, en vez de cederle la palabra, el científico había animado a los demás a responder: «Vamos, ¿qué pasa con ustedes, señores? ¿Tienen miedo de perder su título de licenciados si se equivocan?». Pasaron unos cuantos, densos segundos, y Blanes apuntó de nuevo al mismo sitio. Elisa volvió a oír aquella voz tersa, tranquila, casi divertida, con ligero acento extranjero: «A esa escala no existe una geometría válida debido al fenómeno de espuma cuántica». «Muy bien, señor Valente.»

Valente Sharpe.

Cinco años seguidos siendo la mejor de su promoción habían exacerbado el afán de competitividad de Elisa hasta extremos salvajes. No se podía ser el primero en el mundo científico sin el terrible esfuerzo depredador de eliminar a los rivales sistemáticamente. Por esa razón, el absurdo desprecio de Blanes era para ella una tortura insufrible. No quería mostrar su orgullo herido delante de un compañero, pero había llegado ya al límite de sus fuerzas.

– Me ha dado la impresión de que ni siquiera me ve -masculló tragándose las lágrimas.

– Yo creo… que te ve demasiado -repuso Lopera.

Ella lo miró.

– Digo que… -intentó explicarse él-. Creo que… te ha visto y ha pensado: «Una chica tan… tan… no puede ser, a la vez muy…» Es decir, se trata de un prejuicio machista. Quizá ignora que eres tú quien quedaste primera en la prueba. No sabe cómo te llamas. Piensa que Elisa Robledo es… Vamos, que no puede ser como tú.

– ¿Cómo soy yo? -No quería hacerle aquella pregunta, pero ya no le importaba ser cruel.

– Supongo que no es incompatible… -dijo Lopera sin responder, como hablando consigo mismo-. Aunque genéticamente es raro… La belleza y la inteligencia, quiero decir… Casi nunca van unidas. Si bien hay excepciones… Richard Feynman era muy guapo, ¿no? Eso dicen. Y Ric también es… a su manera, ¿verdad? Un poco… ¿no?

– ¿Ric?

– Ric Valente, mi amigo. Lo llamo así desde que lo conozco. ¿No te acuerdas que te lo señalé ayer, en la fiesta? Ric Valente…

La sola mención de aquel nombre había bastado para que Elisa apretara los dientes. Valente Sharpe, Valente Sharpe… En su cerebro aquellos apellidos adoptaban un sonido mecánico, como de hoja de sierra eléctrica haciendo trizas su orgullo. Valente Sharpe, Valente Sharpe…

– Él también es un poco las dos cosas: atractivo y listo,; como tú -prosiguió Lopera, ajeno, al parecer, a las emociones de ella-. Pero, además, sabe… sabe cómo meterse en un bolsillo a la gente, ¿no te has dado cuenta? Es un encantador de serpientes con los profesores… Bueno, con todo el mundo. -Su garganta emitió un gorgoteo a modo de risa (Elisa oiría la risa de Víctor en más de una ocasión durante los años posteriores, y llegaría a agradarle mucho, pero en aquel momento le repugnó)-. Con las chicas también. Sí, sí, también… Uy, vaya que sí.

– Hablas de él como si no fueras su amigo.

– ¿Como si no fuera…? -Casi pudo escuchar los zumbidos del disco duro de Lopera al procesar aquel banal comentario-. Claro que soy… O sea, fuimos… Nos conocimos en el colegio, luego hicimos la carrera juntos. Lo que ocurre es que Ric consiguió una de esas «superbecas» y se marchó a Oxford, el tío, al departamento de Roger Penrose, y dejamos de vernos… Tiene la intención de regresar a Inglaterra cuando termine lo de Blanes… si es que Blanes no se lo lleva de vuelta a Zurich, claro.

La sonrisa de los carnosos labios de Lopera al decir aquella última frase desagradó a Elisa. Sus más negros pensamientos regresaron: se sintió completamente abatida, casi exánime. Blanes elegirá a Valente Sharpe, por supuesto.

– Hace cuatro años que no nos veíamos… -continuó Lopera-. No sé, quizá lo noto algo cambiado… Más… Más seguro de sí mismo. Es un genio, hay que admitirlo, un genio al cubo, hijo y nieto de genios: su padre es crip… criptógrafo y trabaja en Washington, en no sé qué centro de seguridad nacional… Su madre es norteamericana y enseña matemáticas en Baltimore… Estuvo nominada el año pasado a la medalla Fields. -A su pesar, Elisa se impresionó. La medalla Fields era una especie de premio Nobel de matemáticas y distinguía anualmente en Estados Unidos a los mejores del mundo en esa especialidad. Se preguntó qué sentiría ella si tuviera una madre nominada a la medalla Fields. En aquel momento lo único que sentía era rabia-. Están divorciados. Y el hermano de su madre…