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– ¿Es premio Nobel de Química? -interrumpió Elisa sintiéndose mezquina-. ¿O quizá fue Niels Bohr?

Lopera volvió a emitir aquel misterioso ruido que tenía que ser una risa.

– No: es técnico programador de Microsoft en California… Lo que quería decir es que Ric ha aprendido de todos ellos. Es una esponja, ¿sabes? Cuando crees que no te escucha, está analizando todo lo que haces o dices… Es una máquina. ¿A qué altura de Claudio Coello te dejo?

Elisa le dijo que no era preciso que la llevara hasta su casa pero Lopera insistía. Detenidos en el atasco del mediodía madrileño, acabaron pronto con la pequeña discusión y tuvieron tiempo de sobra hasta para el silencio. Elisa vio sobre la guantera del coche, bajo unas carpetas de bordes arrugados, un par de libros. Leyó el título de uno: Juegos y acertijos matemáticos. El otro, voluminoso: Física y fe. La verdad científica y la religiosa.

Cuando enfilaban Claudio Coello, Lopera rompió su mutismo para decir:

– Menudo mosqueo se llevó Ric cuando vio que le habías superado en la prueba de admisión al curso. -Y volvió a soltar su ruido-risa.

– ¿En serio?

– Ya lo creo, es un mal perdedor. Muy mal perdedor. -Y de repente Lopera cambió de expresión: fue como si hubiese pensado algo nuevo, algo que no había considerado hasta ese instante-. Ten cuidado -agregó.

– ¿Con qué?

– Con Ric. Ten mucho cuidado.

– ¿Por qué? ¿Puede influir en el jurado de la medalla Fields para que no me la concedan?

Lopera pasó por alto la ironía.

– No, es que no le gusta perder. -Detuvo el coche-. ¿Éste es tu portal?

– Sí, gracias. Oye, ¿por qué dices que tenga cuidado? ¿Qué puede hacerme?

Él no la miraba. Miraba al frente, como si siguiera conduciendo.

– Nada. Solo quería decir que… se sorprendió de que quedaras la primera.

– ¿Porque soy chica? -preguntó ella con gélida furia-. ¿Por eso?

Víctor parecía avergonzado.

– Quizá. No está acostumbrado a… Bueno, a quedar segundo. -Elisa se mordió la lengua para no replicar. Yo tampoco, pensó-. Pero no te preocupes -añadió él como tratando de animarla, o de cambiar de tema-. Estoy seguro de que Blanes sabrá apreciarte… Es demasiado bueno para no apreciar lo bueno.

Aquella frase la ablandó algo, y se reconcilió con Lopera. Cuando entró en el portal pensó que quizá había sido algo ruda con él y se volvió para despedirse, pero Lopera se había ido ya. Permaneció quieta un instante más, ensimismada.

La escena le había hecho recordar el suceso de la noche anterior con Javier Maldonado. Casi como un acto reflejo, echó un vistazo a la calle, pero no vio a nadie que la espiara. Tampoco descubrió a ningún individuo de pelo y bigote canosos. Albert Einstein, claro. En realidad, Einstein es el abuelo de Valente, y anoche me estaba espiando.

Sonrió y se dirigió al ascensor. Dedujo que se había tratado de una casualidad. Las casualidades podían darse: las matemáticas, incluso, les concedían probabilidades. Dos hombres con cierto parecido físico que, durante la misma noche, se quedan mirándola. ¿Por qué no? Solo un paranoico le daría vueltas en la cabeza a eso.

Mientras subía en el ascensor recordó la extraña advertencia de Víctor Lopera.

Ten cuidado con Ric.

Qué absurdo. Pero si Valente no se fijaba en ella. Aquel primer día de clase ni siquiera la había mirado una sola vez.

6

La cita fue el sábado por la tarde en un café que ella no conocía, cercano a la calle de Atocha. «Te gustará», le había asegurado Maldonado.

Y no se equivocaba. Se trataba de un sitio tranquilo de paredes oscuras con cierto aire a sala teatral debido, principalmente, a una cortina roja situada junto a la barra. A ella le encantó.

Maldonado la esperaba en una de las pocas mesas ocupadas. Elisa no pudo negar que se alegraba mucho de verlo después de la triste semana que había pasado.

– Ayer te llamé varias veces a casa, descolgaban y se cortaba -le dijo Maldonado.

– La línea estaba estropeada. Ya la han arreglado.

La compañía telefónica les había dicho que se trataba de un «fallo del sistema», pero, según Elisa, quien realmente experimentó un «fallo del sistema» fue su madre, que se subió por las paredes y, con su mesurado tono de voz algo más alto que de costumbre, amenazó con demandarlos por daños y perjuicios («Tengo clientes muy importantes que suelen llamarme a casa, no se figuran…»). Le aseguraron que ese mismo sábado por la mañana enviarían a varios técnicos para inspeccionar las líneas y reparar la avería, y así lo hicieron. Solo entonces Marta Morandé se había calmado.

Pidió una Coca-Cola light al tiempo que veía, divertida, cómo Maldonado sacaba los papeles de su mochila.

– ¿Otra vez con las preguntitas? -bromeó.

– Sí. ¿No quieres? -Ella se apresuró a decirle que sí porque había percibido su seriedad-. Ya sé que es un coñazo -se disculpó él-, pero es mi curro, qué le vamos a hacer, y te agradezco un montón que me eches un cable, tía… El buen periodismo se hace con informaciones recopiladas pacientemente -añadió en un tono de dignidad ofendida que a ella le sorprendió.

– Por supuesto, perdona… -He metido la pata, pensaba. Pero la sonrisa casi tímida de Maldonado tuvo la virtud de disipar sus remordimientos.

– No, perdóname tú a mí. Estoy algo nervioso porque el curso se acaba y tengo que presentar el reportaje cuanto antes.

– Pues venga -lo animó ella-, no perdamos más tiempo: pregunta lo que quieras. Por mí que no quede.

Sin embargo, al principio la tensión persistía. Él la interrogaba mecánicamente sobre su ocio y ella respondía con rigidez, como si se tratase de un examen oral. Elisa comprendió que ambos estaban arrepentidos por haber comenzado de forma tan distinta a la de la tarde de la fiesta. Entonces Maldonado se interesó por los deportes que ella practicaba, y las cosas cambiaron. Elisa le dijo que hacía todo el que podía, lo cual era cierto: pesas, natación, aeróbic…Maldonado se quedó mirándola.

– Ahora me explico tu físico -dijo.

– ¿Qué tiene mi físico? -sonrió ella.

– Que es un físico perfecto para una física.

– Qué chiste más malo y más previsible.

– Me lo pusiste en bandeja.

Luego hablaron de su infancia. Ella le contó que había sido una niña solitaria que dependía exclusivamente de su cerebro para distraerse y jugar. No le quedaba otro remedio, ya que sus padres no habían querido tener más hijos y se dedicaban, más bien, a desarrollar sus propias inquietudes que a hacerle caso. Su padre («Se llamaba como tú: Javier») se había hecho físico en tiempos «aún peores» que los actuales. Elisa lo recordaba como un hombre amable de cerrada barba oscura, pero poco más. Había pasado parte de su vida en Inglaterra y Estados Unidos investigando la «interacción débil», que era el tema de moda en la física teórica de los setenta: la fuerza que provoca que ciertos átomos se desintegren.

– Estuvo mucho tiempo estudiando algo conocido como «la violación de la simetría CP por el kaón»… No pongas esa cara, por favor… -Elisa empezó a reírse.

– No, no -dijo Maldonado-. Yo escucho y escribo.

– «Kaón» con ka -indicó Elisa el papel donde Maldonado tomaba apuntes.

Se estaba divirtiendo cada vez más. Por desgracia, también tuvo que hablar de su madre. Marta Morandé, madura, atractiva, magnética, dueña y directora de Piccarda. En Piccarda descubrirás tu propia belleza.

Le resultaba difícil hablar de su madre y sentir un ápice de diversión.

– Procede de una familia acostumbrada al dinero y los viajes. Te juro que aún sigo preguntándome qué pudo ver mi padre en un ser así… El caso es que estoy convencida de que él… De que mi padre no me habría dejado tan sola si mi madre hubiese sido otra clase de persona. Siempre estaba diciendo que tenía que disfrutar de la vida, que no podía vivir encerrada por el simple hecho de haberse casado con un «cerebrito». Así lo llamaba. En ocasiones lo decía delante de mí. «Hoy viene el cerebrito», decía. -Maldonado había dejado de escribir. La escuchaba muy serio-. Creo que mi padre no quería complicarse la vida con un divorcio. Además su familia siempre había sido muy católica. Se limitaba a mirar para otro lado y dejar que mi madre «viviera». -Elisa miró hacia la mesa, sonriendo-. Te confieso que decidí estudiar física para frustrar a mi madre, que quería que hiciera empresariales y la ayudara a dirigir su famoso centro de belleza. Y vaya si la frustré. Eso le dolió. Dejó de hablarme, y aprovechando otra ausencia de mi padre se largó a vivir a una casa de veraneo que tiene en Valencia. Me quedé sola en Madrid, con mis abuelos paternos. Cuando mi padre lo supo, regresó y me dijo que nunca me dejaría. Yo no le creí. Una semana después se marchó a ver a mi madre a Valencia y convencerla de firmar una tregua. Al volver, un turismo conducido por un borracho se estrelló contra el suyo. Y ahí terminó todo.

Sentía frío. Se frotó los brazos desnudos. Por otra parte, solo era frío, no verdadero malestar. Le parecía que hacía bien al hablar de aquello. ¿A quién había podido contarle todo eso antes?

– Ahora vivo otra vez con mi madre -añadió-. Pero cada una tiene su territorio en casa, y procuramos no pasar de esa línea.

Maldonado dibujaba círculos sobre el papel. Elisa se dio cuenta de que la tensión del inicio amenazaba con retornar. Decidió cambiar de tono.