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Su casa estaba a oscuras y silenciosa. Cuando encendió la luz del vestíbulo vio una nota de su madre en un papel pegado en el marco de la puerta. «NO VOLVERÉ ESTA NOCHE. LA CHICA TE HA DEJADO CENA EN LA NEVERA.» «La chica» era una robusta rumana de cuarenta y cinco años, pero su madre llamaba así a todas las criadas que había tenido. Encendió la luz del salón y apagó la del vestíbulo mientras se preguntaba por qué su madre tenía que informarle siempre de lo obvio: todos los fines de semana Marta Morandé se ausentaba de casa, eso se anunciaba hasta en los ecos de sociedad, y a veces no regresaba hasta el lunes. Muchos caballeros la invitaban a pasar el sábado en sus lujosas moradas. Se encogió de hombros: lo que hiciera su madre le traía sin cuidado.

Apagó la luz de la sala y encendió la del largo pasillo. Sabía que no había nadie: «la chica» tenía el domingo libre y aprovechaba para marcharse el sábado por la noche con su hermana, que vivía en un apartamento de alquiler fuera de la ciudad. Aquellas noches eran las que más gustaban a Elisa, sin la latosa presencia de su madre o de la criada rondando por todos sitios. Tenía la casa entera para ella.

Dobló la esquina del pasillo y se dirigió a su habitación. De repente recordó lo de la «conspiración de bigotudos» y se rió a solas. Ahora habrá uno en mi cuarto, esperándome. O escondido bajo la cama.

Abrió la puerta. No había bigotudos en la costa. Entró y cerró tras de sí. Después de pensarlo mejor, echó el pestillo. Su cuarto era su reducto; su fortaleza, el sitio donde estudiaba y vivía. Se había enfrentado varias veces a su madre para impedirle que metiera las narices allí. Hacía tiempo que ella misma lo limpiaba, hacía la cama y cambiaba las sábanas. No quería que nadie hurgara en su mundo.

Se quitó los vaqueros, los arrojó al suelo, se descalzó y encendió el ordenador. Aprovecharía para revisar sus mensajes de correo electrónico, que habían estado bloqueados desde el día anterior debido a la avería telefónica.

Mientras abría su correo se preguntó si haría algo esa noche. No iba a estudiar, eso seguro; estaba muy cansada, pero aún no quería dormir. Quizá abriese alguno de sus archivos de fotos eróticas o entrase en un canal de chat o una página «especial». Jugar al sexo electrónico había sido la solución más rápida y aséptica para ella durante el largo período invernal de sus estudios. Aquella noche, sin embargo, apenas sentía ganas.

En el correo había dos mensajes sin leer. El primero era de una revista electrónica de matemáticas. El segundo carecía de «Asunto» y mostraba el símbolo que indicaba la presencia de un archivo adjunto. No identificó al remitente:

mercurio0013@mercuryfriend.net

Olía a virus a kilómetros de distancia. Decidió no abrirlo, lo seleccionó y apretó la tecla de «Suprimir».

Entonces la pantalla de su ordenador se apagó.

Durante un instante pensó que se había ido la luz, pero se dio cuenta de que la lámpara del escritorio seguía encendida. Iba a agacharse para comprobar el cable cuando de repente la pantalla volvió a iluminarse y una foto lo llenó todo. Un par de segundos después fue sustituida por otra. Luego vinieron más. Elisa se quedó boquiabierta.

Eran dibujos en blanco y negro realizados con una técnica anticuada, como por un artista de principios de siglo. La temática era similar: hombres y mujeres desnudos con otros hombres o mujeres sentados a sus espaldas, cabalgándolos. Bajo cada imagen la misma frase, en mayúsculas rojas: «¿TE GUSTA?». Contempló aquel desfile sin poder hacer nada para evitarlo: las teclas no le obedecían, el ordenador funcionaba por su cuenta.

Hijos de puta. Estaba segura de que, de alguna forma y pese a todas sus precauciones, habían introducido un virus en su sistema. De repente quedó paralizada.

Las imágenes habían finalizado dando paso a una pantalla en negro donde destacaban, como grandes arañazos, mayúsculas en color rojo. Pudo leer la frase perfectamente antes de que un nuevo parpadeo la enviara al limbo de la informática y apareciera la página de su correo normal.

El mensaje había sido borrado. Era como si nunca hubiese existido.

Recordó las palabras finales y sacudió la cabeza.

No puede referirse a mí. Es solo propaganda. Las palabras decían:

TE VIGILAN

7

El martes de la semana siguiente volvió a recibir noticias de «mercuryfriend». De nada le sirvió configurar su correo para bloquear el remitente. Apagó el ordenador, pero al reiniciar el sistema el mensaje se abrió de forma automática y aparecieron figuras similares e idénticas palabras, aunque ya no se trataba de dibujos de principios de siglo sino de obras entresacadas del mundo gráfico moderno: cuerpos realzados con aerógrafo o reproducciones informáticas en tres dimensiones. Siempre hombres y mujeres que caminaban o corrían, con arneses y botas, soportando el peso de otra figura sobre sus hombros. Elisa dejó de contemplarlas.

Tuvo una idea. Buscó en la red la página «mercuryfriend.net». No le sorprendió comprobar que su acceso no era restringido y que se cargaba enseguida. Sobre un espantoso fondo violeta chillón destellaron «banners», anuncios electrónicos de bares y clubes con nombres de lo más pintorescos -«Abbadon», «Galimatías», «Euclides», «Mister X», «Scorpio»- que prometían espectáculos nocturnos muy especiales, chicas y chicos de alterne o intercambio de parejas.

Así pues, eso era todo. Tal como había supuesto, se trataba de propaganda. De alguna forma había suministrado su dirección electrónica a aquellos cerdos, y ahora la bombardeaban. Tendría que buscar una manera de librarse de ellos, quizá cambiando de dirección, pero le aliviaba saber que no había nada personal en los mensajes.

Con el Clan de los Bigotudos también había hecho las paces. Desde que Maldonado la tranquilizara, ya apenas pensaba en ellos. O casi. A veces no podía evitar estremecerse ligeramente cuando veía por la calle a un hombre de pelo y bigote canosos. En ocasiones, hasta los identificaba a mucha distancia. Comprendía que su cerebro, de forma inconsciente, iba buscándolos. Pero no sorprendió a ninguno observándola o siguiéndola, y a finales de semana ya se había olvidado también de aquello, o por lo menos le restaba importancia.

Tenía otras cosas en que pensar.

El viernes decidió cambiar las tornas en las clases de Blanes.

– ¿Cómo se les ocurre que podemos resolver esto?

Blanes señalaba una de las ecuaciones, escritas con su apretada y concisa caligrafía. Pero Elisa y el resto de los alumnos eran capaces de leer aquellos símbolos como si se tratara de un texto en castellano, y sabían que significaban la Pregunta Fundamental de la teoría: «¿Cómo identificar y aislar cuerdas finitas de tiempo de un solo extremo?».

Aquel tema era delirante. Matemáticamente se demostraba que las cuerdas de tiempo carecían de uno de los dos extremos. Para emplear un símil, Blanes dibujó una línea en el encerado y pidió a sus alumnos que imaginaran que era un trozo de hilo suelto sobre una mesa: uno de los extremos sería el «futuro» y el otro el «pasado». El hilo se desplazaría hacia el «futuro», lo cual indicó mediante una flecha. No podía hacerlo de otro modo, ya que, según los resultados de las ecuaciones, el extremo «pasado», el cabo opuesto, la otra punta del hilo, sencillamente no existía (era la famosa explicación de por qué el tiempo se movía en una sola dirección, que había otorgado tanta celebridad a Blanes). Blanes lo representó dibujando un signo de interrogación: no había ningún extremo suelto que poder identificar como «pasado».

Sin embargo, lo más increíble, lo que hacía saltar en pedazos cualquier intento de aplicar la lógica, era esto: que, pese a carecer de uno de los extremos, la cuerda de tiempo no era infinita.

El extremo «pasado» tenía un fin, pero ese fin no era un extremo.

A Elisa le producía un mareo placentero aquella paradoja. Le ocurría lo mismo siempre que vislumbraba un destello de la extrañeza del mundo. ¿Cómo era posible que la realidad estuviese hecha, en su diminuta intimidad, por locuras semejantes a trozos de cuerdas con extremos que no eran extremos?

En todo caso, creía conocer la respuesta a la pregunta que formulaba Blanes. Ni siquiera necesitó escribirla en su cuaderno: ya la había desarrollado en casa y las conclusiones flotaban dentro de su cabeza.

Tragando saliva, pero segura de sí misma, decidió afrontar el riesgo.

Veinte pares de ojos estaban clavados en la pizarra, pero solo una mano se alzó de inmediato.

La de Valente Sharpe.

– Cuéntenos, Valente -sonrió Blanes.

– Si existieran bucles en los segmentos intermedios de cada cuerda, podríamos identificarlas mediante cantidades discretas de energía. Incluso aislarlas, si la energía fuese suficiente para separar los bucles. Es decir… -y siguió un torrencial chorro de lenguaje matemático.

Hubo un silencio cuando la explicación finalizó. La clase entera, incluyendo a Blanes, parecía estupefacta.

No era Valente quien había contestado. A guisa de muñeco de ventrílocuo, el joven había abierto la boca para hablar, pero una voz distinta había tomado la palabra a dos puestos de distancia a su izquierda, interrumpiéndole.

Todos miraron a Elisa. Ella solo miraba a Blanes. Podía oír los latidos de su corazón y sentía calor en las mejillas, como si en vez de ecuaciones hubiese estado murmurando frases de amor. Se quedó esperando las consecuencias mientras soportaba aquellos párpados entornados fijos en ella (la típica manera de mirar de Blanes, que le recordaba a la del viejo actor de Hollywood Robert Mitchum) con una calma que a ella misma le resultaba inconcebible. Sin embargo, lo que en otras situaciones constituía su principal defecto, su carácter apasionado, le servía ahora de ventaja: creía tener razón, y pensaba luchar por eso fuera cual fuese el oponente.