– ¡Déjame en paz! ¿Quieres?
– Por supuesto -replicó su madre fríamente-. Es lo que más deseo hacer en este mundo. Pero se da la circunstancia de que tú también debes ir pensando en dejarme en paz…
– Te juro que lo intento.
– … y mientras no podemos dejarnos en paz mutuamente, te recuerdo que estás viviendo en mi casa y debes acatar mis reglas.
– Claro, lo que tú digas. -Era inúticlass="underline" no tenía fuerzas ni deseos para luchar. Dio media vuelta, pero se detuvo al oírla de nuevo.
– ¡Qué opinión tan distinta tendría la gente de ti si supieran la verdad!
– Dímela tú -la desafió.
– Que eres una niña -dijo su madre sin alterarse. Nunca levantaba la voz: Elisa sabía que ella era buena calculando en matemáticas, pero para el cálculo de las emociones nadie supe raba a Marta Morandé-. Que tienes veintitrés años y aún eres una niña que no se preocupa por su aspecto, ni por conseguir un trabajo estable, ni por relacionarse con otras personas…
Una niña. -Las palabras fueron como un puño que la golpeara en el vientre-. Lo menos que puede esperarse de una niña es que tenga reacciones infantiles en clase.
– ¿Quieres que te pague el alojamiento? -murmuró apretando los dientes.
Su madre calló un instante. Pero replicó con perfecta calma:
– Sabes que no es eso. Sabes que solo deseo que vivas en el mundo, Elisa. Y aprenderás tarde o temprano que el mundo no es acostarte en esa pocilga de habitación a estudiar matemáticas, o pasearte casi desnuda por la casa mientras comes…
Cerró de un portazo cercenando aquella voz inflexible.
Pasó un tiempo indeterminado apoyada en la puerta, como si su madre tuviera la intención de echarla abajo de un empujón. Pero lo que oyó fueron los lujosos tacones alejándose, perdiéndose en el infinito. Entonces contempló los papeles y libros llenos de ecuaciones y dispersos por su cama y se tranquilizó un poco. Tan solo verlos le resultaba relajante.
De repente se quedó mirándolos absorta.
Creía comprender qué significaban aquellos mensajes.
Se sentó al escritorio, cogió papel, regla y lápiz.
Figuras llevando otras a la espalda. El soldado y la chica.
Realizó un esbozo repitiendo el mismo patrón: un muñeco llevaba a otro sentado sobre el hombro. Entonces, con un lápiz más fino, trazó tres cuadrados que abarcaban a las figuras dejando en el centro un área triangular. Contempló el resultado.
Con una goma nueva borró cuidadosamente las figuras procurando modificar lo menos posible las líneas que había trazado debajo. Por último, completó los segmentos que había borrado sin querer:
Cualquier estudiante de matemáticas conocía bien aquel diagrama. Se trataba del célebre postulado número cuarenta y siete del primer libro de los Elementos de Euclides, donde el genial matemático griego proponía una elegante manera de probar el teorema de Pitágoras. Era fácil demostrar que la suma de las áreas de los cuadrados superiores equivalía al área del inferior.
A lo largo de los siglos la prueba de Euclides se había popularizado entre los matemáticos con dibujos simbólicos alusivos, entre los cuales destacaba el de un soldado llevando a su novia a la espalda en una silla: aquel dibujo -la «silla de la novia» lo llamaban- le había dado la clave. Comprendió que el resto de las figuras tenían que haber sido entresacadas de un libro de arte relacionado con las matemáticas (¡no con el erotismo!). Incluso recordó haber visto un libro así en cierta ocasión.
Si eres quien crees ser, lo sabrás.
Se estremeció. ¿Podía ser cierto lo que imaginaba?
Nadie que no tuviese conocimientos matemáticos profundos habría establecido tal conexión entre las figuras. El anónimo remitente quería decir que solo alguien como ella hubiese sido capaz de dar con la solución. La conclusión le pareció obvia.
El mensaje es para mí.
Pero ¿qué significaba?
Euclides.
El vértigo de aquella nueva idea y las posibilidades que encerraba la aturdieron.
Encendió el ordenador, abrió el navegador y entró en la red. Accedió a la página de mercuryfriend.net y revisó la lista de anuncios de bares y clubes.
Se le secó la boca.
El anuncio del club «Euclides», en apariencia, era como los demás. Mostraba el nombre del local en grandes letras rojas y añadía: «Lugar selecto para un encuentro íntimo». Pero había algo escrito debajo:
Viernes 8 de julio, a las 23.15,
recepción especiaclass="underline" ven y hablemos. Te interesa.
Le costaba esfuerzo respirar.
El viernes 8 de julio era ese mismo día.
8
– Ignoraba que fueses a salir esta noche -dijo su madre mientras hojeaba una revista frente al televisor, escudriñándola por encima de las gafas de lectura.
– He quedado con un amigo -mintió. O quizá no. Aún no lo sabía.
– ¿Con ese estudiante de periodismo?
– Sí.
– Me alegro. Te conviene conocer gente.
Elisa estaba sorprendida. La semana anterior había hecho un comentario sobre Javier Maldonado, una frase banal en medio de los amplios silencios que surgían entre ambas. Había creído que su madre ni siquiera la había oído, pero ahora comprobaba lo equivocada que estaba. Le intrigó aquel detallado interés materno: siempre había supuesto que a ninguna de las dos le importaba lo que hiciese la otra, o con quién lo hiciese. Da igual, de cualquier forma también es mentira. Aún la oyó decir algo más (quizá: «Que lo pases bien») mientras abría la puerta de la calle. Sonrió ante aquella última cortesía, ya que ignoraba cómo iba a «pasarlo», ni siquiera sabía exactamente adónde se dirigía.
Porque el club Euclides no existía.
La dirección, en una pequeña calle de Chueca, era correcta, pero en ninguna guía general o especializada había podido hallar referencias sobre un bar o club de ese nombre en esa u otra dirección de Madrid. Paradójicamente, constatar aquel hecho había renovado su confianza en la supuesta cita.
Su razonamiento era el siguiente: si el local hubiese sido auténtico, el cúmulo de coincidencias -el mensaje, la página web, la clave de «Euclides», la existencia del club- habría resultado sospechosamente excesivo. Pero la circunstancia de que no viniera en las guías despertó su curiosidad; más aún cuando comprobó que los otros tugurios sí se correspondían con lugares reales. Quizá ello significaba, tan solo, que todo se trataba de una fantasía. O quizá indicaba que su anónimo remitente había trazado un hábil plan con el nombre de Euclides para hacerla acudir a un sitio concreto en una hora determinada. Pero ¿por qué? ¿Quién podía ser y qué pretendía?
Cuando salió de la estación de metro de Chueca al aire caluroso de la calle, y se halló en medio de la barahúnda de jóvenes, razas y sonidos que poblaban los pequeños reductos, no pudo evitar cierto desasosiego. Era una sensación que no radicaba en nada concreto (porque tampoco esperaba ni temía nada concreto), pero que produjo en su espalda, bajo la camiseta y la ligera rebeca que llevaba, un leve hormigueo. Se alegró de que su atuendo, completado con los vaqueros rotos, no resultara precisamente llamativo en aquella zona.
La dirección correspondía con el final de una de las pequeñas calles que partían de la plaza, y estaba encajada entre dos portales. Se trataba de un bar, un club o ambas cosas, pero no se llamaba Euclides. Al neón de su verdadero nombre le faltaban letras, aunque eso no interesó a Elisa. En lo que sí se fijó fue en su aspecto: dos puertas batientes y oscuras, de cristal opaco. Por lo demás, no parecía ningún escondite secreto, ningún garito clandestino dedicado a atraer, mediante subterfugios matemáticos, a jovencitas graduadas en física teórica para someterlas a crueles vejaciones. La gente entraba y salía, los Chemical Brothers resonaban en las profundidades, no parecía haber gorilas que controlaran a la clientela. En su reloj de pulsera daban las once y diez. Decidió entrar.
Había una escalera con un recodo. Al doblar este último podía vislumbrarse una aceptable panorámica. El salón, no muy espacioso, estaba atestado, de modo que parecía aún más pequeño. Las únicas luces se concentraban en una barra al fondo y eran rojas, por lo que en las zonas más alejadas solo se vislumbraban mitades de cabellos, brazos, muslos y espaldas rojizos. La música atronaba de tal manera que Elisa estaba segura de que, de interrumpirse bruscamente, los oídos de todo el mundo seguirían zumbando durante horas. Al menos el aire acondicionado tenía cierto empeño en trabajar a toda potencia. ¿Y qué más debo hacer, señor Euclides?
Terminó de descender y se agregó a las sombras. Costaba esfuerzo avanzar sin tocar ni ser tocado. Quizá la cita sea en la barra. Se dirigió hacia allí sin importarle usar las manos para apartar a la gente.
De pronto alguien usó las manos con ella. Un férreo apretón en su brazo.
– ¡Ven! -Oyó aquella voz-. ¡Rápido!
La sorpresa la dejó aturdida, pero obedeció.
Todo se transformó entonces en una veloz sucesión de imágenes. Se dirigieron al fondo del local, donde estaban los aseos, subieron otra escalera, más angosta que la de entrada, y accedieron a un corto pasillo con una puerta al fondo. Ésta mostraba una barra de apertura y un cerrador neumático sobre cuyo dintel destacaba el letrero de «Exit». Cuando la alcanzaron, él presionó la barra y la abrió unos milímetros. Observó el exterior, la cerró. Luego se volvió hacia ella.