Nadie te ayudará.
Se dirigió apresuradamente hacia su coche en el aparcamiento de la escuela. La fría mañana de marzo, con el cielo casi blanco, la hizo temblar. Sabía que no tenía gripe, pero pensó que no podía reprochársele esa mentira en aquel momento.
De vez en cuando volvía la cabeza para mirar a su alrededor.
Nadie. Estás sola. Y todavía no has recibido la llamada. ¿O sí?
Sacó el móvil del bolso y rastreó su buzón de mensajes. Ninguno. Tampoco había correos electrónicos nuevos en su reloj-ordenador de pulsera.
Sola.
Por su mente cruzaban millares de preguntas, un incesante tráfico de inquietudes y posibilidades. Se dio cuenta de lo nerviosa que estaba cuando casi se le cayó el mando a distancia de las puertas del coche. Maniobró despacio, aferrando el volante con ambas manos y planeando cada gesto del acelerador y el embrague, como una principiante en el examen decisivo del carnet. Decidió no conectar el ordenador del vehículo y concentrarse en la conducción sin asistencia: eso la ayudaría a mantener la calma.
Salió de la universidad y enfiló por la carretera de Colmenar de regreso a Madrid. El espejo retrovisor no le ofrecía ninguna información especiaclass="underline" los coches la adelantaban, nadie parecía interesado en situarse tras ella. Al llegar a la entrada norte de la ciudad escogió la desviación hacia su barrio.
En un momento dado, mientras atravesaba Hortaleza, oyó el familiar timbre de su móvil. Miró hacia el asiento del copiloto: lo había guardado dentro del bolso, olvidándose de conectarlo a los altavoces. Aminoró la velocidad a la vez que introducía una de las manos en el bolso y tanteaba frenéticamente. Es la llamada. El timbre parecía reclamarla desde el centro de la Tierra. Sus dedos palpaban como los de una ciega: una cadenilla, un bolsillo, las aristas del teléfono… La llamada, la llamada…
Por fin encontró el aparato, pero al sacarlo se le resbaló entre los dedos sudorosos. Lo vio caer en el asiento y rebotar hacia el suelo. Quiso recogerlo.
De improviso, como surgida de la nada, una sombra se abalanzó sobre el parabrisas. Ni siquiera tuvo tiempo de gritar: pisó el freno instintivamente y la inercia le aplastó el esternón contra el cinturón de seguridad. El tipo, un hombre joven, dio un salto hacia atrás y golpeó, enfadado, el capó del coche. Elisa se percató de que se trataba de un paso de cebra. No lo había visto. Levantó la mano para disculparse y oyó claramente los insultos del joven a través del cristal. Otros transeúntes la miraban con desaprobación. Calma. Así no lograrás nada. Conduce con calma y vete a casa.
El móvil había enmudecido. Con el coche detenido en el paso de cebra y haciendo caso omiso a las protestas de otros vehículos, Elisa se agachó, recogió el teléfono y examinó la pantalla: el número desde donde la habían llamado no había quedado grabado. No te preocupes: si era la llamada, volverán a intentarlo.
Dejó el teléfono en el asiento y prosiguió el viaje. Diez minutos después estacionó en el garaje comunitario de su edificio, en la calle Silvano. Descartó el ascensor. Subió a pie los tres pisos hasta su casa.
Aunque estaba segura de que resultaría inútil, cerró la puerta reforzada (la había ordenado colocar tres años antes y le había costado una fortuna) con los cuatro pestillos de seguridad y la cadena magnética, y dejó conectada la alarma de entrada. Luego recorrió la casa cerrando todas las persianas metálicas electrónicas, incluso la que daba al patio de la cocina, al tiempo que encendía las luces. Antes de cerrar la del comedor, apartó los visillos y miró hacia la calle.
Los coches pasaban, la gente se deslizaba como por un acuario de ruidos tamizados, había almendros y paredes con pintadas. La vida seguía. No vio a nadie que le llamara especialmente la atención. Cerró aquella última persiana.
Encendió también las lámparas del cuarto de baño y la cocina, así como la de la habitación donde hacía deporte, que carecía de ventanas. No olvidó las lamparitas de la mesilla de noche que flanqueaban una cama sin hacer, cubierta de revistas y apuntes de física y matemáticas.
Un burujo de seda negra se acumulaba a los pies de la cama. La noche previa había estado entregada a su juego del Señor Ojos Blancos, y aún no había recogido la ropa interior desperdigada por el suelo. La recogió entonces, sintiendo escalofríos (pensar en su «juego» la estremecía más que de costumbre en esos instantes), y la guardó desordenada en los cajones de la cómoda. Antes de salir, se detuvo en el gran cuadro enmarcado con la fotografía de la Luna, que era lo primero que veía al despertar cada mañana, y presionó el interruptor adosado al marco: el satélite se iluminó con una tonalidad blanca fosforescente. De vuelta al comedor, terminó de encender el resto de las luces con el control principaclass="underline" la lámpara de pie, los adornos de la estantería… Hizo lo propio con dos lámparas especiales que funcionaban con baterías recargables.
En el contestador de su teléfono fijo parpadeaban dos mensajes. Los escuchó conteniendo el aliento: uno era de una editorial científica a cuya revista estaba suscrita y el otro de la empleada del hogar que trabajaba por horas en su casa. Elisa solo la citaba cuando ella podía estar también en el domicilio, ya que no quería que nadie invadiese en su ausencia la intimidad de su vida. La empleada le proponía un cambio de días para ir al médico. Elisa no le devolvió la llamada: simplemente, borró el mensaje.
Luego encendió la pantalla de cuarenta pulgadas de la televisión digital. En los múltiples canales de noticias ofrecían informes meteorológicos, deportes y datos económicos. Abrió un cuadro de diálogo, tecleó un par de palabras claves y el televisor inició una búsqueda automática de la noticia que le interesaba, pero no obtuvo resultados. Dejó puesto un informativo en inglés de la CNN y bajó el volumen.
Tras pensarlo un instante, corrió a la cocina y abrió un cajón electrónico debajo del programador de temperaturas. Encontró lo que buscaba al fondo. Lo había comprado un año antes con ese único propósito, pese a que también estaba convencida de la inutilidad de tal medida.
Observó por un momento sus propios ojos horrorizados, reflejados en la acerada superficie del cuchillo carnicero.
Esperaba.
Había regresado al comedor, y, tras asegurarse de que el teléfono funcionaba correctamente y el móvil tenía suficiente batería, se había sentado en una butaca frente al televisor con el cuchillo sobre los muslos.
Estaba esperando.
El gran oso de peluche que le habían regalado los compañeros por su cumpleaños el año anterior se hallaba en una esquina del sofá frente a ella. Llevaba un babero con las palabras
«Feliz cumpleaños» bordadas en rojo y el logotipo de la Universidad Alighieri debajo (el aguileño perfil de Dante). En su vientre, en letras doradas, el lema de la universidad: «Las aguas por las que navegaré nadie las ha surcado». Sus ojos de plástico parecían espiar a Elisa y su boca en forma de corazón semejaba hablarle.
Puedes hacer lo que quieras, protegerte cuanto quieras, engañarte a ti misma pensando que te defiendes. Pero lo cierto es que estás muerta.
Desvió la vista hacia la pantalla, que mostraba el lanzamiento de una nueva sonda espacial europea.
Muerta, Elisa. Tan muerta como los otros.
El grito del teléfono casi la hizo saltar del asiento. Pero entonces le ocurrió algo que le sorprendió: tendió la mano sin titubeos y descolgó el auricular en un estado muy similar a la calma absoluta. Ahora que por fin había recibido la llamada, se sentía inconcebiblemente serena. Su voz no tembló un ápice al responder.
– ¿Diga?
Durante una eternidad nadie dijo nada. Luego oyó:
– ¿Elisa? Soy Víctor…
La decepción la dejó completamente aturdida. Era como si hubiese puesto todas sus fuerzas en aguardar un golpe para encontrarse de repente con que el combate se había interrumpido. Tomó aliento mientras una irracional oleada de odio hacia su amigo la invadía de repente. Víctor no tenía la culpa de nada, pero en aquel momento era la voz que menos deseaba escuchar. Déjame, déjame, cuelga y déjame.
– Quería saber qué tal estabas… Te noté… En fin, con mala cara. Ya sabes…
– Estoy bien, no te preocupes. Solo es un dolor de cabeza… Ni siquiera creo que sea gripe.
– Me alegro. -Un carraspeo. Una pausa. La lentitud de Víctor, a la que tan acostumbrada estaba, le resultaba ahora exasperante-. Lo del seminario ya está arreglado. Noriega dice que no pasa nada. Si no puedes venir esta semana… tú… solo avisa con tiempo a Teresa…
– De acuerdo. Muchas gracias, Víctor. -Se preguntó qué pensaría Víctor si la viera en aquel momento: sudorosa, temblando, encogida en el asiento, con un cuchillo de cuarenta y cinco centímetros de afilado acero inoxidable en la mano derecha.
– Te… Te llamaba también porque… -dijo él entonces-. Es que en la tele están dando una noticia… -Elisa se puso en tensión-. ¿Tienes encendido el televisor?…
Frenéticamente, buscó con el mando a distancia el canal que Víctor le indicó. Contempló un edificio de apartamentos y un locutor hablando ante un micrófono.
– …en su casa de este barrio universitario de Milán, ha conmocionado a toda Italia…
– Creo que tú lo conocías, ¿no?-dijo Víctor.
– Sí -repuso Elisa tranquilamente-. Qué pena.
Muéstrate indiferente. Por teléfono no se te ocurra delatarte.
La voz de Víctor iniciaba otra difícil escalada hacia una nueva frase. Elisa decidió que ya era tiempo de interrumpirlo.