Se acaricié) la barbilla. El hecho de que los científicos hubiesen llegado a saber tanto no dejaba de intrigarle, pese a que Carter había obtenido sobradas pruebas de que, antes de morir, Marini los había ayudado. Pero ¿cabía atribuir la copia de las autopsias, por ejemplo, a la intervención de Marini? Teniendo en cuenta que el propio Marini lo ignoraba casi todo al respecto, ¿cuál podía haber sido su fuente? ¿De quién había procedido la filtración? A Harrison había empezado a preocuparle eso.
Filtración. La grieta. Lo que permite que las cosas salgan o entren. El defecto en el blindaje.
Blanes hablaba ahora. Cuánto odiaba sus aires de superioridad y sabiduría…
Le dedicó una larga mirada a Elisa Robledo. Últimamente contemplaba ciertas cosas de la misma forma, sin pestañear ni respirar siquiera, con mucha atención. Conocía la anatomía básica del ojo, y sabía que la pupila no es una mancha sino un di-# minuto agujero. Una fisura, en realidad.
Filtraciones.
Por ese agujero podían penetrar imágenes indeseable como las que había visto hacía cuatro años en la casa de Colin Craig y el piso de Nadja Petrova, o el día anterior en una mesa de disecciones de Milán. Imágenes hediondas e impuras como la boca de un moribundo. Soñaba todas las noches (las que empleaba en dormir) con ellas.
Ya había decidido lo que iba a hacer, y recibido la bendición de los altos cargos: descontaminar, amputar la gangrena. Se acercaría a los científicos bien protegido y eliminaría toda la carne enferma que estaba contemplando. En particular, y de manera personal, la carne responsable de que existieran grietas, fisuras.
Muy en especial, se dedicaría a Elisa Robledo. No se lo había dicho a nadie, ni siquiera a sí mismo.
Pero sabía lo que iba a hacer.
De pronto la pantalla se llenó de dientes de sierra. Harrison imaginó por un segundo que el Todopoderoso lo estaba castigando por sus malos pensamientos.
– Interferencias en la transmisión -dijo el hombre de la izquierda manipulando la galleta de chocolate-. Quizá falta de cobertura.
Harrison apenas le dio importancia a no poder ver ni escuchar. Los científicos, incluyendo a Elisa, ya formaban, tan solo, una débil luz en su firmamento privado. Tenía planes, y los llevaría a cabo en el momento oportuno. Ahora quería concentrarse en la última tarea que le aguardaba aquella noche.
Blanes se disponía a seguir hablando cuando algo lo interrumpió.
– El avión del profesor Silberg aterrizará en diez minutos -dijo Carter entrando en la habitación y cerrando la puerta tras de sí.
Aquella intromisión indignó a Elisa, que saltó de su asiento.
– Lárguese, ¿quiere? -espetó-. ¿No le basta con escucharnos desde los micrófonos? ¡Queremos hablar entre nosotros! ¡Váyase de una vez!
A su espalda escuchó ruidos de sillas removidas y peticiones de calma por parte de Víctor y Blanes. Pero ella había llegado a un punto sin retorno. La mirada fija de Carter y su cuerpo como un pedazo de granito plantado frente a ella se le antojaban simbólicos: la justa metáfora de su impotencia ante los acontecimientos. Se situó a escasos centímetros de distancia de él. Era más alta, pero cuando lo empujó sintió como si intentara mover una pared de ladrillos.
– ¿Es que no me escucha? ¿No entiende el inglés? ¡Lárguense, usted y su jefe, de una jodida vez!
Sin tener en cuenta a Elisa, Carter miró a Blanes y asintió.
– He puesto en marcha los inhibidores de frecuencia. Harrison se ha ido al aeropuerto y no puede vernos ni oírnos ahora.
– Perfecto -repuso Blanes.
La mirada de Elisa viajaba desconcertada de uno a otro, sin comprender el diálogo que mantenían. Blanes dijo entonces:
– Elisa: Carter es quien nos ha estado ayudando en secreto desde hace años. Él ha sido nuestra fuente de información en Eagle, nos ha entregado copias de las autopsias y todas las pruebas con que contamos… Entre él y yo preparamos este encuentro.
26
– Ha matado a todos mis hombres. Los que estuvieron en Nueva Nelson. Eran cinco, ¿recuerda? Muertes que hielan la sangre, parecidas a las de sus amigos, pero no tan populares, ¿verdad, profesora? Ellos no eran… «científicos brillantes».
Carter hizo una pausa. Por un instante, una especie de telón pareció alzarse en sus ojos claros, pero de inmediato las piezas de acero de su rostro volvieron a encajar y todo cesó. Prosiguió, en un tono neutro:
– A Méndez y Lee se los cargó con la explosión del almacén, pero la autopsia demostró que antes se había entretenido un poco con Méndez… York fue asesinado hace tres años, el mismo día que el profesor Craig, en una base militar de Croacia. A Bergetti y Stevenson los hizo picadillo este lunes, horas antes de matar a Marini. Bergetti estaba de baja por un trastorno mental, y fue asesinado en su casa; su mujer se arrojó por la ventana al ver su cadáver. A Stevenson lo destrozó en una barcaza en medio del mar Rojo diez minutos después, durante una misión rutinaria. Nadie vio cómo ocurrió. Parpadearon, y allí estaba el fiambre… Empecé a sospechar cuando me enteré de la muerte de York. En Eagle no me lo contaron, lo supe por mis propios medios… Fue entonces cuando opté por colaborar con el profesor Blanes…
– Ahora comprendes, Elisa, que no hubo ninguna traición. -acotó Blanes-. Lo habíamos preparado de esta forma. Si Carter no llega a informar a Eagle de nuestra reunión, ya estaríamos todos de regreso a Imnia, y drogados. Pero él los convenció de que era preferible escuchar antes lo que teníamos que decir… De hecho, lleva ayudándonos desde hace años. No solo organizó este encuentro: también el anterior. ¿Recuerdas el mensaje musical? -Elisa asintió: ahora comprendía de dónde había procedido aquel mensaje tan impropio de las habilidades de Blanes.
– Debo aclararles algo -dijo Carter-: ustedes me gustan tanto como yo a ustedes, es decir, ni pizca. Pero si me dan a elegir entre Eagle y ustedes, los prefiero a ustedes… Y si me dan a elegir entre él y ustedes, sigo prefiriéndolos a ustedes, -agregó-. No sé quién o qué coño es, pero ha eliminado a todos mis hombres, y ahora, supongo, viene a por mí.
– Está eliminando a todos los que estuvimos en esa isla, hace diez años… -susurró Jacqueline-. A todos.
– ¿Usted también lo ve? -preguntó Elisa a Carter, trémula.
– Claro que lo veo. En sueños, igual que usted. -Tras una pausa se corrigió, y su voz tembló ligeramente-: Es decir, no, no lo veo: cierro los ojos cuando aparece.
Se apartó de Elisa y se aflojó el nudo de la corbata mientras, hablaba.
– Eagle les está mintiendo: no pretenden ayudarlos. En realidad, están esperando otra muerte… Creo que quieren estudiarnos, ver qué sucede cuando eso elija al siguiente de la lista. A mí también me han hecho exámenes en Imnia, pero aún confían en mí, lo cual es una ventaja, claro. De modo que, les guste o no, ustedes no son cuatro, contando con Silberg, sino cinco. Tendrán que incluirme en sus planes.
– Seis.
Las miradas se trasladaron a Víctor, que parecía tanto o más sorprendido que los demás con su propia intervención.
– Yo… -Titubeó, tragó saliva, respiró hondo y logró dotar a sus palabras de una inesperada fuerza-. Tendrán que incluirme también.
– ¿Se lo han contado todo? -preguntó Carter, como si no estuviera muy seguro acerca de la valía de aquella nueva incorporación.
– Casi todo -dijo Blanes.
Carter se permitió distender los labios.
– Pues tómese su tiempo, profesor. Aún debemos esperar a Silberg.
– Estoy deseando que llegue -confesó Blanes-. Los documentos que trae son la clave.
– ¿A qué te refieres? -inquirió Elisa.
– En ellos está la explicación de lo que nos ocurre.
Jacqueline se adelantó un paso. En su voz se percibía una renovada ansiedad.
– David, solo dime esto: ¿existe él? ¿Es real o se trata de una visión colectiva…, una alucinación?
– No sabemos aún lo que es, Jacqueline, pero es real. Los de Eagle lo saben. Es un ser completamente real. -Los miró como si pasara revista a los últimos supervivientes de alguna catástrofe. En sus ojos Elisa advirtió el brillo del miedo-. En Eagle lo llaman «Zigzag», como el proyecto.
Casi por primera vez en su vida, Reinhard Silberg estaba pensando en sí mismo.
Todos aquellos que lo conocían sabían que pecaba más bien de altruista y abnegado. Cuando su hermano Otto, cinco años mayor y director de una empresa de instrumentos ópticos en Berlín, le llamó un día para explicarle que le habían diagnosticado un cáncer cuyo nombre no era capaz de pronunciar, Silberg habló con Bertha, pidió un permiso en la universidad y se marchó a casa de Otto. Estuvo cuidándolo y apoyándolo hasta que se produjo su muerte al año siguiente. Dos meses después hizo la maleta y se fue a Nueva Nelson. Eran tiempos difíciles, con paletadas emocionales de cal y arena: en aquellos días creía que el Proyecto Zigzag era la feliz compensación que Dios le otorgaba en Su infinita bondad para paliar la tragedia de su hermano.
Ahora pensaba de forma muy distinta.
En cualquier caso, hasta que las cosas cambiaron definitivamente, Silberg nunca había tenido miedo de lo que pudiera ocurrirle. No por poseer una valentía especial sino por lo que Bertha llamaba «cuestiones glandulares». El sufrimiento de los seres que le rodeaban le dolía más que el suyo propio; así era, llanamente. «Si alguien tiene que caer enfermo en esta casa, lo mejor es que sea Reinhard -solía decir su esposa-. Si soy yo, enfermamos los dos, y él más que yo.»