Te quiero tanto, Bertha… Al pensar en ella, volvía a verla en su mente: los ojos ajenos podían decir que ya no era la chica rellenita aunque esbelta que había conocido en la universidad casi medio siglo antes, pero para Silberg seguía siendo la mujer más deseable del mundo. Pese a que no habían logrado tener hijos, treinta años de feliz matrimonio lo habían convencido de que el único paraíso que existe sobre la Tierra, el, único que de verdad merece tal nombre, consiste en poder vivir junto a quien se ama.
Sin embargo, durante algún tiempo esa armonía había estado a punto de quebrarse. Años atrás, horrorizado con sus sueños, Silberg había tomado una decisión muy similar a la que, le había impulsado a marchar a casa de su hermano: irse para ayudar a otro. Hizo las maletas y se trasladó al pequeño apartamento de soltero que poseían cerca de la universidad, y que solían alquilar a los estudiantes. No podía vivir junto a su mujer temiendo cada noche despertarse y comprobar que le había hecho todo lo que le hacía en aquellas visiones grotescas… A Bertha le había dado muchas excusas: desde la necesidad de plantearse las cosas «desde la distancia» hasta que se encontraba mal de los nervios. Pero fue ella la que empezó a encontrarse mal y removió cielo y tierra para que Silberg regresara a su lado. Él había terminado accediendo, aunque sus temores no habían hecho sino incrementarse.
Esa tarde se había despedido de Bertha. No quería que nada de lo que le ocurriera a partir de entonces, fuera lo que fuese, le sorprendiera junto a ella. No le había dado un abrazo muy fuerte, pero había envuelto su cuerpo y acariciado la espalda que la martirizaba tanto últimamente diciéndole que había surgido «un nuevo proyecto» y que se necesitaba su colaboración. Tendría que ausentarse unos días. No le importó decirle que iba a reunirse con David Blanes en Madrid: sabía que Eagle se habría enterado ya, y mentir a su mujer era correr el riesgo de que la interrogaran.
Por supuesto, no le había contado toda la verdad, ya que, en Madrid, Blanes, él y el resto del equipo tendrían que tomar algunas decisiones drásticas. Sabía que pasaría mucho tiempo antes de que volviera a ver a su esposa (si volvía a verla), de ahí la importancia que había otorgado a la breve despedida.
Pero en aquel momento ni siquiera pensaba en Bertha. Estaba aterrorizado por él, por su propia vida, por su futuro. Tenía tanto miedo como un niño pequeño en la profundidad de un pozo.
En el maletín que llevaba en el portaequipajes se encontraba el origen de su terror.
Volaba en un jet privado Northwind a velocidad de crucero de quinientos veinte kilómetros por hora, dentro de una cabina de doce metros de longitud con siete asientos que olían a cuero y metal nuevos. Los otros dos únicos pasajeros, sentados frente a él, eran los hombres que Eagle había enviado para acompañarlo desde su pequeño despacho en la facultad de Física de la Technische de Berlín, en Charlotenburg. Silberg ocupaba desde hacía años la cátedra de un departamento cuyo nombre obligaba a los creadores de tarjetas de visita a hacer piruetas con el espacio libre: Philosophie, Wissenschaftstheorie, Wissenschafts und Technikgeschichte. El departamento estaba adscrito a la facultad de Humanidades, ya que se dedicaba al estudio de la filosofía de la ciencia, pero, en calidad de físico teórico, además de historiador y filósofo, contaba con una base de operaciones en la facultad de Física. Allí había terminado de leer y anotar las conclusiones que había estado elaborando a lo largo de todo el día, y que albergaba bajo el cierre informático de aquel maletín.
Silberg esperaba la llegada de los hombres de Eagle, pero pese a ello fingió sorpresa. Le explicaron que habían sido designados para escoltarle hasta Madrid. No era preciso que utilizara el billete de avión que había adquirido: viajaría en un jet privado. Él sabía muy bien la razón de aquella «jaula de oro». Carter ya le había advertido que Harrison iba a detenerlo en el aeropuerto y quitarle el maletín. Confiaba en que Carter lo recuperase, pero aun si no era así, ya había tomado medidas para que sus conclusiones llegaran a las manos adecuadas.
– Iniciamos el descenso -informó el piloto desde los altavoces.
Revisó su cinturón de seguridad y siguió sumido en sus pensamientos. Se preguntaba, no por primera vez, la causa de aquel castigo tan espantoso que había caído sobre ellos. ¿Quizá el hecho de haber transgredido la prohibición más tajante que Dios le había hecho al hombre? Tras expulsar a Adán del paraíso, Dios había enviado a un ángel con espada de fuego para que guardase la entrada. No puedes regresar: el pasado es un paraíso inaccesible para ti. Sin embargo, ellos habían intentado regresar al pasado de algún modo, aunque solo fuese contemplándolo. ¿Acaso no era ésa la principal perversión? Las imágenes del Lago del Sol y la Mujer de Jerusalén (con las que soñaba casi cada noche desde hacía diez años), ¿no eran la prueba palpable de aquel oscuro pecado? Ellos, los «condenados», los mirones de la Historia, ¿no se habían hecho acreedores a un castigo ejemplar?
Tal vez, pero Zigzag le parecía un castigo excesivo: se le antojaba horriblemente injusto.
Zigzag. El ángel de la espada de fuego.
Ignoraba de qué manera podían hacerse compatibles un mundo creado por la Suprema Bondad con las sospechas que albergaba. Si tenía razón, si Zigzag era lo que creía que era, entonces todo sería mucho peor de cuanto imaginaban. Si sus conclusiones, extraídas apresuradamente de los documentos que portaba, resultaban correctas, nada de lo que hicieran iba a poder ayudarlos: él y el resto de los «condenados» se dirigían sin remedio a la perdición.
Mientras el avión en el que viajaba planeaba sobre la noche de Madrid como un enorme pájaro blanco, Reinhard Silberg rezaba al Dios en el que aún seguía creyendo por estar equivocado.
A Víctor Lopera le sonreía la vida.
Su pasado era el mejor que cualquiera podía desear. Tenía dos hermanos que le querían y unos padres saludables y cariñosos. La moderación era el común denominador de su existencia: en su biografía no había grandes penas ni alegrías, sus afectos no eran excesivos ni escasos; no solía hablar mucho, pero tampoco lo precisaba; aunque no era de los que se rebelaban, no se sometía de buen grado a nadie. De haber vivido bajo la bota de un tirano, habría sido un hombre muy semejante al que ya era. Poseía gran capacidad de adaptación, como sus plantas hidropónicas.
La única extravagancia de su vida había sido Ric Valente. Y, no obstante, se había tratado de una experiencia necesaria para su propia formación, o así quería verlo.
A esas alturas había terminado comprendiendo, como Elisa le había dicho en cierta ocasión, que Ric no era tan «diabólico» como él creía, sino un chaval abandonado por sus padres y desdeñado por su tío, lleno de inteligencia y ambición, pero también muy necesitado de amistad y amor. Cuando pensaba en Ric pensaba en contradicciones: un alma egocéntrica pero capaz de sentir afecto, como había quedado demostrado tras la famosa pelea a orillas del río por Kelly Graham; un buscador de placeres que, visto desde la distancia, no dejaba de resultar un cándido aficionado a la satisfacción solitaria con revistas, fotos y películas… Un individuo, en todo caso, marginal para los adultos, pero atractivo, y hasta pedagógico, para cualquier niño. Concluía que la amistad con Valente le había enseñado más sobre la vida que muchos libros de física y muchos maestros, porque haber sido amigo del diablo resultaba apropiado para quien, como él, intentaba aprender a evitar las tentaciones.
Buena prueba de que las cosas habían sido así en su caso era, que, cuando maduró lo suficiente para apartarse de la órbita del aquel chico solitario, resentido y genial, no dudó en hacerlo. Los recuerdos de las correrías que habían compartido no le parecían sino peldaños en su evolución interior. A la hora de la verdad, él había seguido su propio camino mientras Valente continuaba con sus perversiones no tan secretas.
En cualquier caso, la aritmética de su existencia siempre había dado un resultado positivo, incluso con la variable Valente de por medio.
Hasta esa noche.
Si se ponía a rememorar en orden todo lo que había vivido esa noche única, casi le daban ganas de reír: la mujer que más admiraba (y amaba) le había contado una historia increíble; luego unos desconocidos lo habían sacado de su coche a la fuerza, llevado a una casa en las afueras e interrogado mientras le dirigían miradas intimidatorias; y ahora un David Blanes ojeroso, barbudo y probablemente loco pretendía que creyera en lo imposible. Eran números demasiado grandes para su aritmética mental.
Lo único que sabía con certeza era que estaba allí para ayudarlos, sobre todo a Elisa, y que intentaría hacerlo lo mejor posible.
Pese al miedo creciente que sentía.
– Dijiste que había cosas más extrañas -dijo.
Blanes asintió.
– Las momificaciones. ¿Puedes explicarlo, Jacqueline?
– Un cadáver puede momificarse por medios naturales o artificiales -dijo Jacqueline-. Los artificiales los empleaban en Egipto, y los conocemos todos. Pero también la naturaleza puede momificar. Por ejemplo, lugares extremadamente secos con aire circulante, como los desiertos, producen una rápida evaporación del agua del organismo impidiendo la labor de las bacterias. Pero los restos de Cheryl, Colin y Nadja estaban momificados debido a un proceso que no se parecía a ninguno conocido. No había desecación, ni presencia de alteraciones ambientales típicas, ni había transcurrido el tiempo suficiente para que las hubiera. Y existían otras contradicciones: los fenómenos de autolisis química, por ejemplo, causados por la muerte de nuestras propias células, parecían haberse producido, pero no así la posterior labor de las bacterias. La ausencia total de putrefacción bacteriana era insólita… Como si… Como si hubiesen pasado mucho tiempo encerrados en algún sitio sin contacto con la atmósfera. Resultaba inexplicable, teniendo en cuenta la datación post mortem. La llamaron «momificación aséptica idiopática».