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– ¿Adónde vamos? -preguntaba Blanes.

Un monovolumen oscuro aguardaba en aquella salida. El hombre que lo conducía se apeó, Carter entró, se sentó tras el volante y encendió el motor.

– ¡Entren, vamos! -llamó a los científicos.

Solo cuando todos estuvieron acomodados y el coche arrancó, Carter dijo:

– No habrá pensado en serio que íbamos a volar a Zurich en un transporte público con billetes sacados en el aeropuerto, ¿verdad? -Maniobró marcha atrás y aceleró-. Ya le dije que conozco bien a Harrison y he intentado adelantarme a sus decisiones. Imaginé que enviaría mi descripción a las autoridades… Aunque es verdad que se ha movido con más rapidez de la que esperaba… Confío en que se trague el anzuelo de los billetes a Zurich el mayor tiempo posible…

En el asiento trasero, Elisa miró a Víctor y Jacqueline, que parecían tan desconcertados como ella. Pensó que, si Carter no los defraudaba, se trataba del mejor aliado que poseían.

– Pero, entonces, ¿no vamos a Zurich? -preguntó Blanes.

– Por supuesto que no. Nunca me lo planteé.

– ¿Y por qué no nos dijo nada?

Carter aparentaba no haber oído. Tras deslizarse hábilmente entre dos vehículos y alcanzar la autopista murmuró:

– Si van a depender de mí a partir de ahora, profesor, más vale que aprendan esto: la verdad nunca se dice, se hace. Lo único que necesita decirse es la mentira.

Elisa se preguntó si, en aquel momento, Carter estaba diciendo la verdad.

– Se han ido.

Ésa fue su única conclusión, su único pensamiento. Su colaborador lo había planeado todo muy bien. Quizá nunca había pensado dirigirse a Suiza. Puede que contara, incluso, con algún medio de transporte privado en otro aeropuerto.

Por un instante no logró respirar. El ahogo que sintió fue tal que, sin mediar palabra, tuvo que levantarse y abandonar la sala donde el director de Barajas le ofrecía la última información disponible. Salió al pasillo. Su hombre de confianza le siguió.

– Se han ido -repitió Harrison cuando pudo recobrar el aliento-. Carter los ayuda.

Comprendió por qué. Se ha ido para salvar el pellejo. Sabe que se enfrenta a lo más peligroso de toda su vida y quiere que los sabios lo ayuden a sobrevivir.

Respiró hondo. Las expectativas, de repente, se habían vuelto poco halagüeñas.

Zigzag bien podía tratarse del gran enemigo, el Enemigo con mayúsculas, el más temible. Pero ahora sabía que Carter era otro enemigo. Y, aunque no resultaban comparables, su antiguo colaborador no podía ser considerado un exiguo adversario.

A partir de ese momento también tendría que cuidarse mucho de Paul Carter.

VIII EL REGRESO

Sé bien de que huyo, pero ignoro lo que busco

MICHEL DE MONTAIGNE

28

La isla apareció como un desgarrón en el tejido azul ondulado, bajo los rayos de un sol que se ocultaba con rapidez. El helicóptero la sobrevoló dos veces antes de decidirse a descender.

Hasta ese instante, la idea de un trozo de jungla flotando en el océano tropical le había parecido a Víctor más propia de la propaganda de las agencias de turismo que de la realidad: esa clase de lugares a los que nunca llegas porque no son sino artificios, cebos publicitarios. Pero al divisar Nueva Nelson en medio del índico, rodeada de anillos de distintas tonalidades de verde, cubierta de hojas de palmeras que parecían flores vistas desde arriba, arenas color vainilla y corales como collares enormes arrojados al mar, hubo de reconocer que se había equivocado. Cosas así podían ser reales.

Y si la isla era real -razonaba con pavor-, todo lo que había oído hasta entonces adquiría un grado más de verosimilitud.

– Parece el paraíso -murmuró.

Elisa, que compartía con él el reducido espacio junto a la ventanilla del helicóptero, la contemplaba con expresión absorta.

– Es el infierno -dijo.

Víctor lo dudaba. Pese a todo lo que ya sabía, no creía que aquello fuese peor que el aeropuerto de Sanaa, en Yemen, donde habían pasado las dieciocho horas previas aguardando a que Carter finalizara los preparativos para trasladarlos a la isla. No había podido ducharse ni cambiarse de ropa, le dolían todos los huesos de haber dormido en los incómodos bancos del aeropuerto y apenas había comido otra cosa que patatas fritas y chocolatinas acompañadas de agua mineral. Todo eso después del angustioso vuelo en avioneta que habían realizado desde Torrejón, amenizado por las avinagradas advertencias de Carter:

– Ustedes son científicos y conocen la expresión «en teoría», ¿verdad? Bueno, pues «en teoría» van a regresar al mismo lugar que abandonaron hace diez años, pero no me echen la culpa si no es así.

– Nunca lo hemos abandonado -fue la taciturna réplica de Jacqueline Clissot. A diferencia de Elisa, Jacqueline sí había traído algo de ropa. En Sanaa se había cambiado y llevaba una gorra deportiva sobre los lacios cabellos teñidos de rojo, una blusa veraniega de color blanco y minifalda vaquera. En aquel momento estaba mirando por la otra ventanilla, sentada junto a Blanes, pero al divisar la isla apartó la cara del cristal.

A Víctor le daba igual lo que dijeran: allí podría esperarles cualquier cosa, pero al menos se trataba de la etapa final de aquel viaje enloquecedor. Tendría tiempo para lavarse, quizá incluso afeitarse. Sobre lo de hallar ropa limpia albergaba dudas. El helicóptero ejecutó otra violenta maniobra. Tras un nuevo bandazo -el piloto, que era árabe, aseguraba que se trataba del viento, pero a juicio de Víctor se trataba de su torpeza- se equilibró y empezó a descender sobre un perímetro de arena. En la esquina derecha había ruinas negras y metales retorcidos.

– Es lo que queda de la casamata y el almacén -le dijo Elisa.

Víctor notó cómo se estremecía y le pasó el brazo sobre los hombros.

La estación, desde el aire, le recordaba vagamente a un tenedor con el mango roto. Las puntas eran tres barracones grises de techo inclinado conectados por el extremo norte, mientras que la parte que hacía de mango era redonda y corta: supuso que allí tenía que estar SUSAN, el acelerador de electrones. Sobre ella, clavadas como dardos, antenas largas y circulares erguían sus esqueletos de metal. Una alambrada lo encerraba todo en un amplio cuadrilátero.

Víctor fue de los últimos en salir. Siguió a Elisa hasta la escalerilla, inclinados ambos debido al techo bajo del helicóptero (él casi besando el trasero de ella) y saltó al terrizo aturdido por el viaje, la nube de arena y el ruido de las aspas. Se apartó tosiendo y, al tomar aliento, varios centímetros cúbicos de aire isleño penetraron en sus pulmones. No era tan húmedo como esperaba.

– Hay tormenta al sur, en las Chagos -exclamó Carter, que aún seguía en el helicóptero, haciéndose oír sin esfuerzo por encima de los rotores.

– ¿Eso es malo? -preguntó Víctor, alzando la voz.

Carter lo miró como si Víctor fuese un insecto en la fase de muda.

– Eso es bueno. Lo que me preocupa es el tiempo seco, que es más frecuente en esta época. Mientras haya tormentas nadie se acercará aquí. Agarre esto.

Le tendía una caja sosteniéndola con una sola mano. Él necesitó las dos, y aun así se le caía. Se sintió como una especie de soldado transportando víveres. En verdad se trataba de parte de las provisiones que Carter había reunido en Sanaa: latas de conserva y paquetes de pasta italiana, así como baterías de distintos tamaños para las linternas, radios, municiones y botellas de agua. Estas últimas eran especialmente importantes, ya que el depósito del almacén había quedado destruido y Carter ignoraba si habían instalado otro. Elisa, Blanes y Jacqueline se acercaron y repartieron el resto del equipaje.

Víctor avanzaba hacia el barracón tambaleándose como un borracho. La caja pesaba endemoniadamente. Vio cómo Elisa y Jacqueline le adelantaban, la primera llevando incluso dos cajas, puede que menos pesadas que la suya, pero dos. Se sintió desanimado e inútil. Recordó cuánto le costaba realizar los ejercicios físicos en el colegio y la humillación que sufría cuando una chica lo superaba en cuestión de músculos. De alguna manera, la idea de que una mujer, sobre todo si era tan atractiva como Elisa o Jacqueline, tenía que ser más débil que él seguía muy arraigada en su interior. Se trataba de una idea ridícula, lo admitía, pero no podía quitársela de encima.

Mientras hacía muecas intentando llegar oyó a su espalda la voz de Carter despidiéndose a gritos del piloto. Como coordinador de la seguridad en Nueva Nelson, Carter no había tenido ningún problema en conseguir que los guardacostas mirasen para otro lado. Tampoco era de temer, por el momento -según había explicado-, que Eagle se enterara de que estaban allí, ya que los vigilantes eran hombres de confianza. Pero les había advertido que el helicóptero se marcharía de inmediato: no quería arriesgarse a que un avión militar advirtiese su presencia durante un vuelo rutinario. Iban a quedarse solos. Y si alguna prueba necesitaba Víctor de ello, escuchó cómo se aceleraba el ritmo de las aspas y alzó la cabeza justo a tiempo de ver el helicóptero girar en el aire lanzando chispazos del sol de poniente antes de alejarse. Solos en el paraíso, pensó.

Quizá fue ese pensamiento lo que le aturdió, porque la caja se le resbaló de las manos. La sujetó antes de que se cayera del todo, pero no pudo evitar que una esquina le golpeara el pie derecho. El agudo dolor le hizo trizas cualquier idea de paraíso.

Por fortuna, nadie había percibido su torpeza. Se hallaban congregados frente a la puerta del tercer barracón, sin duda esperando a que Carter la abriera.