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Existía otra posibilidad. La que más pánico le daba. Elisa está enferma.

Y aun había una última, sin duda la mejor, pero tampoco le dejaba indiferente. Se la imaginaba así: él llegaría a su casa, ella le abriría la puerta y tendría lugar una ridícula conversación. «Víctor, ¿qué haces aquí?» «Me dijiste que viniera.» «¿Yo?» «Sí: que hiciera lo que dice el jeroglífico.» «¡No, por favor!», ella se partiría de risa. «¡Te dije que hicieras el jeroglífico, o sea, que lo resolvieras esta noche!» «Pero me dijiste que no te llamase…» «Te lo dije para que no tuvieras que molestarte: yo pensaba llamarte después…» Él, quieto en el umbral, se sentiría estúpido mientras ella seguiría riéndose…

No.

Se equivocaba. Esa posibilidad era absurda.

A Elisa le pasaba algo. Algo terrible. De hecho, él sabía que llevaba pasándole algo terrible desde hacía años.

Siempre lo había sospechado. Como todos los seres reservados, Víctor era un termómetro infalible de las cosas que le interesaban, y pocas cosas le habían interesado más en este mundo que Elisa Robledo Morandé. La veía caminar, hablar, moverse, y pensaba: Le sucede algo. Sus ojos giraban como imanes tras el paso de su atlético cuerpo y su largo pelo negro, y no lo dudaba ni un segundo: Esconde un secreto.

Incluso creía saber de dónde procedía ese secreto. La temporada de Zurich.

Atravesó una rotonda y penetró en la calle Silvano. Aminoró la velocidad y fue buscando un lugar libre para aparcar. No había ninguno. En uno de los coches estacionados descubrió a un hombre tras el volante, pero éste le hizo señas de que no pensaba marcharse.

Cruzó frente al portal de la casa de Elisa y siguió avanzando. De repente advirtió un sitio flamante, espacioso. Frenó y puso la marcha atrás.

En ese instante sucedió todo.

Poco después se preguntó por qué el cerebro tenía aquella forma especial de comportarse en los momentos extremos. Porque lo primero que pensó cuando ella apareció de improviso y golpeó la ventanilla del asiento contiguo no fue en la expresión despavorida de su rostro, tan blanco como un trozo de queso a la luz de la luna; tampoco en la manera que tuvo de entrar, casi saltando, cuando él le abrió la portezuela; ni en el gesto que hizo al mirar atrás mientras le gritaba: «¡Arranca! ¡Rápido, por favor!».

No pensó, igualmente, en el bullicio de bocinas que desató su violenta maniobra, ni en los faros que cegaron su retrovisor, ni en aquel chirrido de neumáticos que escuchó detrás y que le trajo a su memoria -extrañamente- el coche aparcado con las luces apagadas y el hombre sentado al volante. Todo eso lo vivió, pero nada logró superar la barrera de su médula espinal.

Allí, en el cerebro, en el centro de su vida intelectual, solo alcanzaba a concentrarse en una cosa.

Sus pechos.

Elisa llevaba una camiseta escotada bajo la cazadora, una prenda rápida, descuidada, demasiado veraniega para el relente nocturno de marzo. Tras ella, sus redondos y magníficos pechos sobresalían de forma tan visible como si no llevara sujetador. Cuando se inclinó en la ventanilla antes de entrar, él se los miró. Incluso ahora, con ella sentada a su lado, olfateando el olor a cuero de su cazadora y a gel perfumado de su cuerpo y sumido en un vértigo angustioso, no podía dejar de mirarlos de refilón, aquellos dulces y firmes senos.

No le pareció, sin embargo, un mal pensamiento. Sabía que era la única forma que tenía su cerebro de volver a encajar el mundo en sus goznes tras haber sufrido la brutal experiencia de ver a su amiga y colega saltar al coche, agacharse en el asiento y gritarle instrucciones desesperadas. En ciertas ocasiones, un hombre necesita agarrarse a cualquier cosa para conservar la cordura: él se había agarrado a los pechos de Elisa. Corrijo: me baso en ellos para calmarme.

– ¿Nos… nos sigue alguien? -balbució al llegar a Campo de las Naciones.

Ella torcía la cabeza para mirar atrás, y al hacerlo proyectaba aquellos pechos hacia él.

– No lo sé.

– ¿Por dónde voy ahora?

– Carretera de Burgos.

Y de repente ella se encorvó, y sus hombros se agitaron entre espasmos.

Fue un llanto terrorífico. Al verla, hasta la imagen de sus pechos se esfumó de la mente de Víctor. Nunca había visto llorar así a un adulto. Se olvidó de todo, también de su propio miedo, y habló con una firmeza de la que él mismo se asombraba:

– Elisa, por favor, tranquilízate… Escúchame: me tienes a mí, siempre me has tenido… Voy a ayudarte… Sea lo que sea lo que te pase, te ayudaré. Te lo juro.

Ella se recobró de repente, pero a él no le pareció que fuera efecto de sus palabras.

– Lamento haberte metido en esto, Víctor, pero no he podido remediarlo. Tengo un miedo espantoso, y el miedo me vuelve rastrera. Me vuelve hija de puta.

– No, Elisa, yo…

– De todas formas -cortó ella y echó su largo pelo hacia atrás- no voy a perder el tiempo disculpándome.

Fue entonces cuando él sé percató del objeto plano, alargado y envuelto en plástico que ella llevaba. Podía tratarse de cualquier cosa, pero la forma en que lo aferraba era intrigante: con la mano derecha cerrada en un extremo, la izquierda apenas rozándolo.

Los dos hombres, recién llegados al aeropuerto de Barajas, no tuvieron que pasar por ningún control ni mostrar identificación alguna. Tampoco utilizaron el mismo túnel de acceso al aeropuerto que el resto de los pasajeros, sino una escalerilla adyacente. Allí los esperaba una furgoneta. El joven que la conducía era educado, cortés, simpático y deseaba practicar un poco su inglés de academia nocturna:

– En Madrid no hay tanto frío, ¿eh? Me refiero en esta época.

– Y que lo diga -respondió de buen humor el mayor de los dos hombres, un tipo alto y delgado de cabellos níveos, escasos en la coronilla, pero con algo de melena-. Me encanta Madrid. Vengo siempre que puedo.

– Por lo visto, en Milán sí que hacía frío -dijo el conductor. Sabía bien de dónde procedía el avión.

– Ciertamente. Pero, sobre todo, mucha lluvia. -Y luego, en un castellano chapurreado, el hombre mayor añadió-: Es agradable volver a buen tiempo español.

Ambos rieron. El conductor no escuchó la risa del otro hombre, el corpulento. Y, a juzgar por el aspecto y la expresión del rostro que había observado cuando subía a la furgoneta, decidió que casi era mejor no escucharla.

Si es que aquel tipo se reía alguna vez.

Empresarios -sospechó el conductor-. O un empresario y su guardaespaldas.

La furgoneta había dado un rodeo por la terminal. En aquel punto aguardaba otro tipo de traje oscuro, que abrió la portezuela y se apartó para dejar paso a los dos hombres. La furgoneta se alejó y el conductor no volvió a verlos.

El Mercedes tenía los cristales opacos. En el momento en que se acomodaron en los amplios asientos de piel, el hombre mayor recibió una llamada en el móvil que acababa de conectar.

– Harrison -dijo-. Sí. Sí. Espere… Necesito más datos. ¿Cuándo ocurrió? ¿Quién es? -Extrajo del bolsillo del abrigo una pantalla flexible de ordenador, bastante menos gruesa que el propio abrigo, la desplegó sobre las rodillas como un mantel y pulsó en la superficie táctil mientras hablaba-. Sí. Ya. No, sin cambios: seguimos igual. Muy bien.

Pero cuando cortó la comunicación, nada parecía «muy bien». Arrugó los labios formando casi un punto mientras examinaba la pantalla iluminada y flácida sobre sus piernas. El hombre corpulento desvió la vista de la ventanilla y la observó también: mostraba una especie de mapa en color azul con puntos rojos y verdes que se movían.

– Tenemos un problema -dijo el hombre de pelo blanco.

– No sé si nos siguen -observó ella-, pero toma esa desviación y callejea un poco por San Lorenzo. Son calles estrechas. Quizá los confundamos.

Obedeció sin rechistar. Abandonó la autopista a través de un camino paralelo que le llevó a una urbanización laberíntica. Su coche era un Renault Scenic anticuado que carecía de ordenador y GPS, por lo que Víctor no sabía por dónde iba. Leyó los letreros de las calles como en un sueño: Dominicos, Franciscanos… El nerviosismo le llevó a relacionar aquellos nombres con alguna clase de designio divino. De repente un recuerdo asaltó por sorpresa su atribulada conciencia: los días en que llevaba a Elisa a su casa en su antiguo coche, el primero de los que había tenido, al salir de la Universidad Alighieri, cuando asistían al curso de verano de David Blanes. Eran tiempos más felices. Ahora las cosas habían cambiado un poco: tenía un coche mayor, daba clases en una universidad, Elisa estaba loca y, al parecer, armada con un cuchillo y ambos huían a toda leche de un peligro desconocido. Vivir significa esto -supuso-. Que las cosas cambien.

Entonces oyó el ruido del plástico y advirtió que ella había sacado a medias el cuchillo de la envoltura. Las luces de la calle arrancaban chispas de la hoja de acero inoxidable.

Sintió que el corazón le daba un vuelco. Peor: que se derretía o estiraba como un chicle empapado de saliva, aurículas y ventrículos formando una sola masa. Está loca -le vociferó el sentido común-. Y tú has dejado que entre en tu coche y te obligue a llevarla a donde quiera. Al día siguiente su automóvil aparecería en una cuneta, y él estaría dentro. ¿Qué le habría hecho ella? Quizá decapitarlo, a juzgar por el tamaño del arma. Le cortaría el cuello, aunque puede que antes lo besara. «Siempre te amé, Víctor, pero nunca te lo dije.» Y rrrrrrizzzzzsss, él oiría (antes de sentirlo realmente) el ruido del tajo en su carótida, el filo rebanando su gaznate con la precisión inesperada de una hoja de papel cortando la yema de un dedo.