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– Tienes razón. Ellos están muertos, y un desdoblamiento no puede coexistir con la misma criatura muerta. Solo quedamos… -Blanes los miró conforme los mencionaba, en la habitación en penumbra-… Elisa, Jacqueline, Carter y yo. Y Ric, que ha desaparecido.

– Pero… eso significa… -Jacqueline estaba pálida.

Blanes asintió gravemente.

– Zigzag es uno de nosotros.

La soldado se llamaba Previn, o eso decía la placa colgada en la pechera de su uniforme. Era rubia, de ojos azules, algo corpulenta pero atractiva, aunque lo mejor que tenía era que no hablaba. En cambio, el teniente Borsello, al mando de la Sección Táctica de la base de Imnia en el mar Egeo, parapetado tras el escritorio del despacho, hablaba por los codos. Pero en algo se parecían: las miradas de ambos fingían no ver a Jurgens. La soldado mantenía los ojos bien apartados de él, y el teniente lo hacía aún mejor: dedicaba guiños fugaces a Jurgens y retornaba con rapidez a Harrison, como si quisiera dar a entender que estaba acostumbrado a ver de todo.

Harrison comprendía que fingiera que la presencia de Jurgens no importaba.

– Estoy encantado de recibirle, señor -dijo Borsello-, y me pongo a su disposición, pero no sé si he entendido bien su demanda.

– Mi demanda… -Harrison pareció darle vueltas al término-. Mi demanda es muy simple, teniente: cuatro «arcángeles», dieciséis hombres, trajes anticontaminación, todo el equipo.

– ¿Para salir cuándo?

– Esta misma noche. Dentro de ocho horas.

Borsello enarcó las cejas. No perdía la expresión de «Mira-Qué-Amable-Soy-Con-Los-Civiles», pero en aquellas cejas de pelos retorcidos Harrison leyó una negativa rotunda.

– Mucho me temo que va a ser imposible. Hay un tifón al norte de las Chagos y avanza hacia Nueva Nelson. Los «arcángeles» son helicópteros pequeños. Existe una probabilidad de más del cincuenta por ciento de que…

– Hidroaviones, entonces.

Borsello sonrió compasivamente.

– No podrían amerizar, señor. Dentro de un par de horas las olas alrededor de la isla alcanzarán los diez metros. Es completamente imposible. Somos un equipo modesto aquí en Imnia. No más de treinta hombres en mi sección. Tendremos que esperar a mañana.

De alguna manera Harrison insistía en mirar a la soldado Previn. Devolvía las sonrisas y la cortesía a Borsello, pero miraba a su subordinada. Lo que menos podía soportar, lo que nadie tenía derecho a exigirle que soportara, era aquel obstáculo de cara de luna sembrada de cráteres de acné que era el teniente Borsello.

– A primera hora podrá tener listo el equipo. Quizá al amanecer, si…

– ¿Podemos hablar a solas, teniente? -cortó Harrison.

Cejas enarcadas, más esfuerzos por no parecer sorprendido, por seguir siendo cortés. Y por no mirar a Jurgens. Pero al fin Borsello hizo un gesto y la soldado se esfumó cerrando la puerta tras de sí.

– ¿Qué quiere exactamente, señor Harrison?

Ahora que se había marchado la valquiria, Harrison se sentía más cómodo. Cerró los ojos e imaginó posibles respuestas. Quiero quitarme una avispa del interior de la cabeza. Podría contestarle eso. Cuando volvió a abrirlos, Borsello seguía allí, y también Jurgens, por fortuna. Esbozó una sonrisa de anciano cortés.

– Quiero ir a la isla esta noche, teniente. Y llevarme a algunos de sus hombres. Le juro que si pudiera hacer todo el trabajo por mi cuenta, no le molestaría.

– Lo entiendo. Y me consta que debo seguir sus instrucciones. Ésas son mis órdenes: seguir sus instrucciones. Pero me temo que ello no significa cometer un disparate. No puedo enviar «arcángeles» a una zona con tifón… Por otra parte… si me permite hablarle con honestidad… -Harrison hizo un gesto, como animándolo-. Según nuestros informes, los individuos que busca se dirigen a Brasil. Las autoridades de ese país ya han sido alertadas. No comprendo muy bien su urgencia por viajar a Nueva Nelson.

Harrison asintió en silencio, como si Borsello le hubiese revelado alguna verdad incuestionable. Ciertamente, todo hacía suponer que Carter y los científicos se habían dirigido a Egipto después de hacer escala en Sanaa. Sus agentes habían interrogado a un falsificador de pasaportes de El Cairo que aseguraba que Carter le había encargado varios visados para entrar en Brasil. Era la única pista sólida de la que disponían.

Por esa razón, Harrison no quería seguirla. Conocía bien a Paul Carter y sabía que elegir el camino marcado con su rastro era un error.

En cambio, existía otro dato, mucho más suticlass="underline" los satélites militares habían detectado un helicóptero no identificado sobrevolando el Índico la tarde del día previo. Tal hallazgo no era muy significativo, porque el helicóptero no se había acercado a Nueva Nelson, pero Harrison había caído en la cuenta de que los encargados de informar sobre quién se acercaba o no a Nueva Nelson eran hombres de Carter.

Para él, ése era el camino correcto. Se lo había dicho a Jurgens aquella mañana, cuando volaban hacia Imnia: «Están en la isla. Han regresado». Hasta creía saber por qué. Han descubierto algún modo de acabar con Zigzag.

Pero tenía que actuar con la misma diabólica astucia que su antiguo colaborador. Si decidía presentarse en Nueva Nelson a la luz del día, los vigilantes alertarían a Carter, y lo mismo ocurriría si daba la orden de retirar a los guardacostas o interrogarlos. Tenía que asaltar la isla de improviso, aprovechando que la vigilancia se interrumpiría esa noche debido a la tormenta: solo así podría atraparlos a todos. La idea le excitaba. Sin embargo, ¿qué ganaría contándosela al idiota que tenía delante?

Al fin y al cabo, ya disponía de una ayuda inigualable: había llamado a Jurgens.

– Lo de Brasil es una pista -admitió-. Una buena pista, teniente. Pero antes de seguirla quiero descartar Nueva Nelson.

– Y yo quiero complacerle, señor, pero…

– Ha recibido usted órdenes directas de la Sección Táctica…

– Se me ordena que siga sus instrucciones, repito, pero soy yo quien decide cómo y cuándo arriesgar la vida de mis hombres. Esto es una empresa, no un ejército.

– Sus hombres me obedecerán, teniente. También han recibido órdenes directas.

– Mientras yo esté aquí, mis hombres, señor, me obedecerán a mí.

Harrison desvió la vista, como si hubiese perdido todo interés por la conversación. Se dedicó a mirar el suave mediodía amarillo y azul sobre el mar, más allá de la ventana hermética del despacho. Casi lloró al pensar que antes, mucho antes de ocuparse del Proyecto Zigzag, antes de que sus ojos y su mente entraran en contacto con el horror, paisajes como aquél lograban conmoverlo.

– Teniente -dijo tras larga pausa, mirando aún hacia la ventana-. ¿Conoce las jerarquías de los ángeles? -Y enumeró, sin esperar respuesta-: «Serafines, Querubines, Tronos, Potestades…» Yo tomaré el mando. Soy una jerarquía superior, infinitamente superior a la suya. He visto más horror que usted, y merezco respeto.

– ¿A qué se refiere con «tomaré el mando»? -Borsello frunció el ceño.

Harrison dejó de contemplar el paisaje y miró a Jurgens. Borsello, entonces, hizo algo sorprendente: se irguió en el asiento y quedó rígido, como si hubiese entrado un militar de alta graduación. El orificio entre sus cejas dejó escapar una gota rojo oscura que descendió sin obstáculos por el puente de la nariz. La pistola con silenciador desapareció en la chaqueta de Jurgens con la misma centelleante rapidez con que había aparecido.

– Me refiero a esto, teniente -dijo Harrison.

30

Se habían trasladado al comedor. La luz grisácea de la mañana subrayaba los contornos de objetos y cuerpos, mezclándolos. Carter bebió un sorbo de café.

– ¿No podría haber una explicación más fácil? -dijo-. Un loco, un sádico, un asesino profesional, una organización terrorista… Una explicación algo más… no sé, más real, joder… -Debió de notar la mirada que le dirigieron los otros, porque alzó la mano-. Es solo una pregunta.

– Ésta es la explicación más real, Carter -repuso Blanes-. La realidad es física. Y usted sabe tan bien como yo que no hay otra explicación. -Fue levantando los dedos de una mano conforme hablaba-. En primer lugar, la rapidez y el silencio: matar a Ross le ocupó menos de dos horas, a Nadja la destrozó en cuestión de minutos y con Reinhard le bastaron unos segundos. Luego está la increíble variedad de lugares: el interior de una despensa, una barcaza, un apartamento, un avión en pleno vuelo… Es evidente que no le importa cambiar de espacio, porque no se mueve a través del espacio. En tercer lugar, el estado de momificación de los restos, que indica que el tiempo transcurrido fue distinto para las víctimas que para el resto de cosas que las rodeaban. Y en cuarto lugar, el shock que se produce al contemplar el escenario del crimen, y que sufre hasta la gente acostumbrada a ver cadáveres. ¿Sabe por qué? Se debe al Impacto. En los crímenes de Zigzag hay Impacto, igual que en las imágenes del pasado… Marini y Ric lo sufrían cuando veían desdoblamientos. -Blanes le mostró aquellos cuatro dedos como si tratara de señalar una puja en una subasta-. Para usted está tan claro como para todos: el asesino es un desdoblamiento. Y todo indica que procede de uno de nosotros. Ésa fue la conclusión a la que llegó el pobre Reinhard.

– Es decir, que uno de los que estamos aquí puede ser eso. Y ni siquiera lo sabe.

– Elisa, Jacqueline, usted o yo -afirmó Blanes-, o bien Ric. Uno de los que estábamos en la isla hace diez años. Uno de los que hemos sobrevivido. A menos que fuera Reinhard, en cuyo caso ya habrá muerto. Pero lo dudo.