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Apagó la grande. Aguardó. No sucedió nada. Seguían dormidos.

La luz de la linterna pequeña era mínima, como la que podrían producir los rescoldos de una hoguera, pero resultaba más que suficiente para que no se asustaran si despertaban de improviso.

Dejó la linterna encendida en el suelo, junto a la otra, y se quitó los zapatos. Sobre todo, no perdía de vista a Carter. Aquel hombre le resultaba terrorífico. Era uno de esos seres violentos que habían vivido en un mundo paralelo al suyo, tan alejado de plantas hidropónicas, matemáticas y teología como un buey podría estarlo de asistir a clase en Princeton. Sabía que, si necesitaba hacerle daño para protegerse, el ex militar no iba a pensárselo dos veces.

Aun así, ni Carter ni el diablo iban a impedirle hacer lo que deseaba.

Se levantó y caminó de puntillas hacia la puerta. Había tomado la precaución de dejarla abierta. Salió al tenebroso corredor y sacó las cerillas del pantalón. Horas antes, cuando Carter las había estado buscando para encender el cigarrillo, temió que descubriera quién se las había hurtado. Por fortuna, no había sido así.

Iluminándose con la trémula llama giró hacia la derecha y llegó al pasillo del primer barracón. Allí se escuchaba el golpeteo de la lluvia con más intensidad, incluso penetraba el viento.

Víctor protegió la cerilla con la mano pensando que podía apagarse.

La oscuridad le agobiaba. Se sentía aterrorizado. En principio, Zigzag (si es que tal monstruo existía, lo cual aún dudaba) no representaba para él una amenaza directa, pero los demás le habían inoculado el horror en la sangre. Y la algarabía de la tormenta, la ausencia de luces y aquellas paredes de gélido metal no contribuían precisamente a tranquilizarlo.

La cerilla quemaba sus dedos. Sopló y la arrojó al suelo. Durante un instante permaneció ciego mientras cogía otra. El miedo es, en gran parte, imaginación: Víctor lo había leído infinidad de veces. Si no dejabas suelta tu fantasía, la oscuridad y los ruidos no tenían ningún poder sobre ti.

La cerilla se le resbaló de los dedos. Ni pensar en agacharse y buscarla. Cogió otra.

De cualquier forma, se hallaba cerca de su meta. Cuando la llama volvió a surgir, distinguió la puerta a un par de metros a su derecha.

– ¿Dónde se ha ido Víctor?

– No lo sé -repuso Jacqueline-. Y no me importa. -Se dio la vuelta para seguir durmiendo: la inconsciencia era la única manera que tenía de atenuar el miedo.

– No podemos sobrellevar todo el peso nosotros, Jacqueline -comentó Blanes-. Víctor es una gran ayuda. Si se marcha, será como si se fueran el viento y el mar y solo quedara el viejo barco.

Jacqueline, que había cerrado los ojos, se incorporó y miró a Blanes. Éste seguía sentado en la silla con la cabeza apoyada en la pantalla, la camiseta verde manchada de sudor y las piernas enfundadas en los holgados vaqueros estiradas y cruzadas. Su rostro amable y bonachón, de crecida barba gris, mejillas desportilladas por un viejo acné y nariz grande, estaba vuelto hacia ella con expresión afectuosa.

– ¿Qué has dicho?

– Que no debemos permitir que Víctor se vaya. Es la única ayuda que tenemos.

– No, no… Me refiero… Dijiste algo sobre el viento y el mar… y un viejo barco.

Blanes frunció el ceño con curiosidad.

– Una frase hecha. ¿Por qué lo dices?

– Me ha recordado un poema que escribió Michel cuando tenía doce años. Me lo leyó por teléfono y me encantó. Le animé a que siguiera escribiendo. Lo echo tanto de menos… Jacqueline reprimió un súbito deseo de llorar-. Se han ido el viento y el mar. Solo queda el viejo barco… Ahora tiene quince años, y sigue escribiendo poemas… -Se frotó los brazos y miró a su alrededor con expresión de súbita inquietud-. ¿No has oído algo?

– No -susurró Blanes.

La oscuridad de la sala era enorme. A Jacqueline le dio la impresión de que era más grande que la propia habitación.

– Soy la siguiente. -Hablaba entre gemidos y mohines, como una niña castigada-. Sé todo lo que va a hacerme… Me lo dice cada noche… Muchas veces he pensado en matarme, y lo haría, si él me lo permitiera… Pero no quiere. Le gusta que siga esperándole, día tras día. A cambio, me ofrece placer y terror. Me arroja el placer y el terror a la boca como huesos de perro, y yo los mastico a la vez… ¿Sabes lo que le dije a mi marido cuando decidí abandonarlo? «Aún soy joven y quiero vivir mi vida y obedecer mis deseos.» -Sacudió la cabeza, desconcertada, y sonrió-. Esas palabras no fueron mías… Él la: dijo por mí.

Blanes asintió con un cabeceo.

– Abandoné a mi marido y a mi hijo… Abandoné a Michel… Tenía que hacerlo, él quería que estuviera sola. Me visita por las noches y me obliga a caminar a gatas y echarme a sus pies. Tenía que maquillarme, teñirme el pelo de negro, vestir como… ¿Sabes por qué llevo el pelo de este color? -Se llevó la mano al rojizo cabello y sonrió-. A veces consigo rebelarme. Me cuesta mucho, pero lo hago… Ya he hecho demasiado por él, ¿no crees? Tenía que dejar toda mi vida anterior: mi profesión, mi esposo… Incluso a Michel. No tienes idea del espantoso odio que posee, las cosas horribles que dice de mi hijo. Viviendo sola, al menos, puedo… puedo recibir todo ese odio en mi cuerpo…

– Comprendo -replicó Blanes-. Pero, en parte, esta situación te gusta, Jacqueline… -Alzó la mano deteniendo su réplica-. Solo en parte, quiero decir. Es algo inconsciente. Él contamina tu inconsciente. Es como un pozo: echas el cubo y al sacarlo obtienes muchas cosas. Agua, pero también bichos muertos. Todo lo que hay dentro de ti, que siempre hubo, y que él ha descubierto y sacado a flote. En el fondo, también hay placer…

Ella se dio cuenta de que el rostro de Blanes estaba cambiando mientras hablaba. Sus ojos carecían de pupilas: semejaban abscesos purulentos bajo las cejas.

Despertó en ese instante.

Tenía que haberse quedado dormida, o quizá había sufrido una «desconexión». La recordaba perfectamente, había sido horrenda: ver el rostro de Blanes cambiando como… Por fortuna, se había tratado solo de un sueño.

Entonces miró a su alrededor y supo que algo marchaba mal.

La imagen finalizó. Víctor la cerró y cargó otra.

No sabía si deseaba verlo. De repente pensaba que no quería, fuese o no Él realmente (¿a cuántos pobres diablos habrían crucificado en aquella época hasta llegar a aquel pobre dios?). No, al menos, bajo los escalofríos de los Tiempos de Planck, sometido a la dictadura de átomos evanescentes. No quería ver al Hijo carcomido, devorado por un instante en el que ni siquiera el Padre tenía cabida. La Eternidad, la Infinita Duración, la Rosa Beatífica y Mística, eran el Tiempo de Dios. Pero ¿y la Infinita Brevedad? ¿Cómo debería llamársela? ¿ La Instantaneidad?

Aquel lapso tan diminuto en que la Rosa era solo el tallo pertenecía al Diablo, sin duda. Un relámpago, la vislumbre de un parpadeo, incluso el simple deseo de parpadear, duraban infinitamente más. Víctor pensaba algo horrible: en aquel cosmos de millonésimas de segundo el Bien no existía, porque necesitaba más tiempo que el Mal.

Los había encontrado por casualidad esa tarde, en uno de los archivadores del laboratorio de Silberg, mientras buscaba CD vírgenes. Eran varios discos compactos con una etiqueta que ponía «Dispers» sobre la tapa.

Recordó de inmediato la narración de Elisa. Tenían que ser las «dispersiones» que Nadja le había contado que Silberg guardaba, los experimentos fallidos de cuerdas de tiempo abiertas con energías erróneas, y por tanto borrosas. ¿Cómo era que seguían allí? Quizá en Eagle pensaban que aquél era el lugar más adecuado para albergarlas. O podía tratarse de imágenes inservibles. Estaba seguro, en cualquier caso, de que no lograría ver mucho, pero el nombre de los archivos que descubrió al insertar uno de los discos en el ordenador -«crucif», seguido de un número- era demasiado tentador, demasiado sospechoso como para perder aquella oportunidad única.

En el laboratorio de Silberg había un par de portátiles con las baterías cargadas. Víctor suponía que los técnicos que visitaban la isla se servían de ellos para examinar los discos. Aunque Blanes había ordenado extraer las baterías de todos los aparatos, Víctor se había asegurado de dejar al menos uno de los portátiles en activo. Para no estropear los planes de sus compañeros había efectuado un rápido cálculo: la linterna que había dejado en lugar de la otra consumía menos. En total, la energía que ahora utilizaban equivalía casi a la de la linterna grande. Y si a pesar de eso estaba haciendo algo malo, no le importaba: había decidido asumir la responsabilidad. Solo quería ver algunas de esas imágenes. Solo algunas, por favor. Nada en el mundo iba a impedírselo.

Había abierto el primer archivo temblando. Pero era un universo rosa pálido, un delirio surrealista. Los nueve siguientes parecían animaciones de un pintor de los sesenta bajo la in fluencia del ácido. En el undécimo, sin embargo, se le cortó la respiración.

Un paisaje, un monte, una cruz.

De pronto la cruz se convirtió en un poste sin brazo horizontal. Tragó saliva: aquellos cambios en la morfología tenían que deberse a los Tiempos de Planck. La cruz no era cruz en aquellos lapsos tan pequeños. No advirtió ninguna figura humana.

La imagen solo duraba cinco segundos. Víctor la guardó y abrió la siguiente.

Era muy borrosa: un monte que parecía en llamas. La cerró y probó con la siguiente. Mostraba un escorzo de la escena de la cruz. O quizá otra diferente, porque ahora advertía una segunda cruz en la cima y el extremo de otra a la derecha. Tres.