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– ¿Y dónde se ha metido durante estos años?

– No lo sé. Tendría que estudiarlo.

– Me gustaría saberlo, profesor. Saber cómo lo ha hecho, él o su «duplicado», «desdoblamiento» o como se llame…, cómo ha logrado eliminar a tantos de ustedes. Quiero saber el truco, ¿comprende? Un profesor de mi colegio solía responder a todas mis dudas diciendo: «No preguntes las causas, que el efecto te baste». Pero el «efecto», ahora, está en la sala de al lado, y es difícil de entender. -Aunque sonreía, Harrison puso cara de aguantar un dolor-. Es un «efecto» que te pone la piel de gallina. Uno se plantea qué clase de pensamientos debieron de pasar por la cabeza del señor Valente para hacer todo eso con un cuerpo humano… Necesito una especie de informe. A fin de cuentas, este proyecto es tan nuestro como de ustedes.

– Y yo necesitaré tiempo y calma para estudiar lo sucedido -repuso Blanes.

– Tendrá ambas cosas.

Elisa miró a Blanes, desconcertada. Habló casi por primera vez desde que había comenzado el largo interrogatorio.

– ¿Estás loco? -dijo en castellano-. ¿Vas a colaborar con ellos?

Antes de que Blanes pudiera contestar, Harrison se adelantó.

– «Estás loco» -chapurreó en castellano, en tono humorístico-. Todos estamos «locos», profesora… ¿Quién no?

Se inclinó hacia ella. Ahora sí podía mirarla, y pensaba darse ese placer: le pareció tan hermosa, tan excitante pese al olor a sudor y suciedad que despedía y a lo desordenado de su aspecto, que sintió escalofríos. Improvisó un discurso para aprovechar al máximo aquellos segundos de contemplación, adoptando la voz admonitoria de un padre frente a la hija preferida, aunque díscola:

– Pero la locura de algunos consiste en asegurarnos de que otros duermen tranquilos. Vivimos en un mundo peligroso, un mundo donde los terroristas atacan a traición, por sorpresa, sin dar la cara, como hace Zigzag… No podemos permitir que… lo sucedido esta noche sea usado por la gente equivocada.

– Usted no es la gente correcta -dijo Elisa con voz ronca, sosteniéndole la mirada.

Harrison quedó inmóvil, la boca descolgada, como en mitad de una palabra. Entonces añadió, casi con dulzura:

– Puedo no serlo, pero hay gente peor, no lo olvide…

– Quizá, pero están bajo sus órdenes.

– Elisa… -terció Blanes.

– Oh, no hay ningún problema… -Harrison se comportaba como un adulto que quisiera demostrar que jamás podría ofenderse por las palabras de un niño-. La profesora y yo mantenemos una relación… especial desde hace años… Ya nos conocemos. -Se apartó de ella y cerró los ojos. Por un instante el sonido de la lluvia en la ventana le hizo pensar en sangre derramada. Abrió los brazos-. Supongo que estarán hambrientos y cansados. Pueden comer y reposar ahora, si quieren. Mis hombres rastrearán la isla palmo a palmo. Encontraremos a Valente, si es que se encuentra en algún lugar… «encontrable». -Rió brevemente. Luego miró a Blanes como un vendedor miraría a un cliente selecto-. Si nos entrega un informe sobre lo sucedido, profesor, olvidaremos todas las faltas. Sé por qué regresaron aquí, y por qué huyeron, y lo comprendo… Eagle Group no presentará cargos contra ustedes. De hecho, no están arrestados. Intenten relajarse, den un paseo… si es que les apetece con este tiempo. Mañana llegará una delegación científica, y cuando ustedes les comenten sus conclusiones podremos irnos a casa.

– ¿Qué pasará con Carter? -preguntó Blanes antes de que Harrison saliera.

– Me temo que vamos a ser menos amables con él. -En la húmeda chaqueta color crudo de Harrison la tarjeta con el logotipo de Eagle Group lanzaba destellos-. Pero su destino final no está en mis manos. El señor Carter será acusado, entre otras cosas, de haber cobrado por un trabajo que no ha hecho…

– Intentaba protegerse, como nosotros.

– Trataré de poner algo en el otro platillo cuando lo lleven a juicio, profesor, no puedo prometerle más.

A un gesto de Harrison, los dos soldados que había en la habitación lo siguieron. Cuando la puerta se cerró, Elisa se despejó el cabello de la cara y miró a Blanes.

– ¿Qué clase de informe vas a emitir? -estalló-. ¿Es que no entiendes lo que quiere? ¡Van a convertir Zigzag en el arma del siglo veintiuno! ¡Soldados que maten al enemigo a través del tiempo, cosas así! -Se levantó y golpeó la mesa con los puños-. ¿Para eso te servirá la muerte de Jacqueline? ¿Para hacer un puto informe?

– Elisa, cálmate… -Blanes parecía impresionado por su furia.

– ¡A ese viejo hijo de puta le bailaban los ojos pensando en el plato que mañana va a entregar a la delegación científica! ¡A ese cabrón repugnante y baboso…! ¡A ese miserable hijo de puta, viejo repulsivo…! ¿Es a él a quien vas a ayudar? -El llanto la arrojó de nuevo a la silla, la cara oculta entre las manos.

– Creo que exageras, Elisa. -Blanes se levantó y entró en la cocina-. Obviamente, quieren conocer las claves, pero están en su derecho…

Elisa dejó de llorar. De repente se sentía demasiado cansada, incluso para eso.

– Hablas como si Eagle fuera un grupo de asesinos a sueldo -continuó diciendo Blanes desde la cocina-. No saquemos las cosas de quicio. -Tras una pausa agregó, cambiando de tono-: Harrison tiene razón, los enchufes están carbonizados y los cables a flor de piel… Es increíble… En fin, no podemos calentar café… ¿Alguien quiere agua mineral y galletas? -Regresó con una botella de plástico, un paquete de galletas y una servilleta de papel. Permaneció asomado por la ventana mientras comía.

– No pienso colaborar con esa gentuza, David -afirmó ella secamente-. Tú haz lo que te dé la gana, pero yo no voy a decirles ni una palabra. -A su pesar, cogió una galleta y se la zampó de dos bocados. Dios, qué hambrienta estaba. Cogió otra, y otra más. Las engullía a grandes trozos, casi sin masticar.

Entonces bajó la vista y observó la servilleta que Blanes acababa de colocar sobre la mesa. Había algo escrito a mano en ella con letras grandes, apresuradas: «QUIZÁ MICROS. SALGAMOS DE UNO EN UNO. REUNIÓN EN RUINAS DE CASAMATA».

Seguía lloviendo, pero con menos intensidad. Además, se sentía tan sofocada y pringosa de sudor que agradeció aquella repentina ducha de agua limpia. Se quitó los zapatos y calcetines y avanzó por la arena en la actitud de alguien que ha decidido dar un paseo a solas. Miró a su alrededor y no vio ni rastro de Harrison y sus soldados. Entonces quedó inmóvil.

A un par de metros sobre la arena estaba la silla.

La reconoció enseguida: asiento de piel negra; pies de metal con ruedas; en el lado derecho del respaldo, una muesca alargada y elíptica de bordes nítidos que casi llegaba al centro. Dos de las cuatro patas no existían y uno de los reposabrazos se hallaba horadado con minuciosidad revelando una pedrería plateada. Aquella silla se habría caído al suelo, de haber sido una silla normal y corriente.

Pero no era una silla normal y corriente. La lluvia no la humedecía, ni siquiera la salpicaba. Las gotas no rebotaban en su superficie, aunque tampoco daba la sensación de que la atravesarán como a una holografía. Eran como agujas de plata que alguien lanzara desde el cielo: se clavaban en el asiento y desaparecían para volver a aparecer debajo y golpear la arena.

Elisa contempló el objeto fascinada. Lo había visto por primera vez en el interrogatorio, enredado en las piernas de Harrison como un gato silencioso y rígido. Harrison lo había traspasado al caminar como ahora hacía la lluvia. Se había percatado de que, durante la aparición, uno de los soldados miraba su reloj-ordenador y lo manipulaba, sin duda porque acababa de quedarse sin energía.

Contó cinco segundos antes de que la silla desapareciese. Le hubiese gustado disponer de tiempo (y ganas) para estudiar los desdoblamientos. Eran uno de los hallazgos más increíbles de la historia de la ciencia. Casi se sentía inclinada a comprender a Marini, Craig y Ric, aunque ya era demasiado tarde para perdonarlos.

Cuando la silla desapareció, dio media vuelta y cruzó la verja de la alambrada.

Experimentó un escalofrío al pensar que Zigzag no difería mucho de aquella silla: también era una aparición periódica, el resultado de la suma algebraica de dos tiempos distintos. Pero Zigzag tenía voluntad. Y su voluntad era torturarlos y matarlos. Le quedaban tres víctimas para cumplir esa voluntad por completo (quizá cuatro, si incluía a Ric), a menos que ellos hicieran algo. Tenían que hacer algo. Cuanto antes.

De la casamata militar y el almacén solo quedaba en pie un par de paredes negruzcas, apuntaladas con cascotes. Había otras que parecían haberse desplomado hacía poco, sin duda debido a los vientos monzónicos. La mayor parte de los escombros y piezas de metal habían sido barridos hacia el extremo norte dejando en el centro un área despejada, de tierra más dura, quizá debido al calor de la explosión, aunque ya habían crecido matorrales en diversos lugares.

Decidió aguardar junto a las paredes. Dejó los zapatos en el suelo, deshizo el nudo de la camiseta y se frotó el pelo. Más que limpiárselo, la lluvia se lo había apelmazado. Echó la cabeza hacia atrás para que las gotas le bañaran el rostro. El aguacero estaba cesando y el sol empezaba a taladrar las nubes menos densas. Un instante después llegó Blanes. Cruzaron pocas palabras, como si se hubiesen encontrado por casualidad. Pasaron cinco minutos y apareció Víctor. A Elisa le dio pena ver el estado en que se encontraba: pálido y desaliñado, con barba de dos días, el cabello rizado formando abruptos matojos. Aun así, Víctor le sonrió débilmente.

Blanes echó un vistazo a los alrededores y ella lo imitó: al norte, más allá de la estación, había palmeras, un mar gris y arena solitaria; al sur, cuatro helicópteros militares posados en el terrizo y la franja de selva. No parecía haber nadie cerca, aunque se escuchaban voces remotas de pájaros y soldados.