Desvió la vista de la ventana y se quedó mirando aquellos cables.
Sí, era eso.
Zigzag había extraído energía de aparatos que no solo no estaban funcionando sino que no recibían electricidad. Carter y él habían desconectado la luz de aquella zona, pero Zigzag había «chupado» la energía como el vacío en un matraz arrastra el gas de un recipiente contiguo. Era la primera vez que hacía eso, que él supiera. Era como absorber energía de una linterna sin baterías.
Su mente se deslizó frenética, como un esquiador experto, por una ladera de cálculos. Si había aprendido a utilizar la energía potencial de máquinas desconectadas, entonces…
Cuatro helicópteros. Dos generadores. Rifles, pistolas. Radios, transmisores, teléfonos, ordenadores. Equipos militares…
Dios mío.
Un sudor helado lo bañó por completo. Si no se equivocaba, se encontraban en una trampa mortal. Toda la isla era una trampa. Zigzag podía extraer energía de casi cualquier cosa, así que ¿qué lo detendría? Su aparición se haría cada vez más frecuente y su área se extendería cada vez más, quizá a kilómetros de distancia, lo cual, a su vez, requeriría un mayor aporte de energía… ¿De dónde la sacaría entonces?
Los cuerpos. Los seres vivos. Cada ser vivo es una batería. Producimos energía. Zigzag la usará cuando su área se extienda y debilite. Eso significa…
Significaba que el siguiente ataque podía producirse en escasos minutos. Le tocaría a Elisa, Carter o él, pero el resto de los seres vivos de la isla perecería. De pronto aquella posibilidad matemática le parecía muy real. Si tenía razón, no solo ellos sino todos los que en aquel momento se encontraban en Nueva Nelson estaban en peligro. Debía avisar a Elisa, pero también tendría que hablar con Harrison. Debía…
– Profesor. -Una voz desconocida, cavernosa.
Se volvió y contempló la muerte en el rostro del individuo que lo encañonaba con la pistola con silenciador. No, ahora no. Antes debe saber…
– ¡Escuche…! -exclamó alzando las manos-. ¡Escuche, tiene que…!
A Blanes le alegró recibir la bala en el pecho. Ello le permitió pensar un instante más. Olvidó el dolor y el miedo, cerró los ojos y vio, aguardándolo en los confines de la negrura, a su hermanito. Se dirigió hacia él apresuradamente, sabiendo que sus labios le ofrecerían la respuesta a la Gran Pregunta de la vida.
100 segundos.
– La resolución ya es aceptable -dijo Elisa, y cargó la primera imagen.
Víctor, de pie tras ella, inclinado sobre su hombro, observaba la pantalla. Cada uno oía la respiración del otro y la suya propia formando un tenso dúo de jadeos. En la pantalla apareció con bastante nitidez la silueta de Ric sentado al ordenador, mutilada por el Tiempo de Planck.
– Dios mío -dijo Víctor tras ella.
Los objetos resaltaban también con claridad. Y aquel detalle… El pormenor que no lograba concretar -y que tanto la irritaba- se hallaba más presente que nunca.
De repente creyó saber qué era.
– Los controles… -Señaló la pantalla-. Mira esa hilera de luces. En nuestra consola están apagadas, ¿ves? -Indicó una serie de pequeños rectángulos en el teclado-. Son los detectores de recepción de imágenes telemétricas… Eso fue lo que noté antes. Ric hizo algo distinto de las otras veces: usó una transmisión por satélite…
– ¿De Nueva Nelson? ¿Por qué?
– Ni idea.
Era absurdo, pensaba Elisa. ¿Por qué complicarse la vida con una imagen telemétrica de la isla para abrir cuerdas del pasado reciente, cuando tenía a su disposición una decena de vídeos en directo? Solo había una posible explicación.
La imagen que le interesaba no procedía de Nueva Nelson.
Pero, entonces, ¿de dónde?
Por un instante el pánico la inmovilizó. Las posibilidades de época y lugar eran casi infinitas dentro del área del pasado reciente, y ello significaba que la persona que había dado origen a Zigzag podía encontrarse en cualquier sitio del planeta.
En la pantalla, la imagen había saltado a la siguiente cuerda abierta: Ric y Rosalyn aparecían de pie, a la izquierda, y lo que él había estado contemplando quedaba ahora despejado y nítido. Elisa abrió el zoom y lo centró en la pequeña área del ordenador de Ric. Contuvo el aliento mientras se definían los contornos. La nueva imagen apareció encuadrada en la pantalla.
La más inesperada de todas.
94 segundos.
Un ruido le hizo abrir los ojos. Se dio cuenta de que el casco del soldado que lo custodiaba había desaparecido de la mirilla. Cuando se incorporó, la puerta de la habitación se abrió y el cañón humeante de una pistola con silenciador apuntó a su cabeza. Vio las botas del soldado caído en el corredor y alzó las manos mirando al individuo que sostenía la pistola.
– ¿Sabes quién soy? Mírame a los ojos, Carter…
Aquella voz deformada y hueca le impresionó mucho más que el arma con que le apuntaba. Casi por primera vez en su vida, Paul Carter no supo qué responder.
– ¿No me reconoces? -dijo aquella voz-. Soy Jurgens.
Tragó saliva. ¿Jurgens? Ató cabos mentalmente a frenética velocidad y creyó comprender lo que sucedía. El hecho de comprenderlo no atenuó su miedo, pero al menos fue capaz de reaccionar. Intentó reunir calma y hablar con tranquilidad. Ante todo, no lo pongas nervioso.
– Oiga, escuche… Baje la pistola y deje que le diga algo…
– Soy tu muerte, Carter.
– Escuche… «Jurgens» es una clave… -Carter trataba por todos los medios de no apresurarse, de pronunciar cada palabra con exquisita claridad y calma-. Por Dios, ¿no lo recuerda? «Jurgens» es la clave que usamos en Eagle para indicar que algo debe ser solucionado por cualquier medio… ¡No es una persona, Harrison, es una clave…!
Pero la horrible mueca que vio en la cara de Harrison le hizo saber que no le escuchaba. Ya no es Harrison: es algo que ha producido Zigzag.
– ¿Es que no me ves? -Harrison gruñó con aquella voz forzada-. ¡Mira mis ojos, Carter…! ¡Mira mis ojos…!
Y disparó.
54 segundos.
Víctor hablaba atropelladamente a su espalda.
– Debe de ser una imagen del pasado… Hay… signos de apertura de cuerdas temporales, ¿verdad?
Se trataba de un paisaje campestre, pero evidentemente no era Nueva Nelson. En el margen derecho parecía discurrir un río pequeño. En la parte superior, sobre unas piedras, al pie de un árbol (pero no cubiertos por éste), había tres pequeñas siluetas blancas y en la inferior una grande y oscura. Pese a las irregularidades producidas por el Tiempo de Planck, Elisa reconoció en la silueta grande a un hombre corpulento, de pie junto a la orilla del riachuelo. En la mano llevaba algo que ella no distinguía (¿un sombrero?, ¿una gorra?), y junto a él, sobre la hierba, una vara larga y una especie de cesta le hicieron pensar en útiles de pesca.
Las otras tres figuras poseían tamaños y complexiones diferentes. Elisa dirigió el zoom hacia ellas y aumentó otro treinta por ciento.
A juzgar por el cabello de una, largo y negro, podía tratarse de una niña. La niña y uno de los niños aparecían en un color sepia uniforme, lo cual indicaba que podían estar desnudos. El otro chico llevaba ropa, pero escasa, quizá camiseta y pantalón corto, Elisa no podía estar segura. Además, no era su vestuario lo que le llamaba la atención, sino su postura: semejaba haber caído sobre las rocas. Tenía los pies más elevados que la cabeza, como si la foto hubiese sido hecha en el momento de caer. Y el gesto de los brazos de su compañero indicaba… Elisa lo comprendió de repente.
– Uno de los chicos parece haber empujado al otro… Debe de ser un recuerdo de Ric.
Sus pensamientos eran un torbellino. De repente las cosas empezaban a encajar con la personalidad del Ric Valente que ella había conocido. Marini se equivocó. Supuso que Ric se había arriesgado, pero en realidad no lo hizo. Ric era ambicioso, pero también cobarde. Tenía miedo de usar los vídeos de gente dormida debido a las consecuencias del desdoblamiento, y optó por otra escena, una de su propio pasado, que consideraría «inocente», trivial… Pero ¿cuál? Llevaba un diario detallado desde niño, me lo dijo… De él pudo sacar los datos de hora y lugar…
– ¿Un recuerdo de…? -murmuró Víctor junto a su oído. El cambio que advirtió en su tono de voz hizo que Elisa dejase un instante de mirar la pantalla para observarle. El rostro de Víctor presentaba una abrumadora palidez. En los sucios cristales de sus gafas se reflejaba la pantalla del ordenador, y Elisa no podía verle los ojos.
De pronto ella misma creyó recordar una remota conversación. ¿No me contó Víctor algo semejante hace años…? La pelea por aquella chica inglesa de la que se había enamorado… Ric lo empujó y…
Volvió a mirar a la pantalla y se fijó en otra cosa: la imagen del chico caído sobre las rocas era menos nítida que las demás. Parecía haber sombras rodeándola.
Sombras.
Notaba la boca seca, y pulsaciones febriles en las sienes. Sus ojos se dilataron.
Se volvió lentamente, pero Víctor ya no estaba junto a ella: había retrocedido temblando hacia la pared y la expresión de su rostro era la de aquel que comprueba, de manera inequívoca, que no hay otra vida más allá de la tumba.
– Mátame, Elisa -sollozó-. Te lo suplico… Yo no… no podría hacerlo. Mátame tú, por favor…
– No…
Víctor dejó de implorar para lanzar un grito donde se mezclaban el terror y la decisión: