Pero no se atrevía a desear salvarse a costa de eso…
Y sin embargo, mientras lo pensaba, lo estaba deseando.
Alzó la vista y supo que ya era demasiado tarde: llegaba su turno.
Zigzag se movía con ligereza. No parecía caminar sino ser impulsado por un viento imperceptible. Elisa lo contempló con la fascinación con que se contemplan las cosas que van a causar la muerte.
Se preguntó si tendría conciencia, si sentía algo, si experimentaba alguna emoción o era capaz de reaccionar con inteligencia ante las situaciones. Concluyó de repente que no era así. Ni siquiera creía que fuese capaz de obtener placer ante la satisfacción de sus deseos de destrucción, o siquiera de poseer tales deseos, o algo similar a un deseo. Viéndolo, Elisa tuvo la certeza de que Zigzag se hallaba más allá de la frontera entre lo vivo y lo inanimado. No era un objeto, pero desde luego tampoco una criatura. Hasta su mero movimiento le pareció una ilusión. Decidió que no era cierto que estuviese «acercándose» de ninguna forma a ella. Eso era lo que sus ojos le hacían creer, pero Zigzag no se desplazaba: estaba ya allí, con ella, frente a ella, solos e inmóviles los dos en el interior de la cuerda. En cuanto a su voluntad, tenía la misma que podía tener un imán frente a una plancha de hierro. No se trataba de voluntad, sino de un fenómeno físico.
El resto era su furia.
Una furia pura, sin un antes ni un después, sin desarrollo ni evolución, de una intensidad que el ser humano no conocía ni había conocido nunca. No creyó que hubiese inteligencia ni voluntad tras aquella furia: simplemente, Zigzag era eso. En él, apariencia y esencia eran lo mismo.
Elisa nunca había visto ni imaginado nada semejante, salvo en las pesadillas, donde la maldad y el miedo podían encarnarse y tomar forma. Señor Ojos Blancos. No le sorprendió que Jacqueline lo hubiese llamado «diablo». Se sintió incapaz de definir, entender o soportar el aura de perversión casi simbólica, el odio y la locura que emanaban de cada centímetro de su aspecto, la crueldad inhumana que destilaba todo su ser. David tenía razón: está atrapado en un sentimiento puro. Es algo que destruye. Solo hace eso. Solo puede hacer eso.
En cuanto a su horripilante aspecto físico, Elisa sabía que se debía a la misma causa que provocaba pozos en el mar y lepra en la Mujer de Jerusalén. El desplazamiento de materia lo mutilaba, arrancando a medias sus facciones, borrando sus pupilas en las órbitas blancas y amputando uno de sus antebrazos y parte del tronco, como si hubiese sido mordisqueado y escupido por un depredador. Su postura, con brazos y piernas separados y ligeramente flexionados, era una réplica de la que, sin duda, había adoptado al caer por las rocas, después de que Ric lo empujara.
Sin embargo, mientras lo contemplaba, y aunque creía que iba a enloquecer si no apartaba los ojos de él, comprendió algo más.
Pensó en Víctor, en su espantoso sufrimiento cuando descubrió a la chica de quien creía estar enamorado (su amor infantil) en brazos de su mejor amigo; en todo lo que había cruzado por su alma de chaval durante fracciones de segundo, mientras su cerebro se sumía en la inconsciencia del golpe: la rabia, el deseo, la venganza, el sadismo, la impotencia al ver que el mundo se desmorona por primera vez a tu alrededor… Ric quiso acudir a un recuerdo «inocente», pero ¿qué encontró?
Supo que, desprovisto de todo aquel horror, Zigzag quedaría reducido a lo que de verdad era, lo que había sido, lo que hubiese sido si el tiempo no lo hubiese aislado en un instante terrible. Ahora que lo veía de cerca, podía intuir su verdadera naturaleza tras las gruesas capas de rabia paralizada.
Zigzag era un niño de once años.
0,0005 segundos.
Víctor corría por la orilla del río aquella mañana de verano en Ollero. Ric y Kelly habían desaparecido, pero sospechaba dónde podía encontrarlos: sobre el montículo de piedras, en el lugar que Ric y él llamaban el Refugio. Incluso habían pensado hacer una cabaña allí.
De repente se detuvo.
¿Hacia dónde corría de esa manera? ¿Qué había estado haciendo momentos antes? Recordaba vagamente que se hallaba junto a Elisa mirando algo. También recordaba el cabello negro de Kelly Graham, y lo parecidas que eran Elisa y Kelly en su memoria. Y el instante en que descubrió a Ric y Kelly desnudos bajo el pino, justo donde habían planeado construir aquella cabaña. Y lo que sintió al verla arrodillada frente a Ric, tocándole (ya sabía lo que era eso: lo había visto en las revistas que Ric coleccionaba), y lo que Ric le dijo. ¿No quieres participar, Vicky Lo-opera? ¿No quieres que ella te lo haga, Vicky? La mirada de Ric y, sobre todo, la de Kelly. La mirada de Kelly Graham mirándole con sus ojos gatunos.
Todas las chicas, absolutamente todas, sin excepción, miran así.
Los mismos labios que le habían sonreído tantas veces besaban ahora los genitales desnudos de Ric: eso merecía el insulto que le lanzó y otros peores. Insultar (lo descubrió entonces) tenía algo que era como un vicio: gritabas hasta quedar afónico, llorabas, sentías que querías destrozar el mundo, y todo eso te impulsaba a gritar más, a seguir injuriando. ¡Oh, si el mundo fuese el cuerpo de una chica o los genitales de Ric…! ¡Oh, si la rabia durase para siempre! Desearías gritar hasta que los gritos vaciaran de contenido aquellas sonrisas y miradas, gritar para siempre, hasta el fin de tu último día, con la boca bien abierta, mostrando los dientes…
Pero no estaba en Ollero, ni corría hacia ninguna parte. Se hallaba en el interior de una sala grande y muy calurosa. ¿Qué era aquello? ¿El infierno? ¿Y por qué se encontraba él (precisamente él) en aquel espantoso lugar? No es justo.
La rabia le nubló. Quiso explicarle a quienquiera que hubiese hecho aquello cuán injusto era. Cierto, él se había propasado. Había querido, durante una fracción de segundo, o quizá algo más (pero no tanto como para que a la naturaleza le importase), había deseado con todas sus fuerzas comérselos vivos a ambos, joderlos, cortarles la cabeza y follarlos por el agujero, como decía Ric, a ella sobre todo, a ella más que a él, por el engaño, por ser tan despreciable, tan hermosa, tan semejante a esas chicas depiladas, con ropa interior negra, de las revistas de Ric que se arrodillaban delante de los hombres como perritas.
Pero, seamos sinceros, todo eso había sucedido más de veinte años antes, y las consecuencias no habían sido otras que un buen coscorrón, unas horas dormido a pierna suelta en el hospital, una cicatriz en la mollera, mucha preocupación por parte de su familia y un final feliz. Ric no se había movido de su lado durante aquellas horas y cuando él despertó se echó a llorar y le pidió perdón. En cuanto a Kelly, ya la había olvidado. Fue un incidente entre chiquillos. ¿Qué edad tenían? Apenas once o doce años…
No es justo. La vida estaba mal hecha si cosas como aquélla podían convertirse, con el paso del tiempo (¿ésa era la expresión?), en cavernas tan oscuras. ¿Dónde estaba la justicia en una naturaleza que no perdonaba? Él ya había perdonado a Kelly y a todas las chicas del mundo. Había perdonado a todas las mujeres. El resto se llamaba «trauma», pero hacía años que había aprendido a convivir con eso: vivía solo, y pese a todo lo que Elisa le gustaba y los deseos que experimentaba por ella, no se atrevía a dejar pasar dentro de su corazón a ninguna mujer. Ric y él se hallaban distanciados. ¿Qué más debía hacer para expiar su culpa? ¿Acaso a Dios le importaban tanto todas y cada una de las palabras y emociones que se dicen o sienten durante unos cuantos segundos salvajes?
Y de pronto creyó comprender que, en efecto, así era.
La piedra golpea la superficie y las ondas crecen. ¿No era ésa la raíz del pecado original, la falta primera, la Única Falta? Un error cometido hace mucho tiempo, una mancha al comienzo que enturbia el agua del paraíso y arrastra consigo a tantos inocentes. Sospechó que muy pocos contaban con aquella sabiduría. Él era un privilegiado: Dios le mostraba de qué manera los círculos de los errores transforman la faz del mundo al extenderse.
En realidad, lejos de encontrarse en el infierno, estaba en el paraíso. Antes tendría que atravesar por el purgatorio de recibir un balazo en la frente, pero eso sucedería muy pronto: ya veía la bala venir hacia él. Comprendió que solo su muerte podría terminar con todo. La clave residía en morir antes que Blanes, Elisa y Carter. Morir.
Sintió una repentina felicidad. Estaba haciendo realidad un sueño íntimo, su sueño más profundo: dar su vida para salvar la de Elisa.
Exactamente eso.
¿Qué otro paraíso podía desear?
Sonrió mientras su amigo Ric lo empujaba. Cayó sobre las rocas, sintió el golpe y luego vino la paz.
0 segundos.
La luz la cegó de repente. Apartó los ojos del sol, parpadeando. Estoy viva.
Vio el cielo, nubes como el humo de incendios remotos, el mar rugiente, la tierra bajo su espalda, la camiseta que la cubría. El agudo dolor en el muslo se incrementó, y notó la presencia de un líquido tibio deslizándose por la herida. Se estaba desangrando. Moriría pronto. Pero tales sensaciones eran pruebas más que suficientes de que aún seguía viva. Estoy viva.
Le dio la bienvenida a la sangre.
Epílogo
No había niebla ni oscuridad.
Sin embargo, dentro de sus mentes todo era distinto.