Tras otra larga pausa, oyó la voz de Carter casi remota:
– ¿Acaso cree que esto que nos rodea… no es real? ¿Cree que yo tampoco soy real, que voy a desaparecer de un momento a otro, que soy un sueño suyo?
Elisa no respondió. Ignoraba qué podía decir. De improviso el ex militar se levantó y desapareció por la esquina del barracón. Regresó poco después, silencioso, y arrojó a la arena un objeto. Ella lo miró: un reloj de manecillas.
– Se ha parado -dijo Carter-. Era el reloj de su amigo, me acordé de que me dijo que era de cuerda… Pero también se ha parado a las diez y un minuto. Quizá se golpeó cuando cayó al suelo… Mierda… -Se acercó a Elisa y le habló al oído, la voz convertida en un susurro violento-. ¿Cómo quiere que se lo demuestre…? ¿Cómo quiere que le demuestre mi realidad, profesora? Se me ocurren un par de cosas que… quizá se lo demostrarían sin lugar a dudas… ¿Eh? ¿Eh?
De pronto escuchó algo que la dejó completamente petrificada.
Llanto.
Permaneció inmóvil mientras oía llorar a Carter. Era horrible oírle llorar. Pensó que a él también debía de parecerle horrible. Se entregaba al llanto como si fuese una bebida, una botella que deseara apurar hasta el final. Lo vio alejarse por la arena: una forma robusta subrayada por líneas blancas, débiles pinceladas de luna.
– La odio… -murmuró Carter entre las pausas de las lágrimas. Súbitamente, se puso a gritar-: ¡Los odio a todos ustedes, putos científicos! ¡Quiero vivir! ¡Dejadme vivir en paz!
Mientras veía a Carter alejarse, Elisa cerró los ojos por fin y cayó en el sueño como si se hubiese desmayado.
El ruido que la despertó provenía de la verja: vio a Carter saliendo en dirección a la playa cargado con algo. Había amanecido ya, y la temperatura era algo más fría, pero ella estaba cubierta con una manta de mochila. El ex militar, al parecer, deseaba mostrarle su amabilidad, y de alguna manera Elisa sintió remordimientos al recordar su llanto de la noche previa.
Apartó la manta y se levantó, pero casi gritó cuando el dolor del muslo le dijo que también se había despertado con ella y se disponía a hacerle compañía durante todo el tiempo que fuese preciso. No sabía cómo tenía la herida, sin duda peor. En todo caso, no quería saberlo. Un mareo repentino la obligó a buscar la muleta de la pared. Sentía un hambre violenta, incontenible.
Se dirigió a los barracones guiada por la reciente claridad. El sol consistía en un punto concreto del horizonte y las nubes más densas se habían apartado hacia el sur revelando un cielo cada vez más azul. Pero aún debía de ser muy temprano.
En el barracón, algunas mochilas habían sido abiertas. Por lo visto, Carter también había sentido hambre. Encontró galletas y chocolatinas, y las devoró con auténtica ansia. Luego halló agua en una cantimplora. Tras resolver aquellas necesidades, se dirigió cojeando a la playa.
El mar estaba tranquilo y despejado. La luz revelaba distintas franjas de azul sobre su dorso. Frente a ese inmenso decorado, Carter se afanaba como una hormiga. Había hecho dos fogatas y se disponía a encender una tercera. Las tres se hallaban en línea frente a la orilla. Elisa se acercó y lo vio trabajar.
– Siento lo de anoche -dijo él por fin, sin mirarla, concentrado en su tarea.
– Olvídelo -dijo Elisa-. Gracias por la manta. ¿Qué está haciendo?
– Tomando precauciones, simplemente. Supongo que saben dónde nos encontramos, pero una ayuda adicional nunca está de más, ¿no cree? ¿Le importaría situarse delante de mí? Con este viento es muy difícil encender las cerillas…
– A estas horas ya deberían haber llegado -dijo ella escrutando el azul en el límite de su mirada.
– Depende de muchas circunstancias. Pero estoy seguro de que aparecerán.
Las ramas empezaron a arder. Carter las contempló un instante; luego se levantó y se reunió con ella en la orilla.
Elisa miraba el mar, hipnotizada: el mecanismo incesante de la ola que llega y se repliega dejando un joyero de espuma que la siguiente ola se encarga de recubrir. Recordó aquel mar paralizado en el tiempo, de aristas de cristal y alambres de nieve, y se estremeció de horror y asco. Se preguntó qué habría pensado Carter de haber visto algo parecido.
– ¿Aún sigue creyendo que todo es un sueño suyo, profesora? -dijo Carter. Había desenvuelto una barra de chocolate y le daba grandes mordiscos. Restos de chocolate destacaban sobre su barba y bigote-. Bah, piense lo que quiera. Yo no soy científico, pero sé que estamos en 2015, y que hoy es lunes dieciséis de marzo, y que vendrán a por nosotros… Usted piense lo que quiera con su privilegiada cabeza. Yo le digo lo que sé.
Elisa siguió mirando el horizonte vacío. Recordaba las palabras de uno de sus profesores de física de la universidad: «La ciencia es la única que sabe, la única que emite un veredicto. Sin ella, seguiríamos creyendo que el sol gira a nuestro alrededor y la Tierra no se mueve».
– ¿Quiere que apostemos algo? -continuó Carter-. Estoy seguro de que ganaré. A usted le habla el cerebro, a mí el corazón. Hasta ahora hemos estado confiando en el primero, y ya ve en qué lío nos ha metido… -Hizo un gesto con la cabeza hacia los barracones-. Ya ha comprobado de qué cosas es capaz su maravilloso cerebro. ¿No le parece que ya es hora de confiar en el corazón, profesora?
Elisa no respondió.
La ciencia es la única que sabe.
Oyó a Carter reír suavemente, pero no lo miró.
Siguió oteando el cielo, que continuaba tan inmóvil y vacío como si el tiempo se hubiese detenido.
Nota del autor
Varias personas me invitaron a conocer la compleja y desquiciante mansión de la física moderna. La profesora Beatriz Gato Rivera, del Instituto de Matemáticas y Física Fundamental del CSIC, contestó con amabilidad y paciencia a todas mis preguntas, desde las referidas a los estudios universitarios hasta las más enrevesadas relacionadas con la física teórica, y le estoy enormemente agradecido. También al profesor Jaime Julve, del mismo instituto, por esa tarde calurosa en que charlamos de lo divino y lo humano, y al profesor Miguel Ángel Rodríguez, del departamento de Física Teórica de la Universidad Complutense, que buscó un momento en la siempre apretada jornada de final de curso para atenderme. Otros profesores de otras universidades españolas han preferido quedar en el anonimato, pero me recibieron con idéntico entusiasmo y paciencia, e incluso revisaron el manuscrito e hicieron importantes correcciones, y a todos ellos quiero enviar también mi agradecimiento. Resulta obvio añadir que los distintos errores y fantasías, así como ciertas desagradables opiniones sobre la física y los físicos de ciertos personajes de esta novela, no pueden achacarse en modo alguno a mis excelentes informadores, aunque en mi descargo también diré que nunca pretendí realizar un libro erudito sobre teoría de cuerdas ni exponer mis propias opiniones, sino solo escribir una obra de ficción.
Para los lectores interesados en profundizar en la misteriosa realidad que la física contemporánea nos ha revelado, quizá no resulte del todo inútil mencionar mis libros de cabecera, casi todos (salvo las excepciones que así se hacen constar) publicados en castellano por la editorial Crítica en su colección Drakontos: El universo elegante, de Brian Greene (magnífica introducción a la teoría de cuerdas); los extraordinarios textos de divulgación Historia del tiempo y El universo en una cáscara de nuez, de Stephen Hawking; Sobre el tiempo, de Paul Davies y Partículas elementales, de Gerard't Hooft. A ellos agregaré Teledetección ambiental, de Chuvieco Salinero (ed. Ariel), que me ayudó a hacerme idea de las transmisiones de imágenes vía satélite; los dos tomos de Física para la ciencia y la tecnología de Tipler (ed. Reverté), que me refrescaron algunos conocimientos que había olvidado desde mi época de estudiante de primeros cursos de medicina (donde también se nos hablaba algo de física) y Cuestiones cuánticas, editado por Ken Wilber (ed. Kairós), una interesante selección de textos no exactamente sobre física (¡algunos hasta «místicos»!) realizados por físicos de prestigio. He querido dejar para el final un libro delicioso: La partícula divina, de Leon Lederman, en colaboración con Dick Teresi (ed. Crítica). Con él no solo aprendí un poco del trabajo del físico experimental y de esos enigmáticos monstruos llamados aceleradores, sino que me divertí de lo lindo (hay párrafos donde te ríes a carcajadas, como si de una buena novela de humor se tratase) y comprendí que cualquier cosa, por árida que sea, puede contarse, o escribirse, si se hace con el debido tono. Enhorabuena, y gracias, profesor Lederman.
Gracias también (sin ellos este libro nunca hubiese aparecido) a esas extraordinarias profesionales de la agencia Carmen Balcells, a los editores de Random House Mondadori en España y a los lectores fieles que siempre, siempre estáis ahí, al otro lado de la página. Por último, nada podría hacer sin la ilusión y el entusiasmo que día a día me transmiten mi esposa y mis hijos, mis amigos y ese lector compulsivo de buenas novelas que es mi padre.
J. C. S.
Madrid, agosto de 2005