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– Vaya condenado trabajo…

– Sí, pero fíjate en el resultado.

– No te entiendo.

– ¿Qué edad me echas? ¿Cuántos años crees que tengo?

La verdad es que mirando el asunto más a fondo era difícil adivinar su edad. Pero eso es cada vez más frecuente hoy día, desde que estiran la piel y ponen esos productos a base de placenta; desde que utilizan células vivas. JÓVENES CÉLULAS VIVAS. No sé, le echaba entre treinta y cuarenta; no iba a machacarme el cerebro por eso.

– Unos cuarenta -le dije.

Soltó una risita nerviosa.

– Qué va, te equivocas. Ni te acercas.

Se dejó caer hacia atrás en la cama, sonriéndole a los ángeles. Se acarició suavemente el cuello antes de volver a meter un dedo entre sus pelos.

– Tengo cincuenta y siete años, sí, señor. Fíjate bien en estl cuerpo de cincuenta y siete años… Te juro que es verdad.

Miré bien aquel cuerpo. Me tomé todo mi tiempo.

– ¿Qué efecto te produce? -le pregunté.

– Es genial.

– De acuerdo -dije-. Tengo ganas de beber a tu salud. Por tus cincuenta y ocho.

Fui a buscar dos cervezas más. Cuando hubimos brindado, cuando hubimos chocado las botellas, volví a desearla. La cosa me vino de golpe. Ella me miraba con una chispa extraña en los ojos; a lo mejor esa luz venía con la edad, cuando uno ya ha visto muchas cosas, cuando el ojo se ha endurecido y tiene toda esa vida detrás, todo ese paquete de años que son como una pared en la que apoyarse. Le cogí un muslo y le hice abrir las piernas. Ella quitó su dedo muy lentamente. Mierda. Cincuenta y siete años, cincuenta y siete, cincuenta y siete, me repetía a mí mismo, pronto se va a convertir en polvo pero vale la pena echar un vistazo al asunto. Ella seguía estirada hacia atrás, apoyada en los codos; abombaba ligeramente el vientre y mantenía los dedos de los pies plantados en el suelo. Yo fui a lo mío gesticulando como un condenado.

Estaba efectuando una penetración óptima cuando oímos que daban puñetazos a la puerta.

– ¡Santo Dios, oh santo Dios, qué mierda! -gemí.

Tuve todas las dificultades del mundo para volver a empaquetar mi trasto. Los golpes llovían cada vez con mayor fuerza sobre la puerta. Antes de abrir comprobé si la tía había recuperado las bragas de su biquini. No sólo eso, sino que estaba hojeando una revista como si nada, tan tranquilamente.

Cecilia entró primero.

– Guaaauuu… empiezan a caer gotas -dijo-. Pues vaya lo que has tardado en abrir, ¿no?

– ¿Gotas? -pregunté-. ¿Estás de broma?

Al mirar hacia afuera me di cuenta de que estaba casi oscuro, y no debían de ser más allá de las siete. Era realmente increíble. Salí, me quedé en mi trozo de jardín podrido mirando hacia arriba, parpadeando para ver esas mierdas. El cielo se había cubierto de repente; se sentía que estaba allí mismo y parecía que podías reventarlo de un lanzazo para terminar de una vez. Volví a entrar lanzando un penalty en la grava. El trueno sonó cuando aún tenía la pierna en el aire.

A continuación empezó a llover muy fuerte, era una tormenta lnrernal con aceras humeantes y zigzags en el cielo. Hacía un calor espantoso, opresivo. Me quedé apoyado en la puerta y conté a todas aquellas tías que daban vueltas por la habitación. No las oía pero no tenía ningún tipo de ganas de meterme ahí. Entonces agarré mi cazadora sin decir ni una palabra y me fui.

Caminé un poco bajo la lluvia. Me sentaba bien. Comencé a trotar con los codos pegados al cuerpo, durante trescientos o cuatrocientos metros, no porque me gustara el deporte sino para vaciarme el cerebro. La tormenta se alejó suavemente; la calle subía; llegué hasta el cruce con la calle ancha, me apoyé en el semáforo, que estaba en rojo, y con los dientes me corté una uña que estaba demasiado larga.

El lugar estaba totalmente desierto. Era curiosa aquella cabina iluminada interiormente, justo en un ángulo de la acera; era casi mágica con sus reflejos azulados y sus chapas de dos metros y medio rodeando los cristales. No traté de resistirme, atravesé el cruce en diagonal y entré en ella. No veía casi nada del exterior, excepto el cielo que viraba a tonos apastelados entre las nubes. La cosa se ponía mejor.

La guía colgaba de una cadena gruesa, busqué el hospital y con cierto nerviosismo marqué el número. Me salió una especie de histérica un poco sorda, de esas que trabajan por la noche; le expliqué la historia y le dije que quería hablar con Nina. Me abandonó durante un cuarto de hora para consultar su fichero. Yo no hacía más que meter monedas en el trasto y al final apareció y me comunicó con voz rechinante:

– NNNaaaaannnn… Aquí no hay nadie que se llame así.

– Mire, señora, creo que debe haber un error.

– ¿Eeeehhhh? ¡No oigo nada! ¿Qéééé diiice?

Se lo repetí mas despacio, articulando bien. Empezaba a tener la mano dormida de tanto aferrar el teléfono, y me habría gustado estirar el cable con un golpe seco para hacer que pasara por encima de su mostrador. Pero aquella buena mujer era una verdadera maldita condenada, se notaba perfectamente que le encantaba desempeñar su pequeño papel de Señora – que – no – permita que – los – chalados – y – los – plastas – metan – las – narices – en – sus registros.

– ¡Peero no le estoooyyy diciiieeendo que no estááá aquíííí!

– Por favor, la han operado hace tres o cuatro días. Óigame, es muy grave, es absolutamente necesario que hable con ella.

– Bueno, mire, yo tengo trabajo y no voy a estar oyendo sus lloriqueos toda la vida. Para la próxima vez, lo único que tiene que hacer es ponerle una correa.

Yo no tenía ni pizca de ganas de bromear; sólo tenía enfrente esa caja de hierro que se había tragado mis monedas, y la buena muier, con sus imbecilidades, había encontrado el sistema de irritarme al máximo.

– ¡Me cago en la puta! A usted le PAGAN por hacer ese trabajo,, ¿no?

– Le estoy diciendo que aquí no hay nadie que se llame así. ¡Está sordo o qué, especie de idiota!

– ¡Voy para allá! -rugí-. ¡Voy para allá, tía! ¡Y me voy a cargar tu chiringuito con tus tetas postizas!

– Perfecto, aquí lo espero. Nos gustan los tipos de su estilo, ponen un poco de ambiente.

Tardé un poco en darme cuenta que la tía había colgado. Estaba preguntándome qué demonios significaba esa historia; la chalada aquélla seguro que se había jiñado, pero la verdad es que sentía una sensación extraña, una cosa desagradable. Tengo una especie de olfato para las putadas.

Regresé a casa sin apresurarme; en cualquier caso, el día había terminado, quiero decir que para mí había terminado. Las aceras ya tenían zonas secas, y yo me sentía totalmente una cosa. No me encontraba bien. Regresé por la playa, dejando una pista muy clara tras de mí. Me detuve para mear, pensé durante un momento y me pregunté qué podría hacer mañana o cualquier día; la atmósfera estaba pesada y me quedé mirando a una gaviota que bajaba en picado por un rincón de cielo violáceo.

A medida que me acercaba a la casa, mis nervios iban ganando terreno, y cuando llamé a la puerta estaba de un humor espantoso. Afortunadamente la rubia se había ido y se había llevado a su hija, lo que me dejaba un poco de espacio para andar arriba y abajo. Las otras dos se preguntaban qué mosca me habría picado. Creo que ni me dirigieron la palabra.

Por la noche, jodí a todo el mundo. Me empeñé en asegurarme de que Lili se tomaba sus cosas con flúor. Venga, que te estoy mirando, dije, y le pedí a Cecilia que guardara sus cosas y sus bragas que estaban tiradas por el suelo. Me ponía nervioso y quería que la habitación quedara COMO UNA PATENA; era una especie de idea fija. Gesticulaba ampliamente con los brazos, iba de un lado a otro con una especie de rictus; me senté y me levanté un mínimo de cincuenta veces y encendí todos los cigarros que había en la maldita casa.