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– ¿No te gusta el flan? -me preguntó.

– Sí, pero no quiero coger una diarrea.

La chica le lanzó una mirada asesina antes de atacar su plato de espagueti, y lo ignoró por completo durante el resto de la cocida. Hablaba mucho y yo la oía distraídamente, fumando; sólo entendí que estaban de vacaciones y que habían tardado tres días en recorrer 250 kilómetros. Qué gente tan chunga hay por aquí, decia ella, nunca había visto nada igual, y encima tuvimos que hacer doscientos kilómetros en el fondo de una camioneta, sentados encima de sacos de patatas. Oh, mierda, ¿cómo se lo montaría Kerouac?

– Hizo trabajar sus sesos -dije yo.

– Claro, pero seguro que la cosa habría ido mejor si hubiese estado sola -añadió ella.

El otro levantó la mirada de las migas que poblaban su camiseta, y se inclinó ligeramente por encima de la mesa:

– ¿Ah, sí, eh? ¿Eso es lo que crees, eh? -farfulló-. Mierda, tía, ¿te crees que sólo tienes que ponerte al borde de la carretera para que los tíos se peguen para llevarte a su lado…? Pero tía, ¿te has mirado bien? ¿Eh? ¿de verdad, te has mirado bien, tía?

Me levanté en aquel preciso momento, era una forma de acabar con la tormenta cuando estaba en embrión.

– Bueno, nos vamos -dije.

Recorrimos el aparcamiento envueltos por un viento caliente y el tipo farfulló no sé qué mientras corría hacia los lavabos. La chica y yo subimos al coche y esperamos. Ella miraba al frente con aire molesto.

– ¡Qué memo! -exclamó.

Yo no tenía grandes cosas que decir sobre el tema, y me dediqué a limpiar metódicamente mis gafas y a hacer pequeñas pruebas a contraluz.

– De verdad, no sé por qué he tenido que ir cargando con un tipo así -dijo-. Debo de estar totalmente chalada. ¿Qué, no estás de acuerdo?

No le contesté, una mancha minúscula me tenía entretenido en un ángulo del cristal derecho. Entonces ella se volvió con rabia, agarró la bolsa del tipo refunfuñando y la arrojó al suelo con todas sus fuerzas.

– No veo por qué tenemos que seguir aguantándolo -exclamó.

– A lo mejor cuando sea mayor se convertirá en guapo y rico -dije yo.

– Sólo tengo dieciocho años -comentó ella-. Correré el riesgo.

En el momento en que giraba la llave de contacto, el tipo salió corriendo de una puerta al otro extremo del aparcamiento y se acercó hacia nosotros gritando:

– ¿Pero qué cono pasa, tíos? ¡Me cago en la puta, ¿por qué habéis tirado mi bolsa?!

Arranqué un poco tarde y aquel cretino tuvo tiempo de agarrarse a la puerta, y su primer gesto fue el de lanzarle una bofetada increíble a la chica, mientras corría al lado del coche. El asunto hizo el mismo ruido que cuando haces explotar una bolsa de papel, y la chica empezó a chillar apretándose contra mí.

Al cabo de trescientos metros acabé por dirigirme al pobre chico, que resoplaba como un condenado.

– ¡Coño, suelta esa jodida puerta o te va a dar un ataque! Tienes los labios totalmente amoratados, muchacho.

Me contestó con una mueca y siguió aferrándose, cuando la verdad es que no tenía ni la menor oportunidad. Lo felicité interiormente por su valor y a continuación me acerqué todo lo posible al borde de la carretera. El tipo desapareció en la cuneta con un ruido de hojas secas removidas.

La chica lloriqueaba suavemente apoyada en mi hombro y acariciándose la mejilla, y debo decir que yo, que tengo buena experiencia en eso de las lágrimas, vi que la cosa no iba en broma, había algo que andaba realmente mal. Por otra parte, no me gustaba nada que estuviera pegada a mí, y no sólo porque estaba sudando y porque era gorda y fofa, sino porque en general no me gusta el contacto físico con la gente. La aparté explicándole que así no podía conducir y que nos arriesgábamos a tener un accidente, y entonces ella inundó el asiento con lágrimas gordas como puños y se puso a gritar:

– ¡¡¿¿QUÉ MIERDA PUEDO HACER…??!! ¡¡¿¿QUÉ PUEDE IMPORTARME MORIR, EH??!!

– Vale ya, ¿no? No tengo ganas de oír tonterías de ese tipo -dije yo.

Estábamos en pleno campo, sólo había cables de teléfono a lo largo de la carretera columpiándose en el aire caliente, y ella continuaba llorando y sonriendo ruidosamente. Me detuve. Cogí una cerveza de debajo de mi asiento y la abrí de inmediato. Era un lugar particularmente desierto, definitivamente cocido por el sol y cubierto por un polvo muy fino. No era lo más adecuado para levantar la moral y yo mismo sentía algo indefinible, algo así como la borrachera del absurdo.

Busqué nerviosamente la segunda cerveza, pero fue en vano; Pensé que tal vez había rodado hacia atrás, así que me incliné por encima de mi asiento y lo primero que vi fue el tapón abandonado encima del asiento. Oh, no, pensé, y encontré en el suelo la botella vacía. Me quedé totalmente cortado.

– Ese cerdo de mierda se ha bebido mi cerveza a escondidas -logré articular.

La chica tenía los ojos enrojecidos e hinchados y el pelo pegado en la cara, en todas direcciones.

– Bueno, a ver -le dije-, trata de hacer un esfuerzo. Deja ya de llorar…

Levantó las rodillas hasta apoyarlas en el pecho, las rodeó con sus brazos y echó la cabeza hacia atrás para mirar el cielo. Un inmenso lagarto verde atravesó la carretera precisamente en aquel momento, pero no dije nada porque seguro que la cosa no le habría interesado; tal vez fuera mejor dejarla en paz. Volví a arrancar sin decir ni una palabra más. Creí que ya se había calmado un poco, pero inmediatamente volvió a la carga sacudiendo la cabeza de derecha a izquierda.

– ¿Por qué tengo que ser tan fea? -dijo-. ¿Por qué pasan cosas así?

– No sé -dije yo-. No quiero explicarte cuentos.

– Es normal que no pare ni un solo tío… Cómo les va a parecer agradable viendo esto, toda esta porquería…

Se agarraba sus michelines llorando y se trituraba los muslos, dejando amplias marcas blancas en la piel que le duraban unos cuantos segundos; creo que de haber podido se habría cortado en pedazos. De pronto se puso a gritar mira, fíjate bien, mientras se quitaba la camiseta y la carretera seguía increíblemente desierta. Yo no iba demasiado deprisa y la miraba, y ella tan pronto reía como lloraba. Tenía unos pechos enormes para su edad, con pezones muy rojos, casi violeta. ¿Has visto qué maravillas?, sollozaba, ¿te das cuenta? Yo no contestaba pero me daba cuenta, casi llegaba a comprenderla. Ella se enjugó las lágrimas aplastándose los ojos con las manos abiertas, y a continuación se hundió en el asiento y levantó las caderas para quitarse el short; las bragas también bajaron. Tenía la piel muy blanca excepto donde el sol le había dado, en brazos y piernas; era como si se hubiera caído a cuatro patas en una bañera medio llena de mercurocromo.

Se colocó en una especie de postura imbécil, con las manos cruzadas detrás de la nuca, una pierna plegada bajo las nalgas y las ojillas separadas, y me miraba con ojos enloquecidos.

– ¡Caray, tío! -soltó-. Parece que te quedas muy tranquilo en tu rinconcito, ¿eh? ¿No te excito? ¿A qué se debe que aún no te hayas enamorado enloquecidamente de mi cuerpo?

Esperé una docena de segundos y luego puse una mano en sus muslos. Sentí que se ponía rígida.

– Recuerdo a una mujer de ciento dos kilos -dije-. Era bastante mayor. Pero era totalmente imposible aburrirse con ella, ¿sabes?, y en la cama era como si bajara directamente del cielo; siempre me da un cosquilleo cuando pienso en ella. Bueno, vamos a buscar un sitio tranquilo, vamos a estirar esos putos asientos y vas a ver…

De golpe dejó de llorar y cruzó las piernas, pero yo seguí aferrado a su muslo.

– Tienes suerte al haberte topado conmigo -añadí-. Soy totalmente indiferente a la belleza física. Me fastidia.

Me quité la camiseta con una mano y me enjugué el cuerpo y la cara con ella. El campo estaba derritiéndose a nuestro alrededor.