– Lo que me había imaginado -dije-. Hemos arrancado el parachoques y nos ha dado el porrazo.
Oh, Virgen Santísima, gruñó el viejo mientras bajaba la cabeza; luego puso la marcha atrás y volvió hasta el VW. Arrastrábamos el parachoques por las piedras y a veces veíamos saltar un destello plateado a la altura de los cristales. El tipo del VW nos recibió con gritos histéricos, medio colgado fuera de la ventanilla, pero no lo oíamos demasiado bien.
El viejo permaneció un momento triturando el volante, la cabeza medio hundida entre los hombros, y le echó una mirada al retrovisor, mientras el otro seguía chillando. Luego abrió su ventanilla a todo trapo y sacó la cabeza.
– Óyeme bien -gritó-, te doy treinta segundos, imbécil. Baja de tu cacharro y ata el jodido cable tú sólito, porque si no te vas a pasar la noche aquí y los buitres te destrozarán los neumáticos a picotazos, ¿oído?
La mujer lanzó un grito y el tipo salió casi instantáneamente. Lanzó miradas de pánico a su alrededor y agarró el cable. El león rugió antes de tumbarse en la hierba y patear no sé qué cosas invisibles. El tipo se arrodilló frente al VW, luego se estiró debajo y puso manos a la obra. Sólo se veían sus piernas que sobresalían del coche; sus perneras estaban llenas de polvo. Con un gesto de la cabeza el viejo me señaló al león, que seguía jugando y lanzando gruñidos a la caída de la tarde, en el aire tibio y azulado.
– Mira qué bonito es -comentó.
Encendí un cigarrillo, con los dos pies apoyados en el parabrisas. Me hubiera quedado así horas y horas, meditando sobre la Creación de manera abstracta y deshilvanada, pero el viejo siguió desarrollando su idea:
– Fíjate, voy a decirte algo. Aquí ya hemos tenido accidentes. Dos tipos dejaron que se los comieran, dos listillos. Pero no puedo culpar a los leones, incluso me parece normal que de vez en cuando puedan darse el gusto de zamparse a un tipo.
Se detuvo un momento, sólo el tiempo necesario para mirarme, y añadió:
– ¿Sabes?, no pasa un día sin que algún gilipollas se divierta quemándolos con un espejo o intentando pisarles las patas con su maldito coche.
Reflexioné un momento acerca de lo que acababa de decirme y luego abrí mi ventanilla. El otro seguía estirado debajo de su coche.
– ¡¡CUIDADO, TIENES A UNO OLIÉNDOTE LAS PIERNAS!! -grité.
El chorbo se acurrucó bajo su VW gimiendo y yo le sonreí al viejo.
– Yo sería partidario de dejarlos ahí tirados -dije-. Podríamos volver por la mañana a ver qué tal.
– Sería estupendo -dijo.
Esperamos cinco minutos más y el tipo emergió de debajo de su cacharro, recuperó su parachoques y se instaló al volante del VW sin mirarnos. El viejo arrancó y esa vez todo fue bien. Volvimos sin apresurarnos, pasando al lado de unas roderas para sacudirlos un poco. Ya casi era de noche, y oí que un perro ladraba, o tal vez fuera un coyote; un pájaro enorme levantó el vuelo delante de los faros y desapareció entre los árboles.
– Si quieres, puedes quedarte unos cuantos días -dijo el viejo. -No sé, ya veré, depende…
– ¿Y de qué depende? -me preguntó-. ¿Depende de la pasta?
– No -le dije.
– Entonces es que tienes algo más que hacer, ¿no?
– No, no especialmente.
– ¿Entonces, de qué depende?
– Depende de por dónde me dé. Depende de que el cielo me envíe una señal.
Soltamos al VW en el aparcamiento, dejamos que el tipo se las apañara con su carburador y, por lo que respecta a la historia del parachoques, el viejo le dijo que la reserva estaba cerrada, que volviera mañana y harían todos los papeles. No quería ni oír hablar de nada cuando terminaban las visitas, así que plantamos al tipo, entramos en la casa y cerramos la puerta con doble vuelta de llave.
La chica había preparado una tortilla y ensalada, y nos sentados rápidamente a la mesa. Me tomé varias cervezas seguidas y pronto estuve a gusto. No tuve conciencia de que pasaba la velada, aunque el viejo era un verdadero fanático del jazz y se empeñó en hacerme oír todos sus discos. Por supuesto es el tipo de música que no aguanto y yo trataba de hacérselo entender, pero el tipo, ese viejo rescatado de la beat generation, hacía oídos sordos; había encontrado el sistema perfecto para tocarme los cojones. Sólo lograba calmarme chupando sin cesar pequeños cocodrilos de vientre blanco, y la chica estaba hundida en un sillón con una pila de revistas sobre las rodillas.
De cuando en cuando ella levantaba la vista y me miraba. Me parecía agradable que me mirara así una chica de dieciocho años, una escolar atraída por el misterio del Sexo, mirándote directamente a los ojos con una mezcla de temor y de arrogancia. Ese tipo de chicas se creaban un mundo mágico y todo eso podía ser de un raro refinamiento, pero el problema es que todo se estropea cuando ellas aprenden a conocernos.
El viejo me hacía bostezar con sus cacharros y para luchar contra el sueño empecé a imaginar cosas espantosas. Me dije imagínate que Nina coge un cabreo enloquecido y que tira tu original por la ventana. Casi podía ver las hojas volando por la calle negra, enrollándose en los cables de la electricidad, y esa imagen me despertó por completo. Me levanté sacudido por estremecimientos y empecé a caminar nerviosamente por la habitación. Trabajaba en ese libro desde hacía más de un año y cada página representaba un trabajo considerable porque había conseguido un estilo nerviosoy etéreo, silbante como una cuchilla, la primera escritura aerodinámica con líneas de majestuosa pureza, lisas como bolas de carburo de tungsteno, y todo eso no me caía del cielo sino que incluso me hacía doblar las rodillas. Lamentablemente, en la actualidad ya nadie se interesa por el estilo, y eso que es lo único que cuenta. Afortunadamente hay gente como yo que trabaja duro, que permanece en la sombra, aunque el hecho de que las cosas sean así me parece realmente un asco. Al menos, podrían pagar bien…
Me acerqué a la ventana para airearme las ideas. El tipo seguía en medio del aparcamiento, metido en el motor del VW como si fuera la boca de un hipopótamo, y la mujer dormía en el asiento de lantero, con la cabeza caída hacia atrás. Sí, la vida está llena de imágenes horrorosas; no siempre es fácil, en la noche, poder entrar en una habitación y sentarse en el borde de la cama para desabrocharse tranquilamente los cordones, y a continuación deslizarse entre las sábanas y mirar al techo con el corazón ligero.
El viejo nos deseó buenas noches y la chica me dijo si quieres puedo enseñarte tu habitación. Le dije sí, y al pasar cogí una última cerveza; no tenía ningunas ganas de que me despertaran a media noche los aullidos de las hienas o las risas de los monos.
La chica me condujo hasta una habitación situada al fondo de un pasillo. Inmediatamente fui a comprobar si la cama era del tipo adecuado, es decir, no demasiado blanda, porque no estoy en contra de una cierta rudeza. Era perfecta aquella cama, así que me estiré con la sonrisa en los labios, pero la chica se quedó en el marco de la puerta. Crucé las manos detrás de la cabeza para ver lo que iba a venir.
– No estoy cansada -dijo ella-. ¿Qué te parece si jugáramos a algo?
Temí comprender y me incorpore apoyándome en un codo.
– ¿Estás pensando en una partida de dominó? -pregunté.
– Sí, si te parece. O de ajedrez.
– No, estoy demasiado reventado. Trae el dominó.
Fue a buscar las fichas y nos instalamos encima de la cama. Encendí un cigarrillo mientras ella mezclaba el juego y yo tenía mi cerveza bien sujeta entre las piernas; sólo faltaba un poco de música para que la cosa fuera perfecta. No existe en el mundo un juego más relajante que el dominó, sobre todo si se juega con cierto distanciamiento.
– ¿Te gustaría un poco de música? -preguntó ella.
– Sí, cualquier cosa excepto jazz.
Se levantó y volvió con un magnetófono y una pila de casettes.