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Volví a la puerta, e hice retumbar toda la casa como si fuera un tambor. Al final abrieron. No era Yan, sino su amiguito, torso desnudo y blanco como un muerto, con la mirada turbia. Lo empujé y entré.

– ¿Y Yan? ¿No está? -pregunté.

Se quedó agarrado a la puerta y la cerró como si pesara tres toneladas. Así, de repente, pensé en un «Mandrax» acompañado de unas cuantas copas.

– Pareces fresco -le dije-. ¿Estabas mirando la tele?

Fue hasta la cocina apoyándose en las paredes. Lo seguí. Se derrumbó en una silla con una mueca espantosa. Cogí una cerveza de la nevera y me senté delante de él.

– ¡Eh! -le dije-. Trata de hacerme una señal si me oyes. Golpea la mesa con la cabeza, por ejemplo.

– Deja ya de fastidiarme. Estoy solo.

Me bebí mi cerveza a sorbos, balanceándome en mi silla, mientras él se estremecía y se acariciaba los brazos. Evitaba mirarme con sus grandes ojos maquillados.

– ¿Yan está en el bar?

Asintió con la cabeza y después se levantó precipitadamente para llenarse un vaso de agua. Abrió el grifo y oí que el vaso se ron pía en el fregadero. Al cabo de diez segundos se volvió hacia mí con la mirada enloquecida y su boca se torció.

– ¡¡MAMÓN!! ¡¡ME HE ABIERTO LAS VENAS!! -vociferó.

– ¿A quién has tratado de mamón, colega?

– ¡¡MIRA, FÍJATE!! ¡¡ME SALE SANGRE!!

Era verdad, aquel gilipollas debía de haberse cortado con algún trozo de vidrio, yo veía que la sangre le corría por el brazo. Empezó a vociferar y a lloriquear, con el brazo extendido por encima de la cabeza. No podía ser demasiado grave, pero yo imaginaba lo que el niñato sentía; las porquerías que se había tomado debían de transformar aquel hilo de sangre en una visión horrible. Me adelanté hacia él; pero empezó a berrear aún más fuerte:

– ¡¡¡NNNOOOO!!! ¡¡NI SE TE OCURRA INTENTAR TOCARME!!

Lo agarré por el pelo y lo arrastré como pude hasta el cuarto de baño. Él chillaba, yo resoplaba y por supuesto encontró el sistema de restregarse contra las paredes y dejarlo todo manchado de sangre. Seguro que a Yan le iba a gustar la bromita.

Cerré la puerta con llave y, mientras él se caía de rodillas al lado de la bañera y se sorbía los mocos, investigué en el botiquín. A continuación cogí su brazo herido y se lo limpié bajo el chorro de la ducha. Era un buen corte, en la mano, de plano en la línea de la vida. Le hice un vendaje y se calmó. Simplemente me miraba con aire estúpido.

– ¿Qué, va mejor la cosa? -le pregunté.

– Nnaa… tengo la mandíbula bloqueda…

– ¿Qué estás diciendo?

– No puedo hablar. Me duele.

Se apoyó en la bañera, con los músculos agarrotados y agitado por pequeños temblores. Me quedé acuclillado a su lado, y lo miré preguntándome qué iba a hacer con él. Se dejó resbalar sobre la alfombra de toalla cerrando los ojos, con los brazos entre las piernas:

– Nunca me había sentido tan mal con el ácido -soltó.

Recordé que había una caja de «Valium» en el botiquín. Me levanté y la cogí. Tranquilo, le dije, he encontrado algo que te irá bien. Me incliné y le rompí dos ampollas entre los dientes. Ni siquiera puso mala cara. Luego, me di una buena ducha.

Cuando terminé, él dormía. Volví a vestirme, lo llevé a la sala y lo estiré en el sofá. Tenía la piel lisa como la de una chica, pero ahí Se detenía el asunto por lo que a mí respecta; no estaba de humor para intentar una experiencia loca. Estaba cansado, y al mismo tlempo pensé me jode ir a buscar a Yan al bar, es tarde y vas a llegar allí con cara de funeral, estarán todos los soplapollas, los colgados rendrán a tocarte los huevos, y a las tías les parecerá que no estás a a altura; ya sabes de qué va la historia, hay lugares que es mejor pitar cuando se está en ese estado de ánimo.

Me dediqué a dar vueltas en redondo durante un minuto, y luego fui a prepararme un cóctel. No tengo la clase de Yan, paso de las rodajas de no sé qué y de la cereza en el fondo de la copa, pero no me salió mal del todo. Cogí una revista que estaba encima de la mesa y me dejé morir en un sillón. Recorrí los titulares. Rápidamente me di cuenta de que todo seguía yendo muy mal. Por escrúpulos de conciencia, comprobé la fecha, pero realmente era de esa semana. Así que había que encontrarse una razón. Después de todos esos años la Crisis seguía ahí y, según decían, íbamos directo a la catástrofe. Me pregunté qué efecto nos produciría el día que saliéramos de la crisis, qué iba a cambiar para tipos como yo con eso de vivir en un mundo sin paro, sin inflación, sin crisis. ¿Todo aquello iba a hacerme más feliz, más libre, más inteligente? ¿La recuperación iba a elevar mi alma y a aportar algo a mi talento? Los tipos que escribían esos artículos parecían realmente aterrorizados; pero ¿qué sentirían en mi lugar si vieran que el mundo quizás iba a solucionar sus propios problemas pero no los míos? Supongo que tener cojones, para un escritor, consiste en aceptar subir a una barca cuando todo el mundo toma el barco. Afortunadamente, todo eso terminaba con una página de publicidad de sostenes sin armadura y la chica me miró fijamente a los ojos durante un buen minuto.

Me levanté y en aquel momento una mano del tipo cayó al suelo. No me precipité en volver a poner las cosas en su sitio, sino que prudentemente me serví media copa más y salí al jardín. Me fui a ligar con la palmera de aquel cerdo de Yan. La noche era silenciosa y suave. No había bombarderos en el cielo. No había misiles ni fogonazos en el horizonte. Sólo oía los ladridos de un perro en la calle; aquel perro no tenía la rabia y nadie aullaba en la noche. Aquel lugar era exactamente como lo había deseado, tranquilo y vivo, exactamente lo necesario para devolver a un escritor un poco borracho una imagen tranquila del mundo, una imagen torcida pero almibarada.

Sin saber cómo, me encontré estirado en la tumbona, frente al cielo estrellado, y no pensé que era muy poca cosa, no pensé en esos centenares de miles de soles ni en todo el rollo sobre la vida, ni en el abismo infinito de los agujeros negros, ni en la teoría del big bang. No. Pensé me cago en la puta, espero que no haya tirado mi novela. ¡Espero que no lo haya hecho! Apreté los dientes y me estremecí durante un buen rato.

Más tarde escuché que Yan volvía. Me arranqué de algunos pensamientos inconsistentes, y fui a ver.

– Vaya, ¿eres tú? -comentó-. Así que sólo era un pequeño paseo…

– Eso mismo, no me he metido en aventuras extraordinarias. La edad me ha dado sensatez.

– ¿Has visto a Jean-Paul?

– Está ahí al lado, en el sofá. Está con el muermo.

– ¿Eh? ¿Qué dices?

Se lanzó hacia la sala y pude apartar mi copa justo a tiempo para dejarlo pasar, si no me lo habría tirado encima. Tenía la tira de energía para ser un tipo que vuelve a casa a las tres de la madrugada. Sostenía la cabeza de Jean-Paul entre sus manos en el momento que llegué. Me tomé un trago.

– Cuando me dejó entrar, ya estaba colgado. Luego se cortó con un trozo de cristal, me habría gustado que vieras el numerito. Chillaba como si fuera a degollarlo… Pero bueno, eso no debe impedir que nos tomemos una copa los dos…

– Parece que está bien. Tengo la impresión de que duerme.

– Es posible. Nos va a dejar tranquilos.

– Oh, ¿por qué eres tan desagradable?

– Mierda, se lo ha buscado. ¿Por qué todos tienen que fastidiarme con mis libros? ¿Qué tienen que ver conmigo?

– Tienen mucho que ver.

– Bueno, pero soy muy quisquilloso en ese punto. Me cuesta mucho escribirlos, creo, y me merezco que luego me dejen en paz. No hago servicio posventa.

– Vale, pero no te olvides de que en la actualidad la gente espera que el artista haga su numerito.

– Ya lo sé, y siempre he deseado preparar un espectáculo de baile. Si mis libros me necesitan, lo mejor que puedo hacer por ellos es mantener la boca cerrada.