– Claro, y por cierto eso me hace pensar que tengo un hambre atroz, ¿te apetece algo?
– No he comido más que melocotones desde esta mañana.
Nos replegamos hasta la cocina. Yan vació la nevera sobre la mesa, y no había más que chorradas y queso envuelto en plástico. Nos sentamos el uno frente al otro.
– A propósito, ¿qué le contaste a Nina? -le pregunté.
– Le dije que no se preocupara.
– Siento mucho que al menos no tengas un tomate -dije-, algo un poco más fresco. No entiendo que no comas más que cosas químicas.
Comí con desgana. Yan estaba bastante serio. Sacó una botella de vino pero yo no quise, ya empezaba a estar colocado. De todas maneras abrí una cerveza porque hacía calor. Realmente era un buen verano, con noches para dormir sobre las baldosas o para quedarse despierto y beber cosas frescas, esperando una brisa ligera a las cuatro de la madrugada.
– Seguro que has encontrado el sistema de tirar toda tu pasta durante estos dos días -dijo Yan.
– Qué va…
Saqué todo el paquete que llevaba en el bolsillo y lo dejé encima de la mesa. Era MI DINERO, un montón de billetes que se retorcían entre las migas de pan. Lo miré durante un rato.
– Tengo ganas de comprarme algo -dije-. Tengo ganas de hacerme un buen regalo…
– No hagas tonterías.
– ¿No se te ocurre nada? Todo eso me pone nervioso, así, de golpe.
– Oye, mejor espera a mañana. Estudia la cuestión en ayunas.
Bueno, realmente debía de haber bebido demasiado porque hice algo que normalmente nunca hago, tomé el paquete de billetes con una mano y los dejé caer en forma de lluvia sobre la mesa. Mi mirada se hizo profunda, no veía a un metro de mis ojos:
– Fíjate -solté-, esto mueve el mundo desde el principio. No te rías, cada billete que cae es un eslabón de la cadena. ¿Y qué puedes hacer con él aparte de pagar las mierdas…? Apenas hay nada válido en la tierra que pueda comprarse con dinero.
– Bah, desvarías… No son más que palabras.
Le agarré por la pechera de la camisa y torcí la mano para apretar:
– Ahí la has cagado: deja en paz las palabras. No desprecies mis herramientas de trabajo.
A continuación, pusimos algo de orden y Yan me propuso que fuéramos al jardín a fumarnos un porro. Estuve de acuerdo. Mientras él se ocupaba del asunto, yo miré las cintas y puse música, pensé que Las cuatro estaciones de «Harmonium» pondrían buen ambiente. Le llevé su botella de vino y yo me permití una última cerveza. Me estiré en la tumbona mientras Yan liaba el canuto.
– Apúrate -le dije-. Pronto va a amanecer.
– No oía esa música desde hace mucho -comentó-. Al menos diez años.
– Sí. Recuerdo una vez en que estabas totalmente empinado, te quedaste pegado al casco y lloraste de alegría oyendo eso. Hiciste un numerito terrible.
– Creo que me acuerdo -dijo-. Fue la noche en que tú te pasaste más de una hora encerrado en el cagadero sin contestarle a nadie.
– La mayoría de los tipos tenían cara de sátiros.
– Nunca has podido tragar a mis amigos.
– Te equivocas, pero aquéllos tenían los brazos realmente enormes. Tenía miedo de que me destrozaran.
Nos fumamos el canuto manteniendo el humo al máximo y a la última calada comprendí que iba a quedarme prisionero de la tumbona, con las rodillas bloqueadas, clavado en la madrugada. Oía que Yan hablaba en voz baja y me explicaba cosas, pero no entendía nada. Miraba el día que nacía y parpadeé lentamente ante el primer rayo de sol que me atravesó.
15
Al día siguiente por la mañana, cuando regresé a mi casa, vi un mogollón de gente delante de mi puerta: porteras, vecinos, gilipollas, jubilados en bata, majaras. No hacía mucho que me había levantado y aún estaba pagando la velada, y ver ese motín frente a mi casa me dejó hecho polvo. Me tambaleé bajo el sol de mediodía y, en el momento en que empujaba la puerta del jardín, un tipo de uniforme se abrió camino entre el personal y vino hacia mí. Mi primera idea fue la de huir, pero en lugar de hacerlo busqué mis papeles y se los tendí al chorbo.
– Me llamo Phillippe Djian -le dije-. Espero que todo esté en regla.
Ni siquiera miró mis papeles, era un tipo joven y fornido y llevaba una llave inglesa en la mano. Nunca había visto que un tipo sudara tanto, estaba empapado de pies a cabeza.
– Ya está arreglado -me explicó-. Una de sus canalizaciones se rompió y no había forma de encontrar la llave de paso. Nos hemos regado un poco.
– Lo siento, creía que era un policía.
– No. También nos ocupamos de las inundaciones -dijo.
En aquel preciso instante mi cerebro se paralizó, como si el individuo me hubiera dado un latigazo en la columna vertebral ¿Qué es lo que ha dicho? ¿Qué me está diciendo? El tipo se largó cuando yo aún estaba bajo los efectos del golpe. A continuación, todos aquellos chalados se volvieron hacia mí con una amplia sonrisa en sus bocas. Les indiqué la salida:
– Bueno, ya vale, fuera. Aquí no hay nada que ver. Mañana podrán leerlo en los periódicos.
Entré y les cerré la puerta en las narices. Había un verdadero lago en el pasillo, más de dos centímetros de agua, y los reflejos bailaban en las paredes e iluminaban el techo. No era una pesadilla ni una visión provocada por la falta de sueño, era el tipo de mierda que puede hacer que uno envejezca diez años en un par de días. Aparte un ligero goteo, la casa estaba silenciosa. Era casi inquietante.
– ¿Nina? -llamé.
Nada. Chapoteé dando un rodeo por la cocina y la encontré en la otra habitación, en mi sillón, con las piernas alzadas y la cabeza inclinada hacia delante. Estaba también empapada y yo adopté una voz indiferente:
– No pasa nada -dije-. Hay gente que se encuentra con tres metros de agua en su casa durante las inundaciones.
– Vale, todo para ti.
– Sí, y espero por su bien que sus mujeres tengan los nervios sólidos.
Me dirigió una mirada feroz:
– Tengo la impresión de que desapareciste en el momento oportuno, ¿eh? Estaba sola cuando esa jodida cosa me estalló en plena cara. ¿Lo sabes?
No le contesté nada, trataba de imaginar un sistema para evacuar toda esa maldita agua: llenar botellas, prender fuego o meterse en la cama y esperar. Pero ella insistió:
– ¡Estoy sola en este jodido apartamento desde hace tres días!
– Oye, mira -le dije-, no te hagas mala sangre. Es mi novela la que me hace esto, tú ya sabes que me pasa…
– Ja, ja -lanzó ella-, ¡tendría que estar loca para tragar cosas así!
– Oye, hay cosas más urgentes que hacer, que empezar a pelearos, me parece.
Avancé por la habitación, comprobé discretamente que mi novela no había volado, y me quité los zapatos.
Toda esa mierda nos ocupó buena parte de la tarde, y a medida que pasaba el tiempo Nina se iba relajando. Sé ser realmente amable cuando me lo propongo, lo hago con una facilidad suprema y al final casi nos parecía divertido eso de frotar y enjugar codo a codo. Estaba bien eso de quitar agua juntos; yo le explicaba tonterías, le encendía cigarrillos e incluso hice una escapada hasta la tienda del barrio para comprarle helados y un palo de regaliz. Era una chica muy guapa, no había tenido a menudo chicas así, y para ser franco, nunca había tenido una así. Me jodería mucho per. derla, pensé, pero qué hacer, cómo atravesar ese océano de escollos.
Afortunadamente, el sol inundaba toda la habitación; me dije que aquello iba a secar rápidamente; me dije que tendríamos justo el tiempo de ir a hacer unas cuantas compras y de regresara comer tranquilamente los dos, oyendo buena música. Pero se produjo un contratiempo. Estaba exprimiendo mi última toalla y ella estaba agachada delante de mí, de espaldas. Llevaba esa especie de pantalones indios, muy anchos, que un rayo de sol atraviesa con toda facilidad. Adelanté una mano entre sus piernas y atrapé su sexo a través del tejido. Como que no me mandó a hacer puñetas, deslicé hacia abajo el elástico de su pantalón y pude darle gusto a la mirada con toda tranquilidad. A continuación, metí mi bíceps entre sus nalgas y lancé una mano por debajo suyo para atraparle las tetas. Estaba a gusto. Sentía que sus labios mayores se abrían al contacto de mi brazo. Era realmente genial. Al cabo de un rato nos quedamos medio dormidos y las sombras se estiraron en la habitación. Me levanté mirando el cielo rojo por la ventana, y puse proa a la cocina para ver si podía confeccionar alguna cosa un poco comestible. Puse cerveza en una bandeja, tomates, queso, cinco o seis yogures y una bolsa de pan de molde. De paso cogí unos cubiertos, y el banquete quedó listo.