Dormía. Me incliné sobre ella. Estaba realmente dormida. Descolgué el teléfono y me instalé en un sillón. Estaba sentado exactamente delante del espejo y veía a un tipo bañado por una luz dorada que rompía, con un golpe seco, una bolsita de azúcar. A veces me quiero a mí mismo, a veces no me aguanto, pero ahora me veía mal, así que me acerqué y me miré a los ojos. Al cabo de cinco minutos dejé de reconocer ese rostro y volví a sentarme para comer. Habría sido necesario algo bastante más increíble para quitarme el apetito.
Había un ambiente espléndido cuando me senté a mi máquina, nada más que una luz rara y un silencio tenso. En esos momentos es cuando soy el mejor, todo lo que sale de mi mente está cincelado con finura, es transparente como una fuente y duro como la piedra; estoy a dos dedos de que me broten diamantes y se desparramen por toda la habitación, y eso es lo que explica mi estilo, esa curiosa mezcla de pureza y de intensidad. Quince años de trabajo encarnizado, tíos.
Durante varios días la cosa fue bien, trabajé como un condenado y logré alinear unas cincuenta páginas que no estaban mal. Me había pasado todas las noches soldado a mi silla, esperando derrumbarme de puro cansancio al amanecer, a veces pasablemente achispado, y con los ojos hinchados por los cigarrillos. Nada me detenía, me llevaba una libreta cuando iba a cagar, y comía bocadillos. Nina iba y venía, entraba y salía. A veces me sobresaltaba cuando creía que estaba fuera o le hablaba cuando se había ido a dar no sé qué insoportable paseo en plena tarde, preferente por el lado de la calle achicharrado por el sol. Yo sentía que ella estaba nerviosa, pero hacía como si no me enterara; casi nada podía afectarme en aquellos momentos, lo siento, no podía remediarlo. Sentía que las cosas se degradaban lentamente, pero miraba hacia otra parte. No quería pensar en ello.
Sin embargo, me gusta escribir en un ambiente sexual, me gusta que ella se levante a las tres de la madrugada para ir a buscar un vaso de agua y magrearla al paso, me gusta que una sábana se deslice bajo un rayo de luna y deje al descubierto un brazo o un muslo plateado, me gusta que venga a chupármela en medio de un capítulo y que la máquina siga ronroneando mientras nos deslizamos bajo la mesa, me gusta volver al trabajo con la mente liberada de todas esas porquerías, me gusta que venga a darme masaje en la nuca y que se quede en silencio, me gusta que se arregle las uñas, me gustan sus uñas, me gusta eso de escribir con una mujer cerca, con una mujer que esté al alcance de mi voz. Pero ¿cómo hacerle entender que era su presencia lo que contaba por encima de todo lo demás? ¿Cómo hacerle entender que no me encontraba en mi estado normal? ¿Cómo acabar con todas esas mierdas que nos complican la existencia? ¿Cómo podía montármelo para escribir y vivir con una mujer? Sobre todo, con ese tipo de mujer henchida de luz y en su mejor momento de forma. Necesitaba realizar un tremendo esfuerzo para no pensar en esas cosas. Y me tomaba por un tipo valeroso, cuando en realidad no era más que un pobre gilipollas hipócrita inclinado sobre sus hojitas de papel. No era hermoso verme. Yo era un auténtico fantasma.
Ni siquiera presté atención cuando vino el fontanero y me lo encontré estirado en mi cuarto de baño. También volvieron una mañana los dos maderos; seguían buscando a Cecilia pero esta vez apenas entreabrí la puerta. Estaba dispuesto a cerrársela en las narices con todas mis fuerzas pero aquellos dos mamones no insistieron, me pareció que no estaban tan en forma como la última vez. Ni siquiera contestaba al teléfono, no quería hablar con nadie, y la única visita que recibí fue la de Yan, que vino una noche para ver si no me había muerto.
Todo el personal que estaba un poco al corriente evitaba mi compañía cuando pasaba por un período de este tipo, no tenían ningunas ganas de encontrarse con un chalado incapaz de interesarse por nada de nada, con la mirada fija como una especie de tarado. Pero no era el caso de Yan. Yan nunca iba a abandonarme, y ésa es la razón por la que a fin de cuentas veo el futuro con mirada tranquila. Su amistad es lo que hace de mí un huma-nista. No puedo tragar a la mayor parte de la gente a la que conozco, pero imagino que en la tierra hay hombres y mujeres que realmente valen la pena, es lo primero que miro cuando estoy con la gente, así puedo saber por anticipado si la velada va a ser un fracaso.
Llamó a la puerta hacia la una de la madrugada y fui a abrirle bostezando. Nos sentamos uno a cada lado de la mesa que utilizaba como escritorio. Ordené mis folios de inmediato ya que podía ocurrir un accidente, que se le cayera una cerveza encima o que les pegara fuego con la ceniza; podía pasar, y es como para ponerse enfermo cuando uno se da cuenta de que ha sufrido y total para nada. Cuando uno ha sufrido toda su vida y total para nada, entiendo que acabe chocho. Coloqué mis folios debajo de la máquina, así me sentía un poco más tranquilo.
– Vaya, hombre, hoy has terminado temprano, ¿eh?
– Fíjate, ni siquiera me he presentado. Mierda, estoy realmente hasta las narices, ¿sabes? Desde que ha vuelto Annie, mi casa se ha c0nvertido en un infierno, en un verdadero infierno.
– ¿Y qué ha pasado? -pregunté.
– Pues que Annie y Jean-Paul no se tragan. He logrado impedir que se peguen, qué puta mierda, son absolutamente insoportables.
– Me pareció que Annie ganaría, ¿no crees? -Cono, es que ella no hace nada para arreglar las cosas. No le deja pasar ni una.
Nos quedamos en silencio durante un momento. El silencio es la mejor maravilla de este mundo miserable, siempre lo he sabido. Luego fumamos y bebimos un poco sin comernos el coco y nos encontramos descalzos y sentados en el suelo sobre unos cojines. Era el primer momento de verdadero descanso que me concedía desde hacía bastante tiempo. Aquel condenado estaba simplemente haciendo un milagro. Aquello era algo que Nina nunca habría encajado, habría hecho una observación del tipo entonces, especie de cerdo, mira cómo puedes levantar la mirada de tus putos folios si te da la gana, ¿no? ¿Y qué podía contestarle yo? Nada, nada de nada, porque tendría razón. De acuerdo, dejaba de currar por un amigo, pero ¿en función de qué tendría que hacerlo por ella? No era mi amiga, era la mujer que vivía conmigo, la que me veía dormir, trabajar, comer, cagar, follar, gesticular, reír y cogerme la cabeza con las dos manos. Y ya era mucho, ¿o no? Lo que ella quería era que le diera lo mejor de mí mismo, y eso era lo íue yo intentaba hacer. Pero también estaba obligado a darle lo Peor al mismo tiempo. Siempre llega un momento en que uno no Puede hacerlo de otra manera.
Bueno, pues me tomé una cerveza con Yan y me fue muy bien, sentí que la presión cedía. El teléfono sonó hacia las dos de la mangada y el asunto no me molestó. Descolgué con mano transía porque mi alma atravesaba un campo de trigo maduro, apenas curvado por el viento, en un valle inaccesible.
– ¿Sí? -dije.
– Soy Marc -soltó la voz-. Quiero hablarle… ¡Quiero hablarle inmediatamente!
Casi oí por el aparato cómo le rechinaban los dientes. Parecía nervioso, tremendamente nervioso, respiraba muy de prisa.
– ¿Quieres hablar con Yan? -le pregunté.
– No te hagas el imbécil.