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– ¡Tendría que destrozarte a ti! -señaló.

– Has hecho una gran imbecilidad -le contesté-. Deja que te diga que te has metido de lleno en la mierda.

Descargó de nuevo su barra sobre la parte delantera del capó y los faros quedaron orientados hacia el cielo.

– ¡Eres el mayor de los cerdos que he conocido! -siguió-. ¡Estoy seguro de que sabes dónde está!

– Bueno, veo que vuelves sobre eso…

– Sí, y me cago en ti, y lo de tu coche es sólo el principio. No os voy a dejar en paz ni un segundo.

Me acerqué lentamente a él, con muchísimo cuidado, pero estaba tan excitado que no se daba cuenta de nada.

– Mira, me parece que te cuelas por completo -le dije-. Te imaginas historias falsas.

Avancé un paso más, y empecé a calcular si tendría tiempo de saltarle encima antes de que pudiera emplear la barra; las cartas aún no estaban dadas. Parecía que estaba agotado, pero las cartas no estaban dadas. No, las cartas nunca están dadas por anticipado.

– Imagínate que de verdad no tengo nada que ver en todo este asunto -le dije-. ¿Te has fijado un poco en cómo has dejado mi coche?

Vaciló un instante y yo aproveché para lanzarme sobre él. Rodamos por Ia acera como perros rabiosos. Yo trataba de estrangularlo, y él de sacarme los ojos, cuando me sentí arrancado del suelo.

Era la pasma. El que me había levantado tenía unos brazos enormes, llenos de pelos rojos. Sólo me di cuenta de que había gente a nuestro alrededor, la mayor parte eran gilipollas con bermudas o viejos chochos. Me tranquilicé poco a poco y les expliqué a los dos maderos que era mi coche, y que cualquier persona decente podía perder su sangre fría cuando le tocaban su coche. El poli aprobó mis palabras sonriendo. El otro mantenía a Marc encima del capó de una camioneta y le había hecho una llave para sujetarlo.

Me pidieron los papeles del coche, fui a buscarlos y tropecé con Nina. La besé salvajemente y volví a donde estaban los policías. Ya habían instalado a Marc en la parte trasera de su vehículo. Mientras miraba los papeles, el madero me preguntó:

– ¿Va a presentar denuncia?

– No -le contesté.

– Pues tendría que hacerlo.

– No sé lo que me retiene, pero quiero darle una oportunidad.

El poli me miró con insistencia, entornando los ojos. Estábamos a pleno sol y yo no llevaba visera, así que hundí las manos en los bolsillos traseros de los pantalones y esperé a que pasara la cosa.

– Bueno -dijo-, espero que se lo haya pensado bien.

– No puedo pensarme bien una cosa así -comenté-. No, nada de denuncias.

Sacudió la cabeza con una mueca de disgusto y a continuación se fueron. Di la vuelta al coche bajo las miradas de un puñado de irreductibles que no se decidían a largarse, una buena pandilla de tarados, que gozaban y apestaban bajo el sol. El parabrisas estaba muerto. Todas las ventanillas estaban muertas, el interior del coche parecía una caja de astillas traslúcidas y el salpicadero estaba hundido. En general todo estaba roto, torcido, destripado, destrozado. Sólo se habían salvado los neumáticos. El estado de la carrocería realzaba su valor. Me volví hacia el personal y le di un taconazo a uno de los neumáticos.

– Acerqúense, son de los buenos -les dije-. No llevan ni diez mil kilómetros. Son neumáticos extra, estoy dispuesto a discutir el precio. Hagan sus ofertas.

Cada uno de ellos miró a su vecino y luego todos decidieron marcharse, como si hubieran recibido una llamada de la nada.

Traté de detenerlos.

– Hay que ser tonto para dejar pasar una ocasión en esta vida, muchachos.

Me encontré solo. Me di cuenta de que me había hecho un rasguño en un codo al caer, y empezaba a escocerme. Atravesé la calle con cara de dolor y entré en mi casa. Me senté en una silla, me bebí un trago y Nina se ocupó de mi brazo.

– Bueno, ya está. Vuelvo a estar sin coche -dije.

Me sentí vagamente deprimido, sabía que ya no tendría fuerzas durante el resto del día.

– Hoy voy a descansar -dije-. Me sentará bien.

Nina lanzó un grito de alegría y a partir de aquel momento no me ocupé de nada más. Me dejé vivir un poco. Nada en el cerebro, nada en el corazón.

17

El tipo era bajo, calvo y revoloteaba a mi lado como una mosca excitada. Yo caminaba de prisa, pasaba por delante de los coches sin aflojar la marcha, sin mirar los precios. Todos aquellos coches eran un verdadero asco, ni siquiera eran feos, reflejaban perfectamente el espíritu de una época ciega y sin brillo. El tipo me alcanzó al final de una las calles y me asió del brazo.

– Mire usted -me dijo-, escúcheme. Estoy aquí para ayudarle. Exactamente, ¿qué es lo que busca?

– Quiero darme un gusto -le dije-. Querría algo un poco divertido.

– ¿Puede explicarme eso de «un poco divertido»?

– Soy demasiado joven para morirme de aburrimiento. Y mi trabajo me obliga a rodearme de un poco de locura.

– Aja, usted debe de ser actor, ¿no? -arriesgó.

– Claro, ¿no me reconoce? Soy el Ángel Exterminador del punto y Coma.

– No. ¿En qué película salía?

– En Como un torrente.

Tuvimos que recorrer toda una calle con paso rápido, antes de que se decidiera a pensar. Me hizo una señal y lo seguí hasta el hangar. Tuvimos que esforzarnos los dos para que corrieran las puertas. Era una especie de taller con motores colgando de cadenas por todos lados, y con olor de aceite caliente. Todos los tipos se habían ido a comer y el lugar estaba en silencio.

A la izquierda había un coche tapado con una lona. El tipo me miró y tuve la impresión de que le habían caído diez años encima.

– Tengo éste -me dijo-. Es el coche de mi mujer. Pero como ella se ha ido, lo vendo, así tengo más espacio. ¿No le parece normal?

– Es lo mínimo.

Tiró de la lona como a regañadientes y pude ver esa maravilla de máquina. No podía compararse con nada de lo que había tenido, me sentí atravesado por una corriente de locura.

– «Cupé Jaguar XK 140» -murmuró-. Tendría que haberla visto al volante, cuando iba por la calle con un brazo apoyado en la ventanilla y con su cabellera rubia que brillaba en el interior como la luz divina…

Yo sonreía. Me di cuenta de que sonreía como un tarado, pero me era imposible abandonar esa expresión. Di la vuelta a aquella joya sin decir ni una palabra y de repente me decidí, abrí la puerta y me senté en el interior; moví el culo sobre el cuero rojo, no escuchaba nada de lo que el tipo me decía acerca de los botones, me importaba un comino, ya me lo repetiría. Me sentía realmente a gusto en aquel momento, no estaba reflexionando en absoluto. Le pregunté cuánto pedía. Me dijo una cifra.

– En ese caso me llevaré sólo la mitad. Pero no me importa, raramente dejo subir a alguien a mi lado.

El tipo se había inclinado por encima de mi cabeza, apoyaba las manos en el capó y hacía muecas.

– Escúcheme -gimoteó-, tengo que deshacerme de este coche, entiéndalo… Cada vez que entro en el taller y lo veo, pienso en mi mujer. Compré este coche para celebrar nuestro aniversario de bodas, ella quería un coche verde con los asientos rojos. Era como una niña, no sé qué pudo pasarle por la cabeza…

Permaneció un momento con los ojos en el vacío. Yo carraspeé y él me anunció una nueva cifra.

– Perfecto -le dije-. Si se esfuerza un poco más, le pongo el dinero encima de la mesa, pago al contado y le quito de encima ese mal recuerdo. Me sentiría feliz pudiéndole ayudar.