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Al teléfono me contestó un tipo que parecía estar luchando contra el sueño:

– ¿Qué ha pasado? -pregunté-. No lo entiendo…

– Bueno, en mi opinión debe faltar algo en su expediente o algo por el estilo, pero no puedo decirle más… Tendría que mirarlo en la máquina.

– ¿Que tendría que mirarlo dónde? -solté.

– En la máquina, todo está clasificado en la máquina y está averiada desde hace tres días. Tendría que esperar.

– Pero, oiga, le aseguro que no estoy en situación de poder esperar. Me voy a ver obligado a comer, a pagar el alquiler y aquí afuera a nadie le importa nada que su máquina se haya estropeado…

– Y además -añadió el tipo-, todo eso nos va a retrasar, lo que no arreglará las cosas.

– Está de broma, ¿no? -pregunté.

– Qué va, no tengo fuerzas para estar de broma -contestó-. Cuando veo esas pilas de expedientes delante de mí, se me van las fuerzas.

Pensé que me quedaba lo suficiente para resistir algo así como te días. No podía dormirme, tenía que encontrar una solución rápidamente. Era preciso que lo dejara todo y que me dedicara a ganar dinero. Sentía que aún iba a tener problemas. Hacía ya mucho, casi un año, que no tenía que preocuparme, había estado tranquilo durante un año; evidentemente no era más que un pequeño cheque ridículo, pero había logrado resistir con él y ahora ya no lo tenía, se había terminado.

Es duro encontrar trabajo, pero aún es más duro encontrarlo rápidamente. Me decidí por un pequeño anuncio que decía que pagaban por días y daban la comida. Ya me veía con una bata y con cajas para llenar, un asunto en el que iba a tener dificultades par luchar contra el sueño, con la mirada clavada en el reloj como si fuera un tipo perdido en alta mar que nada hacia una boya. Pero no tenía elección, no soy como esos tipos que se dejarían morir de hambre antes que abandonar su obra. Así que me acosté temprano para despertarme en forma. Hasta pronto, novela querida, dije antes de dormirme, ojalá que el puño de mi talento pueda hundir el puto culo de esos chorbos que me obligan a abandonarte.

Me levanté temprano y me dirigí a la dirección indicada. Me sentía un poco espeso pero no me inquieté, siempre me ocurría cuando encontraba un nuevo empleo. Aparqué en una especie de patio en el que los tipos esperaban fumando colillas y haciendo muecas al cielo. Todo el mundo se volvió hacia mí cuando bajé del coche. A lo mejor nunca habían visto a un escritor de carne y hueso, me dije, quizás el mejor en kilómetros a la redonda. Me acerqué a los tipos. Era el único que vestía normalmente, todos los demás llevaban monos o shorts, eran más o menos viejos, fuertes, y también me di cuenta de que llevaban ENORMES zapatones en los pies. Me sentí a disgusto con mis sandalias, llevaba el modelo de suelas con los colores del arco iris y con una trenza plateada entre los dedos de los pies. Hice como si no me preocupara por ese tipo de detalles, hundí las manos en los bolsillos y sonreí a la gradería.

Un tipo se subió a la plataforma de una camioneta, con un montón de hojas en la mano. Era un tipo con un bigotito, de alrededor de treinta y cinco años y con la piel muy blanca y enfermiza. Debía de pesar unos cincuenta kilos pero tenía la mirada dura. Miró hacia mí:

– ¡Eh, usted! -soltó-. El del «Jaguar», ¿está seguro de que no se ha colado? ¿Está seguro de que quiere trabajar?

– Totalmente seguro -dije yo-. Cómo va ser mío ese coche: sería incapaz de llenarle el depósito de gasolina.

Me miró de arriba abajo, a continuación nos hizo una señal indicándonos que subiéramos a la camioneta y él se puso al volante. Atravesamos la ciudad de pie en la plataforma, agarrados a los costados, y luego un tipo se sentó en el suelo y yo hice lo mismo. Rodamos más de un cuarto de hora por campos soleados y cuando nos detuvimos yo aún no sabía de qué iba la cosa. Me daba igual manipular latas que compresas para bebé o puré en copos, no tenía referencias. Bajamos todos y nos encontramos al pie de una pared gris. El tipo nos lanzó un pequeño discurso:

– Bueno, a ver, oídme -empezó-. Aquí, estamos ABAJO, y la pequeña colina que veis a mi espalda es ARRIBA. Los que ya han trabajado en esta obra conocen el problema. Los otros verán enseguida que es muy sencillo. Fijaros, no hay ningún cacharro que pueda subir eso. Me diréis que los tipos que van a vivir aquí son una pandilla de chalados porque tendrán que dejar su coche aquí abajo, y estaré totalmente de acuerdo, claro, pero eso no significa que nuestro trabajo no sea el de coger los materiales ABAJO para llevarlos ARRIBA. Hoy haremos equipos de cuatro y vais a empezar por subirme eso.

Señalaba la pared gris que nos daba sombra. Yo la había mirado mal, no era una pared, eran vigas de hormigón pretensadas, colocadas unas encima de las otras. Quizás había doscientas o trescientas vigas de seis metros con hierros del ocho.

El tipo saltó a su máquina, la hizo poner frente al montón y con la grúa agarró la primera viga y la dejó a 90 centímetros del suelo. Cuatro tipos se separaron del grupo y cruzaron sus brazos alrededor del cacharro de hormigón.

– ¿¿VALE?? -bramó el mamón.

A continuación bajó el cable de su aparato y los cuatro tipos se encontraron con todo el peso de la viga en los brazos. Tuve la impresión de que se habían hundido diez centímetros en la tierra batida, pero no era así, simplemente aquellos tipos habían empequeñecido diez centímetros, y los huesos de su columna vertebral se habían soldado los unos a los otros. La puta que lo parió pensé, y me eché a reír mientras los fulanos se ponían en marcha zigzagueando, y atacaban la cuesta a pleno sol, la puta que lo parió, pero yo sabía cómo escapar de aquello.

Formaron cuatro equipos. Yo formaba parte del último y me toaron sólo viejos. Me coloqué al final. El tipo que iba delante de mí enía el pelo blanco y los brazos delgados como palillos.

– ¡Eh! -le dije-, ¿vas a poder?

– Ya no tengo fuerza, pero tengo técnica. Seguro que voy a darte una sorpresa, CHICO.

– Ojalá.

– ¿¿VALE?? -bramó el mamón.

Agarré el cacharro. Debía de pesar unos trescientos kilos y tenía aristas afiladas y cortantes. Creí que iba a morirme cuando tuve todo aquel peso en los brazos, miré a lo alto de la colina y entrecerré los ojos. Había algunas casas colgadas a medio camino, con árboles y jardines sombreados, y el sendero serpenteaba sobre la hierba quemada por el sol. Empezamos a caminar y el tipo que iba delante escupió en el suelo antes de subir la cuesta.

– Que nadie haga tonterías -dijo-, si uno afloja, podemos rompernos una pierna.

Entedí por qué los tipos llevaban aquellos zapatones. El asunto podía dar para una buena publicidad. El Escritor De Los Pies Destrozados.

Creo que no había hecho nada tan duro en toda mi vida, realmente estaba en el límite de mis fuerzas. Cuando llegamos a la altura de las casas, el camino giró y nadie podía vernos desde abajo.

– ¡Venga, cono, vamos a soltarla! -dijo el tipo que iba delante.

Dejamos aquella mierda al borde del camino y yo me estiré gesticulando, el sudor me caía entre los ojos y me era imposible desplegar los dedos. Si el tiempo de trabajo hubiera sido proporcional al esfuerzo, creo que mi jornada habría terminado allí, en medio de aquella cuesta, habría bajado tranquilamente y me habría embolsado mi paga sin el menor rubor, «nadie podrá decir que es dinero robado», le habría dicho al mamón; y habría vuelto a mi casa.