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– ¡Eh, un momento, tiene que haber un error!

Levantó lentamente los ojos hacia mí. No sé por qué, pero siento un odio particular por los mamones cuando tienen mi edad, tal vez porque hemos visto cambiar el mundo a la vez y pese a todo nos encontramos en lados diferentes de la barrera. En fin, que sentí que me ponía absolutamente pálido y que él esperaba una cosa así. Acababa de darle una satisfacción.

– Mierda… -dijo-, ¿y dónde ves tú el error?

– No tengo lo mismo que los demás, ¿no?

– Pues en lo que yo me he fijado es en el número de cervezas que te has tomado…

– Tres -dije-. No me he bebido más que tres cervezas en todo el día, y me parece razonable cuando se hace un trabajo así, a pleno sol y tragando a cada paso una nube de polvo… ¡Tres malditas cervezas…!

– Pero el problema no es ése -cortó-. Mientras hagas tu trabajo, puedes tomarte todas las cervezas que quieras. Pero, claro, ¿no se te habrá ocurrido que iba a pagarlas yo? No me digas eso, ¿eh?

Fui incapaz de decirle una palabra, me quedé de pie, frente a él, con mi cigarrillo y con las mandíbulas bloqueadas. Era como una pesadilla. Me sentí triste y cansado. Recogí los billetes y las monedas de la mesa mientras el otro cruzaba las manos sobre el estómago y se balanceaba en su silla con aire satisfecho.

Iba a salir pero volví sobre mis pasos. Cogí algunas monedas de mi bolsillo y las tiré encima de la mesita.

– Acabo de preguntarme si estaba incluido el servicio -le expliqué.

Con un golpe seco barrió mis monedas, las mandó por el aire y al caer rodaron por el suelo durante un segundo. Bueno, venga, tírale la mesa a la cara, me dije, hazlo AHORA. Los otros se apartaron de mi alrededor, vieron lo que iba a pasar porque avancé un paso hacia aquel mierda.

Sin embargo, algo me retuvo en el último momento, era como si me hubieran dado una puñalada en los riñones. Un tipo que tiene verdadera necesidad de dinero siempre tiene un puñal en los riñones y yo ya no era un escritor, ya no podía hacerme el listo, era simplemente un tipo como los demás, cansado, sin dinero, sin mujer y chinchado por un jefecillo de cincuenta kilos.

Salí sin decir ni una palabra. Encontré un bar no demasiado lejos y pedí dos limones helados, sin azúcar. Me relajé un poco con los juegos electrónicos, pero seguía teniendo una bola en el estómago. Siempre es espantoso no poder llegar hasta el final y retener tus impulsos, pero en cuestión de dinero estaba al borde del precipicio y siempre se pasa un pequeño momento de pánico, se empieza a tener cuidado con un montón de cosas.

Tenía apetito pero no tenía ganas de comer solo y lo mejor era hacer que me invitaran. Compré algunas cosas antes de coger el coche y me dirigí a casa de Yan. No encontré a nadie, pero no tenía nada especial que hacer y lo esperé en el coche picando la comida y fumando cigarrillos, totalmente reventado, con los músculos doloridos y los antebrazos ardiendo. Permanecí así durante un momento, luego me sorprendió el sueño y me quedé estirado en el asiento.

Me desperté de madrugada con la espalda hecha polvo. Hacía viento. Paré a un tipo que pasaba por allí para preguntarle la hora. Yendo de prisa, tenía el tiempo justo para llegar al trabajo. Hay mañanas en las que la vida no tiene sabor. A veces hay que agarrarse herte y hacer un esfuerzo terrible para creer en algo. Hay manaes en las que la vida es una hierba loca torturada por el viento.

19

Cargamos con las vigas durante cuatro días. Cada tarde, a la hora de cobro, pasaba un momento fatal, me metía el dinero en el bolsillo sin protestar pero con una especie de calambre en la barriga. Sobre todo porque había hecho delante suyo un cálculo rápido y, al precio que ponía la cerveza, la cuestión significaba que por cada una que me tomaba subía una vez gratis. Había sudado y sufrido y gemido por nada, me había matado por una cervecita de nada. Por supuesto, él no había encontrado nada anormal en eso, me había mirado sonriendo, y aquella noche fui un par de horas en el coche antes de regresar a casa. Tomé pequeñas carreteras desiertas medio perdidas en el campo. Era como una especie de ducha para limpiarme de todo aquello, iba con las ventanillas completamente abiertas y me paseaba en la noche para recuperar un poco de fuerza, para quitarme de los últimos jirones de aquel día atroz. Aquella noche me derrumbé en mi cama con los brazos en cruz. Aquella noche y las demás.

Tuve la impresión de que aquellos cuatro días habían durado mil años. No me había afeitado ni una sola vez y tenía grandes ojeras. A ese paso acabaría por caer redondo y nadie vendría a levantarme en medio de aquella colina, con la cara desgarrada por los cardos y las zarzas y los labios reventados por el calor. Sin ein bargo, hacia el final del cuarto día subimos la última viga. Me cogió una risa nerviosa allá arriba, y los otros tres y yo nos sentamos un rato para dejar que la vida volviera a nuestros cuerpos.

Estaba bien eso de saber que habíamos terminado. Respiramos hondo, yo no podía desplegar mis dedos pero al fin habíamos terminado en aquel montón de mierda y la jornada había acabado. Rajamos lentamente bajo la dulzura del sol poniente. El mamón nos esperaba abajo, había bajado de su máquina y nos miraba llegar. Nos unimos a los demás con una sonrisa de éxtasis. Me enjugué la cara con mi camiseta y me dirigí tranquilamente hacia la camioneta. Era magnífico regresar después de un duro combate, con el cuerpo y la mente unidos en la ebriedad del cansancio, con la mirada fija en el cielo anaranjado y en algunos pájaros negros que piaban y revoloteaban en el aire tibio. Pero la voz del otro restalló a mi espalda como un látigo:

– ¡¡¡¿¿EH, DJIAN, QUIERES QUE TE PONGA UNA SILLA CON UN HERMOSO COJÍN PARA TU CULO!!!??

Me volví pero él ya no se fijaba en mí, se dirigía a todo el grupo:

– Aún queda más de media hora, muchachos. Vamos a subir algunos sacos de cemento antes de regresar…

Algunos tipos palidecieron. Yo me acerqué al grupo para arreglar las cosas, era normal que el tipo no se diera cuenta. Bastaría con explicarle el asunto tranquilamente, era lo que había que hacer en primer lugar.

– Oiga -le dije-, media hora no es gran cosa y ya lo ha visto, todas esas vigas ya están ahí arriba. Hemos trabajado mucho y bien. Pero también es verdad que estamos bastante reventados, eso acaba con cualquiera…

Hizo ver que no me había oído, ni siquiera me miró. Con la cabeza señaló los sacos de cemento amontonados un poco más lejos.

– Venga, arriba, y sobre todo cuidado con reventarme algún saco -advirtió.

Di media vuelta y caminé hacia la camioneta. Me instalé al volante sin echar ni una mirada a mi espalda. El mamón vociferó algo que no entendí y accioné la llave de contacto. Antes de arrancar, incliné hacia afuera con la puerta abierta.

– ¡¡¡SI ALGUNO QUIERE VOLVER, AHORA ES EL MOMENTO!!! -grité.

Pero ninguno se movió y al cabo de un segundo el mamón ya estaba agarrado a mi puerta, haciendo más muecas que un loco furioso.

– ¡Estás majara, Djian, sal de ahí ahora mismo…! Estás majara, muchacho -gruñó.

En un acceso de cólera, trató de agarrarme a través de la ventanilla, pero afortunadamente le atrapé el brazo y se lo retorcí salvajemente. Sentí un placer un poco especial al oír su alarido. A continuación lo solté, cayó al suelo y arranqué.

No había recorrido cien metros cuando un tipo saltó por la parte posterior y se sentó a mi lado. Era el viejo que había trabajado conmigo, el que tenía los brazos como palillos.

– Bueno, creo que nos hemos quedado sin trabajo -dijo.