– Claro, con cortinas floreadas -dijo-. Y ventanales de tres metros y medio.
– No creo que haya que preocuparse por ti.
Bajó la cabeza y recuperó la toalla para seguir frotándose las barios.
– Hoy volveré a llegar tarde. Mi secador se ha estropeado. Son cosas que pasan.
Permanecimos en silencio unos cuantos segundos y luego ella me miró.
– ¿Sabes qué me parece…? ¿No sabes cuál es el efecto que me produce todo esto…? Bueno, pues tengo la impresión de que me han encerrado en una jaula y que se han olvidado de mí. Pero no es culpa tuya -añadió-. Parece que esta mañana todo vaya mal.
Un tipo puso en marcha una máquina de afeitar eléctrica en la habitación de al lado y empezó a cantar.
– Bueno -le dije-, ¿qué hacemos?, ¿nos damos un beso?
Estuvo de acuerdo.
24
ME CAGO EN LA PUTA!! -exclamé yo- ¡¡¿¿Y ÉSTE??!! ¡¡¿¿NO TE PARECE QUE ÉSTE ES UN HERMOSO LUGAR, EH??!! ¡¡¡¿¿QUÉ MÁS QUIERES??!!!
El guía me había tomado ojeriza desde el principio y trataba de hacerme morir de hambre. Caminábamos desde las cinco de la madrugada y yo sólo llevaba un café y dos cervezas en el estómago. Hacia mediodía, yo había empezado a hacer algunas propuestas razonables, pero cada vez él movía negativamente la cabeza: no, sígame, decía, vamos a elegir un lugar realmente agradable para detenernos, estos días tienen que estar dominados por el signo de la Belleza. Toda la pandilla de tarados que iban con nosotros estaban en el séptimo cielo.
Ahora habíamos llegado a una especie de claro, con una alfombra de hojas rojas, que dominaba todo el valle. El guía se había detenido, y al ver que yo ya había tirado mi bolsa al suelo y que un gordo con gafas había tomado una coloración azulada, asintió con la cabeza.
– Bien -dijo-, pero nos quedaremos poco rato. Tenemos que llegar al refugio antes de que se haga de noche.
Me derrumbé en la hierba seca al lado de Lucie, que parecía es-ar en plena forma. El sol había ido subiendo por el cielo, rápidamente nos habíamos quedado en camiseta y yo no podía despegar mis ojos de sus pechos. Hacía tres días que corría tras ella con la lengua afuera. Eché un vistazo entre sus piernas aparentando que miraba al vacío, y la cosa me afectó en serio: su short era excesivamente pequeño. Tuve que apretar las mandíbulas para no hacer una burrada, y esperé a que se me pasara preparando bocadillos de jamón.
– ¿Qué, te gusta? ¿Estás contento…?
– Es magnífico -le dije-. Me siento renacer.
– La Humanidad se encuentra tan alejada de la Naturaleza… -comentó.
– Me pone los pelos de punta.
Me parecía extraordinariamente lejana la última vez que había pegado un polvo. Desde hacía varios días, me sentaba para contemplar a aquella chica correr en chandal por la playa, justo a la hora en que yo me levantaba. Se me ponía tiesa y suspiraba, y los días pasaban tristemente. Me dedicaba a pasar en limpio mi novela, pero la imagen de aquella chica corriendo por la playa me perseguía. Se iba convirtiendo en una idea fija. Una mañana le lancé un breve saludo con la mano y ella me sonrió. Al cabo de unos cuantos días se detuvo delante de mi ventana, y nos dijimos dos o tres frases relacionadas con el tiempo y con los efectos beneficiosos del deporte.
Tres días antes de aquella excursión por la montaña, ella había sugerido la idea enloquecida de bañarnos en aquel mar helado. Logré escabullirme, pero me encontré con su chandal en las manos mientras ella se marcaba un largo crawl. Cuando volvió hacia mí, meneando las cadera en un bikini rojo sangre, yo ya no era el mismo hombre.
Y al día siguiente me había bañado con ella en aquella agua mortal y fría. Estaba medio majara, y por la noche la había acompa nado a una conferencia sobre el tema «Domine su cuerpo». Hat intentado no fumar excesivamente durante los debates.
Finalmente, el día anterior me había propuesto este paseíto de dos días en plena Naturaleza y yo me mostré muy entusiasta. De todos modos, no podía dejar de seguirla. Era como un tipo que se ha caído del caballo y va siendo arrastrado por los estribos.
Me había comprado una bolsa amarillo limón y la había llenado de cervezas. También llevaba un anorak barato. Lo puse en el suelo y me estiré encima. Los otros trotaban a mi alrededor, se preparaban rebanadas de pan integral y bebían agua de manantial. Pero yo tenía la mente demasiado ocupada para unirme a ellos y para extasiarme ante la belleza sin nombre de una hoja muerta. Lucie jugaba con su pelo al sol.
– Qué increíble suerte la de tener un tiempo así, ¿verdad? -comentó.
– Sí, es formidable. Si no me reprimiera, dejaría a los demás, y me pasaría el resto del día estirado, de espaldas, respirando el aire puro, y durmiendo bajo las estrellas. ¿Qué te parece?
– Oh, no -dijo-. Vas a ver el refugio, está en un lugar fantástico… Pero hay que merecerlo. No estarás cansado, ¿verdad?
– ¿Estás de broma? Este paseo me ha puesto en forma.
Ya ni lo sé, pero quizás hacía dos meses que no había tocado una mujer con mis manos. Lucie tenía la piel muy lisa y lo mínimo que puede decirse de ella es que respiraba salud por todos los poros; el tipo de chica que cualquiera habría elegido para un anuncio de agua mineral. Me la comía con los ojos y me parecía que hasta el menor de sus gestos tenía una prolongación sexual y, cuando por casualidad la rozaba, me veía en las puertas del Paraíso. Pero aún no había intentado nada concreto, quería tener todas las bazas conmigo. La verdad es que me encontraba en un estado tan febril, que me sentía incapaz de hacerme una idea precisa de lo que ella pensaba de mí. De momento, jugábamos a los magníficos compañeros, y estábamos por encima de todo eso. Éramos dos angelitos animados por la pasión común de la Naturaleza, la Verdad y la Belleza.
Justo antes de salir, una mujer repartió unos pastelitos melosos que había preparado A PROPÓSITO para el viaje. Cono, toda aquella mierda estaba pringosa, pero formábamos un buen equipo, nos Queríamos mucho, y me metí el pastelito entero en la boca para no ensuciarme las manos. No debía de haber sido fácil hacer una cosa an pegajosa, tenía los dientes llenos de porquería y me costó un buen rato deshacerme de ella. Todo el mundo elevaba los ojos al cielo y comentaba la sutileza de esa delicia pura. Me acerqué discretamente a Lucie.
– Oye -le pregunté-, ¿tienes un cuchillo?
– Claro que sí.
– Tengo que hacerme un palillo para limpiarme los dientes.
– Pues yo tengo las manos sucias -me dijo-. Cógelo tú, está en mi bolsillo…
Se volvió y vi el cuchillo. El cacharro sobresalía de su nalga izquierda, bastante abajo. Era el tipo de detalles que te hacían dar cuenta de que llevaba un short. Santo Dios, pensé, si metes la mano ahí dentro, eres hombre muerto.
– ¿Qué pasa? -me preguntó-. ¿No lo ves?
– Sí, sí -le contesté.
– Pues bueno, cógelo.
Fui a buscar el bendito cuchillo y mi mano se deslizó por su nalga. Lucie efectuó un pequeño movimiento nervioso al sentir que me eternizaba y, cuando finalmente saqué el cacharro, me miró sonriendo.
Agarré mis cosas y me las eché a la espalda.
– Bueno, venga -dije-, ¿vamos a ese refugio o no?
Volvimos a emprender la marcha. Hacía una temperatura agradable. Los demás avanzaban en grupos de dos o tres y charlaban, pero yo prefería quedarme atrás para dar prisa a los retrasados; estaba en avanzado estado de excitación.
Era la primera vez que sentía algo un poco intenso desde que había terminado mi novela. Me sentaba bien y creo que me lo merecía, que no lo había robado. Pese a lo que pueda pensarse, terminar un libro no significa una liberación, para mí más bien era lo contrario, me sentía inútil y abandonado, y estaba de un humor di perros. Me había lanzado a esa historia con Lucie para respirar un poco, hacía más de quince días que trabajaba sobre el original y ya sentía una sensación agradable. Era como el tipo vencido que ayuda a la mujer amada a preparar las maletas porque ya no queda nada más que hacer.