Había un tipo repartiendo ceniceros por las mesas con aire ausente. Nos instalamos en un rincón y pedimos dos ginebras para entrar en calor. El tipo vino con los vasos y una garrafa de agua. No había ni un gato en el local, nada más que las mesas vacías y los reflejos helados. Era uno de esos lugares un poco irreales en los que uno puede ir a parar en plena noche. Puse mi yeso encima de la mesa, estiré las piernas y me bebí mi ginebra.
– En realidad, el mundo es transparente -dije.
Yan se contentó con mover afirmativamente la cabeza. Cogió una paja y sopló el envoltorio, que salió volando a través del local. Fue en línea recta y después capotó, como si hubiera chocado con una muralla invisible.
– Vamos a tomarnos otra -dijo Yan- y luego nos largamos.
Cogió los dos vasos sin esperar más y se dirigió hacia la barra. Le vi subir a un taburete. Estaba dotado de una gracia natural, casi animal, su cuerpo parecía cargado de electricidad y además llevaba unos pantalones de cuero y unos zapatos bastante llamativos. Difícilmente podía pasar desapercibido.
Mientras el camarero buscaba la botella de ginebra, entraron gesticulando cuatro tipos y se instalaron en la barra. Apenas les presté atención porque una ráfaga de viento había lanzado un puñado de gravilla contra la cristalera, y me dediqué a mirar un anuncio luminoso que se balanceaba peligrosamente. Una condenada ráfaga de viento. Las pequeñas banderas publicitarias medio destrozadas se habían erguido totalmente. Estaba gozando del espectáculo cuando oí:
– ¿Por qué cono me estás mirando como si fueras gilipollas, eh?
Era uno de los cuatro tipos, y se lo había dicho a Yan. Era un chaval joven, bastante pálido, que había bajado rápidamente de su taburete mientras los otros contemplaban la escena con una sonrisa en los labios. Puse los pies debajo de mi silla.
Pero Yan no contestó, simplemente le dirigió al tipo una mirada helada. A continuación cogió los vasos y volvió a la mesa. Se sentó sin decir una palabra, con las mandíbulas apretadas.
El otro siguió con su número. Era difícil saber si había bebido o si se encontraba en su estado normal, pero esa diferencia no hacía cambiar las cosas.
– No aguanto a este tipo de maricones -gruñó el tipo-. No sé si me habrá entendido…
Yan no lo miraba, pero cuando el otro dio un paso hacia delante, cogió la garrafa por el cuello y la rompió en la mesa. El agua salpicó en todas direcciones y los trozos de vidrio, al caer al suelo, sonaron como monedas tiradas desde un sexto piso. Su gesto había sido rápido y brutal. El otro no se lo esperaba en absoluto y se quedó clavado. La cosa duró sus buenos diez segundos. Luego uno de sus colegas se inclinó sobre su taburete y le puso la mano sobre el hombro para reintegrarlo al calor del clan.
Reinaba una tensión espantosa en aquel rincón perdido, tuve la impresión de que la intensidad de las luces era mayor y de que el climatizador se había estropeado. Yan seguía teniendo su arma en la mano, como una flor traslúcida. No se había movido ni un milímetro. El camarero había retrocedido hasta un rincón y enjuagaba vasos a toda velocidad. Sin embargo, los tipos parecieron olvidarse de nosotros, nos dieron la espalda y al cabo de tres minutos bajaron de sus taburetes y se largaron sin dirigirnos ni una mirada. Como si no existiéramos.
Fui el primero en hacer un gesto, me ocupé de mi vaso.
– Parece que se ha levantado viento -dije.
Yan dejó su trozo de vidrio encima de la mesa y luego se balanceó en la silla mientras se pasaba la punta de la lengua por los labios.
– ¡Mierda, estaba seguro de que ya la teníamos liada! -dijo.
– Supongo que no le habrían pegado a un tipo con un brazo enyesado.
Me miró sonriendo:
– No les habría dejado hacer una cosa así -declaró.
El camarero se acercó con una bayeta y, suspirando, recogió los vidrios rotos. Yan pidió un bocadillo de pollo asegurando que esa historia le había abierto el apetito, yo aproveché para meter unas cuantas monedas en el aparato de los discos; había algunas cosas buenas si uno las buscaba bien. No hay nada como la música para barrer las cenizas.
Estuvimos más de un cuarto de hora antes de tomar la decisión de irnos, porque Yan necesitó otro bocadillo para sentirse totalmente bien y yo aún tenía que oír algunas piezas. Mientras, el tipo seguía enjuagando vasos, ¿podía ser que al principio fuera duro y que después a uno llegara a gustarle? ¿Podía ser que el tipo hubiera encontrado las puertas del Paraíso?
Salimos y estuvimos un momento con la espalda pegada a la Puerta, en pleno viento, para acostumbrarnos a la noche. Se adivinaba una pequeña cadena de montañas a lo lejos y el aparcamiento estaba rodeado de árboles por la zona derecha; no quedaba ni una hoja en las ramas y el silbido del viento era casi doloroso. Avanzamos hacia el coche sin prisas, entornando los ojos debido al polvo que el aire arremolinaba. La noche iba a seguir un buen rato, y un poco de aire fresco nos ayudaría a aguantar hasta el final.
Hundí mi única mano libre en el bolsillo para buscar las llaves y en aquel preciso momento recibí en la espalda un golpe formidable que me lanzó hacia delante, con la cabeza en primer término. Me fue imposible detener la caída con las manos; quedé extendido cuan largo era sobre la tierra batida y sentí un ardor violento en la mejilla. Antes de que pudiera esbozar la menor reacción, un tipo saltó encima de mi espalda y me aplastó la cabeza contra el suelo agarrándome por el pelo. Se me cortó la respiración. Luego oí que Yan chillaba como un condenado. Aquello me puso los pelos de punta, eran unos gritos realmente terribles y yo no podía moverme ni un milímetro. Seguía teniendo la mano aprisionada en el bolsillo con todo mi cuerpo encima de ella, y además el tipo había puesto una rodilla sobre mi yeso. Yo ya ni sabía en que posición rae había quedado el brazo.
Tenía la mente sumergida en la más total de las confusiones. Vociferaba y el tipo me golpeaba la cabeza contra el suelo diciéndome que me callara la boca; pero no me hacía daño y yo vociferaba aún más. Me pregunto si no lo hacía para cubrir los aullidos de Yan. La violencia de sus gritos me hacía temblar de pies a cabeza, y no sé cómo aguanté con toda aquella tierra en la boca. Mis dientes rechinaban y trataba de ponerme de rodillas pero me era imposible, y lo más terrible era aquella sensación de impotencia total y de caída sin fin.
Tuve la impresión de que daba un increíble salto en el vacío y a continuación volvió una especie de silencio. Creí oír respiraciones y alguien empezó a toser. Sentí que el tipo que estaba encima de mi se levantaba y recibí un golpe en la parte trasera de la cabeza, pero todo mi cuerpo estaba tan duro que no me hizo nada. Oí que se marchaban corriendo.
Lo primero que hice fue retirar la mano del bolsillo. Luego conseguí ponerme de rodillas. Me limpié la boca mientras miraba a mi alrededor y me agarré al picaporte del «Jaguar». Logré poneme de pie. Sentía un temblor nervioso en el párpado derecho.
Rodeé el coche. Quería llamar a Yan, pero no me salía ningún sonido de la boca. Sus gritos seguían resonando en mi cabeza como un eco lejano. En el momento en que le vi, estuve a punto de tropezar debido a una ráfaga de viento un poco más fuerte que las otras. Todo el lugar estaba iluminado por una luz azulada y Yan estaba estirado en el suelo, vuelto hacia el otro lado. No se movía. Grité su nombre con todas mis fuerzas para que el cielo se cayera en pedazos, pero Yan no se movió ni un milímetro. Avancé hacia él mientras me invadía una repulsión formidable, y me dejé caer de rodillas a su lado. Lo cogí por el hombro, lo volví hacia mí y su cara rodó de lado.
Mi primer movimiento fue el de retirar la mano de su hombro. Volví a limpiarme la boca mirando al cielo, pero no vi otra cosa que una cara cubierta de sangre y la luna creciente. Sorbí ruidosamente por la nariz. Lo más duro fue mirarle las piernas, tardé un momento en comprender, y entonces empecé a sudar abundantemente. La sangre era poca y las heridas no parecían excesivamente profundas, pero todo aquello ponía de manifiesto tal grado de locura, que me doblé en dos y me estremecí. Los tipos le habían tajeado su pantalón de cuero en todas direcciones. Seguro que habían utilizado una navaja pequeña, era como si sus piernas literalmente hubiesen explotado o que hubieran pasado entre los dientes de un grupo de tiburones. Recordé cómo había aullado y realmente tenía motivos.