Me balanceé un poco de atrás adelante, sin ser capaz de hacer ni un solo gesto, y a continuación volví a sentir el viento, y la noche. Me dolió un poco todo y lo apreté contra mí. Creo que lo mecí como un imbécil. Estaba flaccido en mis brazos, tanto que pensé que se había ahogado. Siempre he pensado que los tipos que sacaban del agua estaban fláccidos como salchichas. Luego me di cuenta de que lo que veía allí eran las luces del bar. Aquello quería decir que la noche no nos había engullido del todo, quería decir que no estábamos tan lejos de la superficie. No me planteé en absoluto si iba a conseguirlo, si tendría fuerzas suficientes para levantarlo con un solo brazo, ni cómo lo iba a hacer. Pero ló hice. Prácticamente lo arranqué del suelo y me eché a correr, con sus brazos golpeándome los ríñones.
Me lancé al interior sin preocuparme por la puerta, y los dos batientes, al golpear contra los lados, sonaron como truenos. Me detuve en medio del local, completamente deslumbrado, y al cabo de un segundo vi el banco al fondo. Estiré a Yan encima tan suavemente como pude, como temiendo que fuera a romperse en mil pedazos.
En aquel momento no recordé cómo se hacía para saber si un tipo estaba vivo o muerto, y me quedé inclinado encima suyo, sudando y con el cerebro tan vacío como una pelota de ping-pong. Me sobresalté cuando me di cuenta de que el camarero estaba de pie detrás de mí y de que nos miraba horrorizado
– ¡¡¡SANTO DIOS, TENEMOS QUE HACER ALGO!!! -grité.
El tipo parecía paralizado.
– ¡¡¡Y MUY RÁPIDO, MIERDA, SI NO EMPEZARÉ A ROMPÉRTELO TODO!!! ¡¡AGARRA ESE PUTO TELÉFONO!!
Dejó caer su trapo al suelo y echó a correr. Miré a Yan, era increíble cómo le habían dejado, prácticamente no lo reconocía de tan hinchada como tenía la cara. Me incliné sobre él y al menos me costó cinco minutos asegurarme de que estaba con vida. Aquello tenía que haberme llenado de alegría, pero curiosamente sentí que aumentaba mi furor y pensé que iba a encontrarme mal si no hacía algo. Entoces agarré una silla y salí al exterior corriendo, la llevaba alzada y troté hasta el centro del aparcamiento lanzando un largo grito de loco. Pero no encontré más que la noche y el silencio. Todo permanecía inmóvil a mi alrededor.
Me detuve sin aliento. Estaba tan ridículo con mi brazo enyesado y mi silla por encima de la cabeza, que era enternecedor. ¿Qué esperaba, que uno de aquellos hijos de puta se me acercara y se dejara amablemente romper la cabeza porque sí? Me sentí vacío. Dejé la silla en el suelo y me senté en ella. Descansé un momento con los ojos cerrados, obligándome a respirar con calma. Paulatinamente fui encontrándome mejor. Volví al mundo. Incluso fui a mear para deshacerme de todo aquel veneno que se había acumulado en mi interior.
Cuando regresé junto a Yan, me habían caído veinte años encima. Creo que no todo será de color de rosa cuando tenga cincuenta y cuatro; espero no arrastrarme así. Me senté a su lado y en el mismo instante aquel cerdo trató de abrir un ojo, pero tenía las pestañas pegadas por la sangre y abandonó. Le tomé una mano y miré hacia otro lado. El tipo me ofreció una copa. La rechacé. A veces sé detenerme cuando llevo suficiente encima.
– He llamado a la Policía -dijo.
Asentí blandamente con la cabeza, estaba agotado.
– Vale -le dije-, ¿pero de verdad crees que lo que necesita son policías?
– No se preocupe. Conocen su oficio. Santo Dios, es la primera vez que veo algo así.
– ¿Conoces a esos tipos?
– No, no los había visto nunca. Supongo que han debido esconderse afuera para esperarles.
– Vaya, veo que lo has entendido todo.
Yan empezó a gemir. Mientras esperábamos a la pasma, le pedí al tipo una manta para que Yan no se enfriara. Lo había visto hacer en las películas.
– Santo Dios, pero aquí no tengo ninguna… -No importa, trae cualquier cosa.
Desapareció en la trastienda y al cabo de un momento lo vi volver con una tela de quitasol ORANGINA.
26
La enfermera hundió una pequeña espátula de madera en un bote de crema verde y me embadurnó la mejilla. El asunto terminó por escocerme seriamente. Tenía la cabeza echada hacia atrás y miraba las luces del techo, cuando entró un tipo con una bata blanca y se detuvo frente a mí. Se rió.
– Bueno, ya he acabado de coser a su amigo. Nada grave, excepto que me he cortado el dedo con una ampolla.
– ¿Puedo verlo?
– Ahora debe de estar durmiendo.
– ¿Puedo quedarme con él?
– Si le divierte.
– Me divierto con muy poca cosa -dije.
La enfermera me acompañó hasta su habitación. Entré y ella cerró la puerta a mis espaldas. Habían dejado encendida una lam-parita encima de la cama. Me acerqué.
Yan parecía dormir profundamente. Su cara todavía estaba tumefacta, pero no era nada en comparación con lo que había visto poco antes. Los tipos le habían limpiado la sangre y sólo tenía un vendaje encima del ojo y una esquina del labio reventada. Estaba casi presentable. Levanté la sábana, tenía las piernas cubiertas de vendas blancas, y mirarlas ya no daba miedo. Especie de mamo pensé, y yo que creía que estabas medio muerto…
A los pies de la cama había justo el espacio suficiente para que yo pudiera estirarme un poco. La verdad es que un tipo, en el fondo, no necesita gran cosa.
Al día siguiente caminó un poco por el pasillo, apoyado en mi hombro, y el domingo, después de haber rellenado todo el papeleo y de haber firmado varios cheques, nos dejaron marchar. Yan estaba de mal humor. En aquel maldito hospital no habían conseguido encontrarle unos pantalones o cualquier cosa semejante, incluso unos pantalones de pijama hubieran servido, pero tuvo que subir al coche con la cazadora, anudada en torno a las caderas y con los vendajes al descubierto. También era difícil encontrar una tienda abierta en domingo y además, le dije, no vamos a pararnos treinta y seis veces, sólo tenemos que hacer 250 kilómetros, casi nada, hombre.
Arrancamos a primera hora de la tarde, y la carretera estaba llena de gente. Era verdaderamente penoso, había que adelantar coches con bicicletas en el techo y con niños que hacían muecas frente al vidrio trasero; el cielo estaba de un azul consternante y por la radio sólo ponían cosas espantosas. ¿Qué puede ser más mortal que un domingo por la tarde cuando has sido cazado por su tela de araña?
Debían de ser las seis o las siete cuando aparqué delante de la casa de Yan. Estaba anocheciendo y aquel condenado se había dormido. Lo desperté y lanzó un bostezo formidable. Avanzamos los dos hasta la puerta y llamamos. Debíamos de parecer dos tipos a quienes acaban de evacuar del frente.
Annie salió a abrirnos. Frunció el ceño al vernos.
– ¿Es una broma? -preguntó-. No me parece en absoluto divertido.
Pero antes de que tuviéramos tiempo de contestar, se llevó la mano a la boca y se quedó pálida.
– ¡Dios santo! -exclamó-. ¿Qué os ha pasado?
Entramos y Yan se derrumbó en el sofá de la sala. Era un milano, al fin podíamos respirar tranquilos. Mientras Yan explicaba la historia, di un salto hasta el bar, preparé un maravilloso cóctel de o y llené tres copas grandes, con la mirada brillante.
– ¿Y tú tienes el brazo roto? -comentó.
– Sí, pero es una historia distinta. Una aventura sexual.