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– ¡Mierda, pero cómo se os ocurre largaros así, sin avisar, para aterrizar en cualquier parte! Ya no sois ningunos crios, ¿eh? Creía que al final se os pasaría…

– Las cosas buenas pueden contarse con los dedos de la mano -dije yo.

Me bebí un sorbo cerrando los ojos. Sentía que la calma de la habitación me invadía. Desordenadamente podría haberle dicho a Annie: hacer el amor, dormir, escribir, soñar despierto y olvidarse de todo de cuando en cuando. Pero preferí continuar tomándome mi copa.

– Oye, ¿dónde está Jean-Paul? -preguntó Yan.

– Ha salido a dar una vuelta. Pero por desgracia volverá.

– Oh, Annie, por favor, deja el tema por esta noche, ¿vale? -suspiró Yan.

– Bueno, ¿qué os parecería comer alguna cosa, eh? -preguntó ella.

– Si quieres, puedo ayudarte -le propuse.

– No, creo que no me servirías para gran cosa.

Mientras esperábamos, Yan lió un canuto y nos lo fumamos tranquilamente. Algo crepitaba en la cocina, y yo me encontré en un sillón gigantesco con una sonrisa en los labios y mi copa en la mano.

– Me siento feliz al comprobar una vez más que el placer y el dolor se equilibran -dije.

– Bueno, pues entonces todo va bien. Yo aún no he llegado al final -comentó él.

– Mierda -dije-, tendré que levantarme antes de que este sillón me digiera por completo.

Fui a hacerle compañía a Annie en la cocina. Me encargué de sacar los cubiertos y de ponerlos en una bandeja. Ella había preparado una ensalada formidable, y también huevos fritos y salchichas asadas. Me sentía eufórico.

– Este asunto podía haber terminado muy mal -comentó ella.

Cogí un bote de pimienta de la estantería.

– No hablemos más del asunto -dije yo-. No nos dejes morir de hambre.

En aquel preciso instante oímos que Jean-Paul entraba. Annie suspiró y levantó la mirada al techo.

– Oh, no, el tipo ese siempre tiene que meterse en medio.

Pasé la mano por los hombros de Annie.

– Oye, seguro que es un plasta y todo lo que quieras, pero te ruego que por una vez hagas un esfuerzo. En serio, estamos un poco reventados, ¿sabes? Tampoco puede ser tan terrible aguantarlo por una noche, trata de no fijarte en él, me gustaría pasar una velada tranquila, ¿eh? ¿Estás de acuerdo, verdad? No vamos a perdernos la ocasión de pasar un rato agradable por culpa de ese plasta, ¿no crees?

No me contestó pero se le escapó una sonrisa y yo añadí un cubierto más. Quería mucho a Annie.

Nos presentamos en la sala con la comida. Jean-Paul estaba arrodillado junto a Yan y lo abrazaba.

– Hola -exclamé-. ¿Has visto? Se las he hecho pasar moradas…

– Qué horror, ¿no? Me pone enfermo…

– ¡A la mesa! -anuncié.

En realidad, apoyamos los platos en las rodillas. Yo le cedí el sillón a Annie y me senté en el suelo. Comimos rápidamente, mientras charlábamos como si no hubiese ocurrido nada. Cuando terminamos hice circular unos cuantos porros en todas direcciones para mantener el buen ambiente. Finalmente llegamos a donde yo quería: las cosas empezaron a flotar suavemente.

Puse un poco de música y ayudé a Annie a quitar las cosas. El otro no hizo un solo gesto para levantar ni un plato, se quedó pegado a Yan como un tipo a quien no se le ha abierto el paracaídas. Me quedé con ella en la cocina. Tenía el espíritu sereno.

– ¿Ves cómo es, te das cuenta? -me dijo ella-. Siempre pasa lo mismo. Fíjate en el chorbo que se ha buscado…

– De acuerdo, pero es joven. Es normal que no se preocupe Por los demás. Hay que darle tiempo.

– ¡Claro, pero tú no tienes que vivir en la misma casa que él!

Abrió el grifo del fregadero y vi que la cosa empezaba a hacer espuma de un modo bastante raro. Echó los platos dentro.

– Tú me conoces y sabes que no soy una liosa.

– Claro que no eres ninguna liosa. Eres como las demás.

– Oh, y además, no sé, me siento cansada y cualquier cosa me altera los nervios.

Lavó unos cuantos cacharros y los enjuagó.

– Bueno, y ahora, ¿te sientes nerviosa?

Se rió.

– No, esta noche estoy bien. Me gusta charlar contigo.

Apoyé una nalga en la esquina de la mesa.

– Debes de estar totalmente tensa -le dije.

– No, no te rías, más bien estoy de buen humor. Pero no debería estarlo, hace mucho que estoy en punto muerto. No he dado pie con bola, en cuestiones de amor, desde hace siglos.

– No te preocupes, a todo el mundo le pasa.

– Sí, podría ser…

Estábamos poniendo un poco de orden cuando Yan se plantó en el marco de la puerta.

– Lo siento -dijo- pero no me tengo en pie. Vamos a acostarnos.

Nos dirigió un leve saludo con la mano antes de desaparecer con Jean-Paul pisándole los talones. Annie y yo volvimos a la otra habitación. Ella empuñó una botella y la levantó hacia mí.

– ¿Nos quedamos un rato más? -preguntó.

– Yo me encargo del hielo.

Fui a buscar cubitos. Cuando regresé, ella estaba estirada en el sofá. Me senté en el suelo, a su lado, y llené las copas.

– ¿Y tu libro? -me preguntó-. ¿Avanza?

– Está terminado.

– ¡Bueno, podremos brindar por alguna cosa!

– Podemos brindar por cantidad de cosas más, si quieres.

– Para empezar, brindaremos por tu libro. Espero que sea una cosa grande.

– Yo qué sé. A veces ya no sé nada de nada. Hay momentos en los que ya no sé ni lo que he querido decir. Hay cosas que quedan en el misterio, incluso para mí. Tengo la impresión de estar reviviendo una historia que se remonta a la noche de los tiempos.

– Entonces, brindemos por lo que queda en el misterio.

– De acuerdo -dije yo.

Vaciamos nuestras copas. Conocía a Annie desde hacía al menos veinte años y creo que nunca me había sentido tan cerca de ella como esa noche. Había tenido cantidad de ocasiones de tomarla entre mis brazos, o de besarla, o de cosas así durante todos esos años, pero nunca me había sentido así con ella; casi podía ver los lazos luminosos y sensibles que nos unían. Realmente me gustó y tuve la impresión de que el cielo me enviaba mi recompensa. Cuando me ocurren asuntos de este tipo, siempre me pregunto qué cosas formidables habré hecho para merecerlos.

Bebimos, fumamos y charlamos durante un buen rato más, pero sin prisas, y nuestros silencios tenían el mismo color que todo lo demás; tenían un perfume salvaje. Qué lástima que a ella sólo le gusten las mujeres, pensé, qué estupidez tan abominable para un tipo tan imaginativo como yo. Era tanto más duro cuanto que yo tenía la cabeza apoyada en una esquina del sofá y podía respirar su olor, podía concentrarme en él con los ojos semicerrados, tratando de llenar la habitación de un ambiente sexual irresistible. Pero no creía excesivamente en él, era únicamente un pequeño ejercicio cerebral que producía imágenes, como la de una chica abriéndose de piernas con la ayuda de las dos manos.

Hacia las dos se levantó suspirando y me deseó buenas noches. Vale, le dije, no puedo levantarme tarde mañana, y mientras ella subía al piso superior me estiré como pude. Logré levantar el yeso tres centímetros.

Di unas cuantas vueltas por la habitación antes de decidirme a desplegar el sofá; tenía pereza y sentía la cabeza un poco pesada. Pensé que sería bueno poner un rato la cabeza debajo del grifo antes de acostarme, a lo mejor me aireaba las ideas. Así que subí en busca de refresco.

Abrí el grifo y me vi en el espejo. Tenía verdaderamente una cara espantosa. No me entretuve y dejé la cabeza debajo del grifo al menos durante cinco minutos, para ver si barría con todo eso. A continuación me erguí y cogí una toalla. Miré de nuevo al espejo y vi que Annie estaba de pie, detrás de mí. Llevaba una camiseta blanca que le llegaba justo encima de las rodillas. Me sequé la cabeza.

– Eres un cerdo -me dijo-, pero, ¿puedo tener confianza en ti?

– Yo qué sé. Depende.