– ¿Y si no lo consigo? -pregunté.
Miró mi brazo enyesado con aire satisfecho y le brilló la mirada:
– ¡Diez minutos de penalización!
– Pues súmame los diez minutos. ¡Qué juegos tan divertidos, ¿verdad?!
Estuvo a punto de abrir la boca pero se contuvo en el último instante. Irritado, me endilgó los diez minutos de un plumazo.
Luego distribuyó más sobres y se largó. Al cabo de un momento me encontré solo con Elise. Mordisqueé una brizna de hierba mientras miraba correr las nubes.
– Venga, vamos -dije.
– ¿Ni siquiera vamos a mirar lo que hay en el sobre? -me preguntó ella.
– Jamás he logrado leer una sola línea escrita por ese tipo -dije.
Como Elise tenía frío, le pasé mi cazadora. Nos paseamos un rato por el campo y de pura suerte nos encontramos con los demás.
– ¿Estáis aquí desde hace mucho rato? -pregunté. Z. no estaba para bromas.
– Bien -me dijo-, tienes treinta segundos para responder a la siguiente pregunta: ¿qué es el cero absoluto?
Me rasqué la nunca sonriendo:
– ¿Es obligatorio contestar? -le pregunté.
Se miró los pies y se puso pálido.
– Tienes otra penalización -dijo.
Bueno, este tipo de gilipolladas duró una parte de la tarde y permitió que respiráramos una buena dosis de aire puro. En cualquier caso era mejor que estar encerrados, es decir, mejor que estar encerrados CON ÉL. Pese a todo, fui el primero en la última etapa; estaba harto y le propuse a Elise que regresáramos a la casa para esperar tranquilamente a que acabara el juego. Cuando llegamos al patio, encontramos a Z. sentado en su moto y ocupado en limarse las uñas. Se sorprendió al vernos.
– Vaya, eh… ¿Y cómo lo habéis logrado?
– Cuestión de olfato -dije yo.
Estaba visiblemente incómodo para encontrarse frente a frente conmigo. Y era bastante divertido porque en realidad él era el escritor famoso, el tipo que firmaba autógrafos en la calle, que comía con su banquero y que vendía sus estados de ánimo en los grandes almacenes. Era él de quien hablaban, el autor más interesante de los últimos diez años. Pero se sentía incómodo delante de mí y yo lo entendía, se encontraba un poco en la situación de un tipo vestido con esmoquin blanco y que tiene que descargar sacos de carbón: no se hallaba en su elemento.
Como el silencio era demasiado espeso para su gusto, se puso a hojear nerviosamente su libreta.
– De todas maneras llevas excesivo retraso -dijo-. No tienes ninguna oportunidad.
Precisamente en aquel momento empezaron a llegar los demás. Z. recuperó la sonrisa.
– No -añadió-, empezaste en serio un poco tarde…
Saltó de su máquina para hacer pasar la última serie de pruebas. Al final, se volvió hacia mí:
– Al menos, la del honor -dijo.
– Ah, de acuerdo, con eso no admito bromas -dije.
Los otros estaban a nuestro alrededor y charlaban. Z. elevó el tono de voz:
– Por cierto, me he enterado de que pronto va a salir lo tuyo, ¿no?
– Sí -dije yo.
– Y sigues con ese estilo un poco… ¿cómo decirlo…?, ¿un poco especial?
Su sonrisa iba de oreja a oreja.
– Bueno, a ver, ¿de qué va tu prueba? -le pregunté.
– No temas. Es una cosa que puedes hacer fácilmente. No voy a pedirte que escribas una frase correctamente. No pido cosas imposibles.
Era evidente que sentía un inmenso placer diciendo esas tonterías, sin duda acababa de recordar que era él quien hacía y deshacía. Colocó en el suelo un cubo pequeño, a unos diez metros de mí, y me dio una bola de madera, bastante pesada, como para jugar al croquet.
– Trata de meterla en el cubo -me dijo.
– ¿Con la mano izquierda?
– Ah, bueno… Espera, buscaré algo que esté más acorde con tus habilidades.
Entró en la casa y al cabo de un segundo volvió a salir con una cubeta de plástico de casi un metro de lado. Muy divertido, la cambió por el cubo.
– ¿Crees que así podrás?
– Yo qué sé.
– Eres un tipo divertido -dijo-. Siempre me has hecho reír, sobre todo con tus libros.
Apunté tranquilamente a la cubeta. Soy muy torpe con la mano izquierda y fallé, la bola se fue más lejos. Se rió nerviosamente. Era más alto que yo y me pasó el brazo por los hombros.
– Bueno, muchacho, tengo la impresión de que has hecho lo que has podido. Pero, ya ves, no basta.
En aquel momento, él no estaba en absoluto atento, se reía mirando los árboles, y pude cogerlo por sorpresa. Lo agarré por el cuello, lo acerqué hacia mí y lo besé furiosamente en la boca. Dio tal salto que estuvo a punto de caerse sobre la gravilla blanca. Se salvó por un pelo. Era un verdadero acróbata el tal Z.
Me largué. Estaba a punto de entrar en mi coche cuando lo oí gritar a mi espalda:
– ¡Me cago en la puta! ¡Ese tipo está completamente zafado!
Me limpié metódicamente la boca y me instalé al volante. Iba a arrancar cuando vi que Elise venía corriendo.
– Oh, ibas a olvidarte de tu cazadora -dijo.
La cogí por la ventanilla.
– Gracias -le dije-. Espero que no me guardes rencor por haberte hecho perder una caja de champaña.
– No, claro que no… No es que formáramos precisamente un equipo formidable nosotros dos, ¿verdad?
La miré alejarse antes de encender el motor.
– Es verdad -murmuré-, no formábamos un equipo formidable.
Desde el momento en que estuve solo en la carretera, sentí una impresión extraña, como si el coche se llenara de un gas muy sutil y ligeramente embriagador, y mi cuerpo supiera perfectamente lo que tenía que hacer y dejara fuera a mi alma. Además, iba directamente hacia una puesta de sol, y unas hojas de oro se pegaban al parabrisas y temblaban con el viento. Era algo como para poner de rodillas a cualquier tío mínimamente normal, había azules pálidos y tiras de frambuesas aplastadas; era como para sentirse a punto de volver a aprenderlo todo. No tenía más que echar una ojeada a mi estómago, para saber que ya estaba sumergido en un baño de oro líquido.
Conocía ese estado. Me sucedía a menudo cuando empezaba a escribir. Pasaba primero por una fase de imbecilidad total, después notaba ese calor y sentía que mi espíritu quedaba liberado, y sólo en aquel momento podía empezar; era como si me encontrara en medio de un desierto ardiente. Cogí fuertemente el volante y me dejé ir levantando un poco el pie del acelerador. Hermoso final para un día, pensé, y lo segundo que me pasó por la cabeza fue la última frase que había pronunciado Elise. Había dicho que no formábamos un buen equipo y aquellas palabras resonaban en mi cabeza como un disco rayado, ¡NO FORMAMOS UN EQUIPO FORMIDABLE!, ¡¡¡NO FORMAMOS UN EQUIPO FORMIDABLE!!!, ¡¡¡ESTO NO PUEDE FUNCIONAR!!!
Ahora mi novela estaba terminada. Yo era un poco como un tipo que ha sido lanzado a una playa y que entorna los ojos ante la claridad de la mañana. ¿Qué tenía que hacer ahora? ¿Cómo reconocer cualquier cosa en la niebla? ¿Por qué me había detenido en medio del camino? Tardé un rato en comprender que estaba totalmente obligado a reconocer que debía a Nina los mejores momentos de mi vida. Estaba llegando a la edad en que uno empieza a mirar hacia atrás, y a sentirse nervioso ante la idea de haber olvidado algo. Peor para mí si todo aquello era una tontería. Recordaba algunos momentos con Nina en los que su sola presencia me producía el mismo efecto que hallarme en un fumadero de opio, con rayos de sol clavados como lanzas a través de los postigos cerrados.
Durante todo el camino de vuelta pensé más o menos en ella. Casi me dejé convencer de que había llegado el momento de hacer algo. Pero los dados ya habían rodado en la sombra. Comí en un autoservicio que encontré por el camino. Estaba iluminado de una forma inverosímil y yo tenía incluso conciencia de los menores objetos que había en la sala. Seguramente nadie se había dado cuenta de mi presencia. Comí una cosa deliciosa cubierta con salsa de tomate.