Cuando volví a casa, estaba en una forma espléndida. Abrí la puerta de aquel pequeño apartamento astroso, como si acabaran de comunicarme que había obtenido todos los premios del año y todos los tipos se dieran codazos para firmarme cheques. Me acosté, pero no pude cerrar los ojos hasta el amanecer. Me sentía tan excitado como el día que precede a un viaje. Era imposible meterme en la cabeza que ya estaba en camino, y tiraba de las sábanas en todas direcciones. Era para destornillarse.
A la mañana siguiente salté al coche y volé hacia su casa. Por mucho que pasara revista a todo lo imaginable, era incapaz de saber qué iba a poder explicarle. La idea de que pudiera darme con la puerta en las narices ni siquiera se me ocurría o, en cualquier caso, la ahuyentaba rápidamente, y lograba que se deslizara de inmediato una sonrisa entre sus labios.
Cuando una vecina me dijo que Nina había dejado su apartamento desde hacía bastante tiempo, me quedé plantado como un gilipollas delante de la puerta. Luego troté hasta el bar más cercano y llamé por teléfono a casi todo el mundo, sosteniendo el listín con mi yeso.
Su ex marido no sabía nada y colgó suspirando. Llamé a todos los que de cerca o de lejos podían haber estado en contacto con ella, pero no logré ni el menor indicio. Era como si nunca hubiera existido. Hablé también con Yan, y me dijo que daría voces. -Podías haberlo pensado un poco antes -me dijo. -Bueno, tampoco es cuestión de vida o muerte -le dije-. No estoy a punto de abrirme las venas. -Entonces, ya vale -me dijo. -Pero date prisa igualmente.
– Por cierto, ni vale la pena que te diga que a Z. le ha cogido un rencor mortal hacia ti.
– Me alegra saber que no dejo insensible a ese hijo de puta. A la vuelta, me detuve en la tienda del italiano. Compré dos raciones de lasaña y, pese al aire fresco, me obsequié con un helado al salir. Me senté en un banco con el paquete aceitoso apoyado en las rodillas y chupé con aire soñador, de espaldas a las ráfagas de viento.
Estuve durante tres días en el mayor de los silencios. Recibí las pruebas de mi libro y pude hacer algunas correcciones en una calma repugnante. Casi tenía la sensación de que aquello había sido escrito por otro. Tan lejano me parecía.
Una mañana, sonó el teléfono de forma inhabitual. Era Yan, que finalmente tenía algo concreto. Me instalé en el silón.
– Venga, suéltalo ya -le dije.
– ¿Sabes?, es una chica que viene al bar de vez en cuando -dijo-. Parece que Nina está en casa de una amiga suya, a un centenar de kilómetros de aquí, siguiendo la costa…
– ¿Dónde? -pregunté.
– Será mejor que cojas un lápiz -me aconsejó.
Cogí lo necesario para escribir y me ayudó a trazar un plano con los nombres de los poblachos, el número que les ponían a las carreteras y algunos detalles folklóricos en los que tenía que fijarme. Parecía un mensaje cifrado para llegar a la Cámara Sepulcral.
– No puedes equivocarte a menos que lo hagas a propósito.
– ¿Sabes detalles? -le pregunté.
– Creo que la tía en cuestión tiene una tienda de ropa y que Nina le echa una mano. ¿Tienes intención de ir? -me preguntó.
– No, seguramente voy a quedarme en la cama mordiéndome los pulgares…
– ¿Y tu yeso?
– Van a quitármelo un día de esta semana -le dije.
Después de esta llamada, volví a la cama. Pensaba estar estirado menos de una hora, pero me quedé dormido. Tenía los ojos cerrados y oía el canto de las gaviotas afuera, no pensaba en nada más y caí redondo sin darme cuenta. ¿Qué son treinta y cuatro años? Nada. Yo era verdaderamente joven, y era normal que durmiera mucho; era aún una especie de bebé. Lo siento mucho, estoy seguro de que habría podido echarle un pulso a un tipo de veinte años o que podría haber hecho cualquier cosa que no exigiera demasiado resuello. Bueno, sea como fuere, cuando me desperté ya era de noche.
Era el límite. Aún podían verse grandes nubes oscuras que se deslizaban rápidamente por el cielo como submarinos atómicos. Me levanté de golpe. Tenía frío. Encendí todas las luces y me puse mi cazadora. Durante el invierno ese puto apartamento iba a convertirse en una nevera feroz. Comí algo mientras me tomaba dos o tres cafés ardiendo. Tenía la impresión de que iba a salir el sol y apenas acababa de anochecer. En realidad creo que habría preferido que amaneciera, pero tenía que tomar las cartas que había recibido, y eso me dio ganas de bostezar.
El tiempo de dar unas cuantas vueltas sin sentido, de tomarme una cerveza y de poner en orden unas cuantas cosas, aunque se tratara de una batalla perdida de antemano, porque hay cosas que NUNCA van a encontrar su verdadero lugar. El tiempo de que los altavoces anuncien la señal de partida y pongan en marcha mi cerebro. Ya eran las nueve de la noche. Comprobé el gas antes de salir y di un portazo. Aún se veía un pedazo grande de luna, hacía buen tiempo y el viento dominante era del Este, fuerza cinco.
28
Tomé la carretera que seguía paralela a la costa. Desde que habían estado trabajando en ella, era una hermosa línea recta, ancha como un aeródromo y que corría sin fin sobre un suelo polvoriento. Había partes en las que el mar llegaba hasta muy cerca, deslizaba una mano negra entre las dunas, y después dejaba una huella brillante en la arena. Había encendido la radio y un tipo con un acento muy cerrado gritaba para anunciar que Paul Simon y Art Garfunkel acababan de aparecer en escena. Aquellos dos cerdos a punto estuvieron de hacerme llorar hace veinte años cantando At the zoo, en la época en que me tomaba mis primeros ácidos. Ja, ja, sabíamos divertinos en aquellos tiempos, teníamos el culo menos apretado. Estuve con el concierto durante todo el viaje. Pasé un rato excelente, entre dos aguas.
Empecé a fijarme cuando pasé el último punto señalado en el mapa. A continuación tenía que tomar un camino a la derecha. Debía estar atento.
Me encontré prácticamente al borde del agua, en una estrecha carretera que corría paralela a las dunas, y vi algunas luces de casas a lo lejos; parecía una pequeña zona paradisíaca a dos o tres kilómetros de la ciudad.
La casa que Yan me había indicado era la segunda, justamente en la que parecían haberse dado cita todos los coches de los alrededores. No me esperaba nada de eso, no fui capaz de decidir si era bueno o malo presentarme en medio de una fiesta. Pero era un lugar en el que se podía respirar, y las casas estaban situadas a doscientos o trescientos metros la una de la otra. Aparqué lo más cerca posible, corté el contacto y me tomé el tiempo de fumarme un cigarrillo.
Oía gente que charlaba afuera y algunos fragmentos de música, especialmente los bajos. Estaban iluminados la planta baja y el primer piso, y la luz centelleaba a través de las ramas de los tamarindos.
Conozco un truco infalible para colarte en una fiesta a la que no te han invitado. Es un truco que siempre funciona, basta con tener el material mínimo, y es un material que cabe en la guantera. Así que me incliné, cogí las gafas oscuras y un vaso capaz de contener una dosis importante de cualquier cosa.
Evidentemente no veía gran cosa, pero en líneas generales la cosa funcionaba. Con el vaso en la mano avancé hacia los primeros grupos. Inmediatamente noté que el ambiente era muy esnob, pese a que había algunos levis mugrientos y algunas poses relajadas. Pero era fácil comprobar que los tarados estaban en franca mayoría. No me costó nada pasar desapercibido en medio de aquella gente, y tipos que no había visto en mi vida levantaban su copa dirigiéndome un saludo. Yo les contestaba alejándome.
En la sala había una chica que se encargaba de las botellas. Esperé mi turno en un rincón mirando hacia todos lados tratando de ver a Nina, pero no tuve suerte. Tendí mi vaso a la chica. Los tipos habían puesto la música prácticamente a tope.
– Me pregunto dónde se habrá metido Nina -le dije.