Tuve que fastidiarme a fondo para salir de la ciudad. Tenía que respirar despacio por el calor, y era casi de noche, con tonos rosas y malvas aún ardientes, muy sostenidos. Me volví hacia el asiento trasero para ver si seguía durmiendo. Bueno, va bien, por suerte, pensé, hasta ahora va bien. Llevaba a mi lado una bolsa grande, llena de un montón de ropa y de yo qué sé; tenía que encargarme de que no se acostara demasiado tarde, de que comiera y de que se tomara sus pastillas de flúor; tenía que hacer que se bañara cada día de Dios y todo este tipo de cosas. Mierda, ya sabes, ya te darás cuenta, ES UNA COSA VIVA, me había dicho Nina, y a continuación nos había echado a la calle Para evitar efusiones inútiles. Yo había esperado algo diferente, pero me decía a mí mismo que lo hacía para que todo fuera mejor. Incluso ella había hecho una advertencia, mirándonos a los ojos:
– Como trates de venir a verme al hospital, no volveré a dirigirte la palabra…
– Al menos una vez… -propuse.
– ¡Ni se te ocurra!
Me detuve en el mismo chiringuito que a la ida y apenas había vehículos en el aparcamiento. Antes de salir del coche, volví a asegurarme de que estuviera bien dormida. Tenía el cabello rubio, era delgada, estaba bronceada, tenía los brazos extendidos detrás de la cabeza y acababa de cumplir ocho años. Yo ya no recordaba qué efecto hacía eso de tener ocho años. Eché un vistazo a mi alrededor y si hubiera tenido que darle un consejo le habría dicho ¡APRESURATE, DATE PRISA, MUCHACHA!
Me tomé una coca cola con ron que fue como un latigazo, para ponerme nuevamente en marcha, pero el coche no respondía y era necesario ser paciente. Poco antes de llegar, puse música y encendí un cigarrillo. Me sentía en una situación curiosa y toda esa historia tenía un regusto indefinible. No había llegado a oír los tres primeros compases de Madame Butterfly, cuando un dedo empezó a taladrarme la espalda.
– ¡Eeeehhh, oye! Más respeto, que estaba durmiendo.
– Bueno, no empieces a fastidiarme, ¿eh? -le dije.
Pasó por encima del respaldo, tiró la bolsa al suelo y se instaló a mi lado.
– Ponte el cinturón -le dije.
Le echó una mirada al cuentakilómetros.
– A esa velocidad no me puede pasar nada.
– Estoy de acuerdo contigo, pero póntelo igualmente.
– ¿Por qué hay que hacer cosas que no sirven para nada?
– No sabes nada de la vida -concluí.
Arrodillada en el asiento, se dedicó a mirar la carretera concentrándose en el asfalto con una rapidez increíble. Yo había dejado de existir y ella estaba tan guapa como si fuera una mujer, sólo que un poco más distante. Se metió el pulgar en el boca y se lo quitó inmediatamente.
– ¿Queda lejos? -preguntó.
– No, estamos a punto de llegar. Podrás dormir.
– Hey, ni hablar! Y entonces, ¿cuándo voy a comer?
– No te preocupes, ya nos apañaremos…
– Quiero patatas fritas.
– ¡Oh, no!
– Yo me encargo. Eh, si quieres, yo haré la comida. Haremos un pastel.
La miré, tenía los ojos muy abiertos, y trituraba un pedacito de su falda. Había pasado un brazo por encima del respaldo, sonreía y se entregaba a fondo en todo lo que hacía; eso era fácil de ver. Por supuesto, iba a perder esa costumbre a medida que envejeciera y la vida le iba a enseñar dos o tres cosas, como que en este mundo no hay que hacerse el listo. Hay que tratar de asegurarse, no puedes ponerte a tiro cada vez, eso sería pura locura y si te dan, pues entonces no te quejes. Chasqueé los dedos.
– Fíjate, me parece que tengo chocolate, podemos hacer un invento con chocolate y creo que también tengo cosas de esas plateadas que se echan encima y nueces y coco rallado. ¿Tú crees que con eso podremos hacer algo?
– Sí, sí. ¿Y tienes huevos, mantequilla, harina y todas esas cosas? Asentí con la cabeza y apreté el acelerador a fondo. Estábamos a punto de alcanzar los cien.
– Pues parece que lo vamos a conseguir -dije.
– Sí, tú harás lo que yo te diga. Pondrás la mesa.
– De acuerdo, y tú lavarás los platos.
– Mierda, ¿todavía no hemos llegado?
– Falta muy poco.
Finalmente aparqué y recogí sus cosas. Mientras buscaba las llaves en mi bolsillo, la niña se agarró de la parte inferior de mi camiseta y se metió el pulgar en la boca. Había luna, veía perfectamente bien a Lili y empezaba a gustarme cómo deslizaba sus ojos. Abrí la puerta.
– ¿Estas cansada, verdad?
Se sobresaltó y entró primero.
– No, nada -dijo.
Inmediatamente se fue a la cocina. Debían de ser las diez o las once de la noche; dejé su bolsa y me senté suspirando. Ella me miraba con los puños hundidos en las caderas.
– Bueno, ¿qué? -le pregunté-. ¿Te sientes con ánimos o no?
– Enséñame el chocolate que tienes y saca todo lo demás.
– ¿Ya no hacemos patatas fritas?
– Sí, sí. Tú harás las patatas y yo haré el pastel. Vamos a necesitar un delantal.
– No tengo delantales. Te daré un trapo.
– Bueno, pero que esté limpio.
– Vale, espérate.
– Y hay que poner la mesa.
– Mira, eres bastante alta y sólo tienes que subirte a una silla. Las cosas están en el armario, así que arréglate. Como vamos a estar juntos durante un tiempo, no voy a estar siempre pegado a ti; empieza por saber dónde están las cosas, yo vuelvo enseguida.
Me fui a la otra habitación a prepararme un porro; puse música, volví a la cocina, me senté y empecé a pelar patatas. Ella había encontrado las tabletas de chocolate y doblaba pulcramente las hojas de papel de plata sobre su vientre. Le echó una rápida mirada a mi porro y se fue a abrir la ventana.
– ¡Qué mal huele la cosa esa!
– ¿Sí?
Al cabo de un rato me sentí realmente bien con ella. El porro no tenía nada que ver, era simplemente que no había ningún tipo de tensión entre nosotros, me hablaba sin poner cara de que esperabl una respuesta y yo incluso podía reírme solo; no se sentía vejada se echaba a reír más fuerte que yo. No me puse nervioso cuando la vi hacer su mezcla en la olla; nunca había entendido nada de paste! les y la verdad me pareció más fácil de lo que creía.
Mientras el asunto se cocía en el horno, nos instalamos delante de las patatas fritas, el uno frente a la otra, e hicimos pequeños lagos en el plato: mostaza, mayonesa y ketchup; bastaba con mojar el extremo de una patata frita en uno de los lagos para llegar a la cumbre. Me reía por cualquier cosa.
Luego lo eché todo en el fregadero y le dije que ya lo arreglamos mañana, por esta noche pasamos de todo, será mejor tener espacio para comernos tu pastel.
– No, no -dijo ella-. Prefiero lavar los platos por la noche.
– ¿Seguro? Haz lo que quieras.
Colocó una silla frente al fregadero, se subió, se puso de rodillas y empezó a fregar. Mientras la esperaba, cogí una cerveza y me dejé caer en el sillón. Pensé en Nina, que debía de estar preparando su maleta para ir al hospital, pero yo no podía cambiar nada, o era tan fuerte, era sólo un tipo clavado por una ración de patatas fritas.
Poco después, vi que el pastel de chocolate hacía su entrada en la habitación. Lo pusimos en el brazo del sillón y lo corté en dos, en un momento de intenso silencio. Nos saludamos con una leve inclinación de cabeza antes de lanzarnos al ataque.
Era el tipo de cosa un poco pesada y bastante consistente, pero en serio que me encantan así; no dejé ni una migaja y ella me echaba miradas llenas de orgullo. Nos lo montábamos de cine, yo me chupaba los dedos y levantaba los ojos hacia el cielo; hacía una eternidad que no había vivido algo tan perfecto, una cosa con ese toque delicado. Mierda, pensé, por qué no puede ser siempre tan sencillo, es tan bueno dejarse atrapar por una porquería de chocolate…