– Sí, parece que sí.
– Ten en cuenta que me da completamente igual -añadió.
– Claro, pero yo no puedo decir lo mismo. Estoy pasando un mal momento.
Se rió en su rincón, con las manos abiertas sobre los muslos.
– Eres joven -dijo-. Sí, todavía eres joven y aún has de ver muchas cosas.
Atravesamos la ciudad con un cigarrillo ardiente en los labios. Aparqué la camioneta delante del local desierto, y decidimos ir a tomar un trago un poco más lejos para airearnos las ideas y pegarle un tiro al infierno.
Hacia la una de la madrugada salí del bar titubeando ligeramente. El viejo se había dormido apoyado en una mesa y yo había aprovechado que el patrón estaba de espaldas para largarme rápidamente. Había dejado un billete encima de la mesa, creía que iba a bastar. Había tirado alto pero no me veía entregando un viejo borracho a su mujer, no podía hacer una cosa así. Habíamos pasado un buen rato juntos, diciendo tonterías acerca de la camarera, cor su delantal blanco y su culo que me excitaba. También nos habíamos reído como locos por memeces y a veces él me decía ¿sabes?, no tengo ningunas ganas de morirme. Lo decía con la mirada en el vacío y yo le contestaba yo tampoco tengo ganas de morirme, nadie tiene ganas de morirse, imbécil, y a continuación nos hacíamos traer bebida rápidamente, viendo cómo volaba el pequeño delantal blanco, nos parecía que aún no estábamos suficientemente colocados.
Yo no estaba en absoluto en condiciones de conducir. Arranqué lentamente y fui pegado a la derecha como una babosa miedosa, incluso me preguntaba si no iría excesivamente pegado a la derecha. No pienses en ello, me decía a mí mismo, no pienses en ello, no estás en condiciones de conducir, cretino, pero no lo estás haciendo tan mal, sobre todo no te duermas, no has hecho ni una tontería desde que has arrancado, vas a llegar, vas a conseguirlo, te lo aseguro. Mis manos sudaban sobre el volante, yo sudaba por tojos lados, iba a 40 y por suerte todo estaba desierto. Cien metros antes de llegar a un cruce ya empezaba a frenar y miraba varias veces hacia todos lados. Coño, me decía a mí mismo, si todos tuvieran un coche nuevo habría menos accidentes, es una lástima que todo el mundo no tenga algo que perder.
Tardé el doble de tiempo pero llegué sin problemas. Me senté a la mesa de la cocina y me puse pomada en los brazos, una pomada muy grasa y seguro que me puse el doble de lo necesario. Era como si hubiera metido los brazos en un bote de miel, mierda de mierda, no sabía qué hacer con aquello. Nina habría encontrado un sistema para arreglarlo, hubiera ido hacia ella con cara de lástima y la habría dejado hacer. Me pregunté dónde estaría, me pregunté si pensaría en mí de cuando en cuando como yo pensaba en ella. Me arrastré hasta la cama manteniendo los brazos separados del cuerpo. Aún adivinaba su perfume en las sábanas, y una mañana yo la había visto desaparecer en mi retrovisor. Pensé que sería feliz si la encontrara en otra vida. Espero que estaré menos solo en otra vida. Espero que no me harás una cosa así otra vez, especie de hija de puta. Luego me sumí en un sueño agitado, con el cuerpo roto en mil migajas.
Al día siguiente, cuando desperté, era sábado al mediodía. Me arrastré un poco pero no tenía ganas de nada. Me dolía todo, no podía hacer nada, así que volví a la cama. Cuando desperté la segunda vez, era domingo por la mañana. El teléfono sonaba desde hacía un buen rato cuando me decidí a contestar. Era Yan. Le dije que no estaba preparado pero que pasara por casa. Me metí bajo la ducha, cerré los ojos y dejé que el agua me corriera por la cabeza. Me sentía un poco triste. Esperé que se me pasara.
Yan llegó, cogimos el coche y encontramos unas tiendas abiertas. Tratamos de pensar antes de bajar y comenzar una partida de búsqueda por los escaparates.
– ¡Oh, mierda, no me gusta ir con prisas, y no me gusta hacerlo en el último momento! Ah, y además no se me ocurre nada -dijo Yan.
– Bueno, una yogourtera, un tostador de pan o una tontería de ese tipo.
Me miró encogiéndose de hombros.
– Y además, mierda -seguí-, no cuentes conmigo para encontrar una idea genial. La idea de ir no me divierte demasiado.
Caminamos una veintena de metros y en una tienda cualquiera encontramos una cosa que no estaba tan mal, y que precisamente tenía el toque de mal gusto necesario para el caso, así que la compramos. El tipo nos envolvió para regalo la cobra disecada, alzada sobre su cola y con dos perlas negras en lugar de ojos; era un regalo bonito.
Había ya una enormidad de gente cuando llegamos. Aparqué el coche, cogí la cobra bajo el brazo, y buscamos a los dos tortolitos. La gente se paseaba por el jardín con copas y bocaditos, algunos estaban estirados bajo los árboles y otros se bañaban en la piscina. Llegamos a la casa, todos los ventanales estaban abiertos de par en par y los encontramos en el salón con una sonrisa en los labios. Parecían estar en plena forma, salud, dinero y juventud; tenían aspecto de intocables. Marc se adelantó hacia mí con los brazos extendidos:
– Caramba -dijo-, debes creerme. Estoy muy contento de que hayas venido.
Le puse la cobra en las manos dirigiéndole una vaga sonrisa y me acerqué a Cecilia. Otra chica que me dejaba de lado, otra chica que salía de mi vida, menos mal que yo tenía el estómago fuerte. Es una locura ser un escritor de mi nivel y comprobar que la vida sol te reserva mierdas, privado de mujer, privado de dinero, privado de esos momentos de intensa felicidad que procuran una cuanta: páginas bien logradas. Ella me miraba sonriendo amablemente No podía ser peor. Era mortal después de la semana que acababa de pasar, ERA MORTAL VIVIR AQUEL MOMENTO PRECISO CON TODOS AQUELLOS GILIPOLLAS A NUESTRO ALREDEDOR CUANDO HABRÍA DADO MI ALMA POR ECHARLE UN POLVO, LO JURO. Me recuperé inmediatamente, dejé de divagar y apoyé una mano en su hombro con aire relajado:
– Espero que siga siendo costumbre besar a la novia -dije.
– Por supuesto. Acércate -me indicó.
Me incliné hacia ella, puse mi cara en sus cabellos y era como un ligero suicidio, como soplar cerca de las llamas.
– Eras mi última oportunidad -le dije.
Le hizo gracia.
– Deja eso para tus libros -comentó.
– Estás de broma -dije-, nunca pondría una tontería semejante en un libro. Sé perfectamente que nadie se la creería. Es excesivamente difícil de entender.
Le dirigí una mirada helada y salí al jardín. Me detuve bajo una palmera tratando de averiguar dónde estaba la barra. Veía a todos aquellos gilipollas deambular con sus copas llenas, hacía un calor de tormenta y me sentía débil. Las mujeres lanzaban risas agudas y los tipos sudaban al sol. Estaban en grupos coloreados y discutían, queriendo quedar lo mejor posible. Todos parecían dispuestos a joder, y cada mirada brillaba con el mismo deseo secreto, con la misma necesidad trágica, del tipo mírame, escúchame, ámame, por favor, no me dejes solo… Como escritor, me siento feliz de vivir en una época en que la mayoría de la gente está majara, torturada por la soledad y obsesionada por su forma física. Eso me permite trabajar tranquilamente mi estilo.
Estaba preguntándome qué dirección iba a tomar cuando una mujer me cogió del brazo. Era una mujer en el declive, con una sonrisa violenta y bronceada a tope.
– Qué calor -comentó-. Puedo ayudarlo a encontrar una copa, si es eso lo que busca.
Llevaba un vestido de lana y parecía incapaz de quedarse tranquila allí dentro, sin contar con un increíble par de tetas y un perfume delirante.
La seguí y pude comprobar que el bar era una cosa seria. Hice que me prepararan un Blue Wave mientras la buena mujer seguía pegada a mi brazo como una muñeca de caucho. En realidad yo no sentía su presencia, no sentía nada en especial excepto que yo era un tipo que estaba a pleno sol y que asimilaba lentamente que había ido a la boda de una ex y tuve la visión fugaz de un puente arrasado por una riada furiosa. Vacié mi coctel y pedí otro; luego encontré un rincón con sombra y pude sentarme un poco en la hierba, ligeramente aparte. La mujer seguía a mi lado, era un verdadero molino de palabras. Pero evidentemente lo que decía no tenía ningún tipo de importancia, ni siquiera ella misma se prestaba atención y todo lo que hacía era mirarme con insistencia como si quisiera embrujarme o comerme vivo. Soporté su charla durante cinco minutos y después me estiré de espaldas y cerré los ojos.