– Lo que me gusta son las chicas de dieciséis años -dije-. Cuando sólo tienen uno o dos pelos en la raja y están dispuestas a darlo todo.
Entreabrí un ojo y vi que se alejaba y se perdía entre los demás, bajo una luz muy curiosa. Si fuera un tipo cínico, diría que volvía a hacer su aportación a la locura general. A veces me olvido de todos los aspectos divertidos de las cosas.
Estaba mordisqueando algo y charlando con el tipo del bar cuando se presentó Marc. Me cogió por los hombros y me pareció que había adquirido seguridad. Sonreía como un tipo al que acaba de tocarle el gordo por tercera vez.
– Tenemos que quedar como amigos -me dijo-. Lamento todo lo que he hecho.
Hice ver que reflexionaba un momento y asentí con la cabeza.
– Bien, de acuerdo -dije-. Bebo a vuestra salud, a la de los dos.
Pareció encantado y se apresuró a sacar del bolsillo un talonario de cheques. Llenó uno allí, en medio de la comida, y me lo dio.
– Es por lo que pasó con tu coche -me explicó.
Le eché un vistazo al cheque. El coche no valía ni la mitad de aquella cantidad. Marc se había convertido en un tipo serio.
– Vaya, hombre, parece que los negocios funcionan, ¿no?
– Sí, puedo decir que no tengo de qué preocuparme. Mi padre me ha nombrado su heredero en vida. Tengo el gusto de anunciarte que voy a poder escribir bastante seriamente. Siento que estoy dispuesto a lanzarme, chico.
No lo escuchaba realmente. Pensaba en ese dinero que me caía del cielo: significaba que iba a poder respirar un poco, y eso me puso eufórico. Tuve la impresión de que tenía una cantidad de tiempo increíble frente a mí, era como si me hubiera encontrado en pleno cielo.
Me sentí con el corazón ligero durante todo el resto de la tarde y al anochecer, cuando el sol se ponía, me di un baño en la piscina desierta. Hacía el muerto mirando las estrellas cuando una chica saltó desde el trampolín. Levantó olas a mi alrededor. Siempre ocurre que cuando estás saboreando la tranquilidad ellas se divierten haciendo olas, o creando tempestades o terremotos. A menudo hacen lo contrario de lo que uno desearía, y Cecilia, aquel día, batía todos los récords. Salió a la superficie a mi lado. Debía de estar enfermo porque me sentí destrozado al ver su cara. Aquella chica realmente me hacía sentir algo, pero la verdad es que no estaba tan loco como para dejar que se notara.
– Una noche hermosa -dije yo.
Me dirigió una de esas miradas a las que no puedo resistirme, pero logre resistir, no sé por qué pero me sentía a cubierto en el agua y el dinero de Marc me había vuelto a dar confianza. Le dirigí una sonrisa estúpida para que entendiera que no valía la pena cansarse. Pero son muy pocas las chicas que comprenden este tipo de mensajes y la prueba está en que insistió:
– Dime, ¿qué era esa tontería de la que me hablabas hace un rato?
– Bromeaba -le dije.
– No estoy segura -comentó.
– Bueno, es verdad, tienes razón. Seguramente me suicidaré porque eres irremplazable, no se encuentran fácilmente chicas como tú, chicas que sepan retirarse del juego en el momento oportuno.
– Venga, basta ya -dijo-. Déjalo, por favor, conozco a Marc desde que era pequeña, casi crecimos juntos. Entonces, ¿por qué no con él? ¿Eso qué cambia? Y su padre no quería soltarle ni un billette hasta que estuviera casado, oh mierda, ¿te divierte eso de hacer el imbécil?, ¿te divierte decirme cosas así?
– Oye -le dije-, empiezo a tener frío. ¿Te importa continuar sin mí? Voy a tratar de comer algo y le diré a Marc que venga a ver si necesitas alguna cosa.
Salí de la piscina sin que ella reaccionara. Hacía una buena temperatura, me sequé y me vestí sin prestarle atención. No siempre puede elegirse la vía más difícil, no se puede estar siempre dispuesto a hacerle frente a una chica a menos que se sea un completo inconsciente. Hacía realmente una temperatura espléndida, yo es-taba en forma y caminé hacia las luces de la casa.
20
Durante los días siguientes hice una buena cura de música, no salí de casa y coloqué los botones a un volumen suficiente. No podía oír ningún ruido del exterior, el teléfono estaba descolgado y todas las cortinas estaban cerradas. El asunto me volvía medio loco pero la casa estaba llena de energía, era como un pulmón artificial y yo llenaba páginas con una pasión frenética. Así evitaba pensar en aquellas dos chicas.
Cuando no tenía otro sistema, miraba fijamente un punto situado frente a mí y no le quitaba la vista de encima. Con la edad me hago más complicado, me hago totalmente retorcido, incluso, y me lo creía realmente. Era culpa mía estar obsesionado por aquellas dos chicas, era porque yo lo quería, porque me había metido en la cabeza que representaban algo en mi vida. Me entretenía maculando ese tipo de ideas con un placer malsano. Es buena cosa sufrir justo lo necesario, agudiza los sentidos y para eso no hay nada como escuchar música, y entre paréntesis, eso era lo que hacía. Caí de rodillas ante el último disco de «Talking Heads», imposible resistirse a algo como This must be the place, imposible no sentirse henchido el máximo.
Una mañana salí de compras y me di cuenta de que el tiempo había cambiado. El aire ya no olía igual, el verano había terminado realmente. Había llovido durante la noche, las aceras aún estaban mojadas, y la calle increíblemente limpia, con una dominante azul. Hacía viento, y me desperté de golpe en medio de un torbellino de hojas húmedas. En la ciudad, paré en un chiringo de lavado automático y, mientras esperaba mi ropa, estalló una tormenta formidable. El cielo dio paso al Diluvio sin avisar.
Las primeras gotas estallaron en el suelo con un ruido de huevo aplastado y a continuación aparecieron los relámpagos. No había más que mujeres en el local y los relámpagos se sucedían con un ritmo rápido, los truenos hacían temblar las paredes y la calle se había transformado en un torrente. Miré a aquellas mujeres pegadas a la vitrina, las oía charlar y lanzar grititos y, mientras, camisas de hombre giraban en las máquinas. Todas esas mujeres vivían con hombres, claro, y yo me mantenía un poco apartado para observarlas, toda esa lluvia me daba unas ganas atroces de joder, pero ¿cuál era el mirlo blanco? ¿Entre todas aquellas mujeres no podría haber una que se sintiera un poco sola y que pudiera perder la mañana?
Pero ese tipo de cosas no me pasaban a mí, nunca he tenido la suerte de montármelo con una desconocida en un cuarto de hora. Cuando terminó la tormenta, salí con mi ropa limpia y caminé lentamente hasta el coche; nadie me llamó, nadie me tiró de la manga, nadie vino a tocarme el culo.
Me paseé un poco por un supermercado y vi algunas que estaban sensacionales, chicas casi dobladas en dos sobre su carrito, con los muslos desnudos, y otras con los pezones erguidos bajo un delgado jersey, pero todas ellas parecían estar celebrando un acto tan extraordinario que nada podía arrancarlas de su pequeño mundo, y yo pasaba muy cerca de ellas, golpeándome con sus miradas vacías mientras ellas pensaban en el menú de la semana. Lo que me ponía realmente enfermo era que el día acababa de ernpe zar y yo sabía que la cosa ya estaba perdida de antemano. Mejor me dedicaba a pensar en otra cosa.
Preferí volver y ponerme a trabajar. Me instalé en la cama con patatas fritas, canutos y cervezas, y me puse a pensar en mi novela. Tenía la impresión de estar sacando una inmensa manta del agua, que centelleaba bajo la luna a medida que la elevaba; era un ejercicio cansador, pero podía aguantarlo durante horas. A veces me preguntaba cuál de nosotros dos existía realmente. En general, cuando me levantaba era para colocarme detrás de la máquina, en caso contrario me adormilaba en la cama y dejaba el asunto para cuando me despertara; lo dejaba hasta que se le ocurriera venir y, cuando esto sucedía, hacía sonar todas las articulaciones de mis dedos, cerraba los ojos y me daba masajes en las sienes. Creo que es una buena fórmula la de alternar el placer con el dolor, te pone inmediatamente en situación. Pero aquel día lo que me apartó de mi trabajo fue un pequeño pájaro gris que entró por la ventana. Levanté la mirada para verlo revolotear por la habitación, era al final de la tarde y me sentía sin fuerzas. A continuación, se lanzó hacia la ventana como una flecha pero se equivocó, eligió la hoja que estaba cerrada y chocó contra el cristal. Cayó al suelo como una granada sin seguro. Me levanté de un salto y lo recogí tomándolo entre mis manos. No se había roto el pico, era una suerte, y yo no veía nada que fallara, pero el pájaro estaba quieto y con los ojos abiertos.