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– ¡¡Cecilia, maldita sea!! ¡¡¿¿No puedes traer un cepillo??!!

Ella corrió, él frotó, ella se mordisqueaba los labios mientras él se afanaba. Fui a servirme una copa y volví a sentarme.

– Y te diré más -añadí-, es agradable ver a un tipo funcionando, a un tipo encadenado a su novela.

– ¡No se va! ¡¡¡VE A BUSCAR PRODUCTOS DE ÉSOS, MIERDA DE MIERDA!!!

Ella trajo un montón de botes de la cocina. No la reconocía, creo que si la mitad de la casa hubiera ardido cuando vivía en mi apartamento, simplemente hubiera bostezado y no le habría parecido demasiado grave. Tuve ganas de decirle que se lo estaba montando mal, que no era más que una mancha idiota en un rincón de la moqueta, que tenía dieciocho años, sí, y que es imposible que a los dieciocho años una cosa así pueda tener la menor importancia. Sé que era imposible, no se puede tener la mente tan atrofiada a los dieciocho años, ni siquiera después. Quién iba a hacerme creer que un trozo de moqueta podía volver medio majara a alguien, o un trozo de cualquier cosa.

Se pusieron a trabajar los dos con una arruga en medio de la frente. Se lanzaron con la energía de una pareja joven y tuve tiempo de mirarlos tranquilamente, en silencio, de tomarme otra copa mientras ellos enjabonaban y frotaban. Bah, qué cosas, el mundo estaba lleno de violencia, este tipo de espectáculo era el pan de cada día y se podía dar gracias al cielo si uno salía mínimamente con vida de todo aquello.

Me levanté sin decir adiós y ellos ni levantaron la cabeza, pero conocía la salida. Atravesé el jardín ligeramente borracho, con los nervios a flor de piel. En realidad tenía dos soluciones: o me iba a casa a llenar algunas páginas lúgubres sobre la naturaleza humana o buscaba otra cosa.

Me senté en el coche, y durante cinco minutos fui incapaz de hacer nada, excepto mirar la noche a mi alrededor y las luces. Tenía la impresión de ser una especie de menhir plantado en la arena, una piedra viva y solitaria que trata de no perder la esperanza a pesar de todo. Me fumé un cigarrillo tranquilamente, con la cabeza recostada en el respaldo, y si una estrella no me cortaba el cuello estaba seguro de que iba a aguantar el golpe, como cualquiera que tenga un cierto aprecio por su piel.

Fui hasta el bar de Yan. Tenía ganas de ver gente a mi alrededor, y con un poco de suerte iba a poder relajarme un poco cambiando algunas palabras sin importancia con alguna persona; es verdad que hay momentos en que son los demás los que te impiden resbalar hasta el fondo. Aparqué justo debajo del letrero. Estaba Prohibido, pero no tenía ganas de recorrer kilómetros a pie, habría sido incapaz de hacerlo, el alcohol me había bajado directamente a las piernas.

– Oh… -exclamó Yan-. ¡Quién está aquí!

Había gente y mucho humo, y Yan charlaba con dos tipos mientras enjuagaba vasos. Conocía a aquellos tipos de vista, pero iban con el pelo verde. Dejé dos taburetes de distancia entre ellos y yo.

Le hice una mueca a Yan, y mientras me servía le eché un vistazo a la sala. No me llevé ninguna sorpresa. A finales de verano ese bar se convertía en refugio de intelectuales y artistas, y había que sostener duras batallas para mantenerse en la onda. Menos mal que Yan había conseguido una licencia para vender alcohol, lo que permitía mantener el infierno a distancia. A veces, uno de esos tipos podía aniquilarte de plano a base de palabras, y lo habría matado de no ser porque tenía fija en ti su mirada paralizadora. Sin una atracción mórbida por el vacío, ¿cómo podía uno encontrarse en un lugar semejante? La mayoría de los presentes parecían recién salidos de un cementerio húmedo, y la música era horrible.

– Oye -le dije a Yan-, empieza por echar a la calle al tipo de los discos y la cosa irá mucho mejor…

– Es Jean-Paul el que se ocupa de los discos en este momento.

– Vale, olvida lo que te he dicho. Me cago en la puta, recuerda que eres mi mejor amigo, nunca lo olvides.

Estaba mirando el fondo de mi vaso cuando dos chicas vinieron a sentarse en los taburetes que me separaban de los marcianos. Eran de un modelo reciente, con la mirada enloquecida y los nervios hechos puré. La morena que se sentaba a mi lado no estaba mal; la rubia no mataba a nadie. Pidieron dos tequilas y la morena tiró una caja arrugada de «Valium» a un cenicero. Esa chica estaba en su punto, desempeñaba su papel a la perfección. Yan me preguntó cómo me iba con mi novela y le contesté que bien bien, ya continuación fue a servir algunas bebidas a la sala. Volví a encontrarme solo. La morena me empujó con el codo.

– Oye, en uno de tus libros hay un tipo que se tira a una tía y la embadurna con gelatina de cereza. ¿Me equivoco?

– No me acuerdo -le dije.

– Pues, mira, eso no existe. La gelatina de cereza no existe, la he buscado en todas las tiendas, puedes preguntárselo a mi amiga… ¡La he buscado por todos lados y no existe!

No contesté nada. A lo mejor tenía razón, pero ¿a mí qué me importaba?

– Además -añadió-, te di un buen palo en un artículo.

– No habrás sido demasiado dura, ¿verdad?

– No mucho…

– Es curioso que sea una chica la que trate de hundir mi obra. ¿Os habéis pasado la consigna?

– No sé qué quieres decir.

– Seguro que no.

– Para serte franca, ni siquiera pude acabar tu libro. Me fastidiaba demasiado…

Miré al suelo y me eché a reír. Estaba un poco tenso, pero la verdad es que Ia gente es realmente increíble. No le había hecho nada a aquella chica, era la primera vez que la veía y me atacaba sin ninguna razón. Pero cuando vi que las gafas le resbalaban del bolsillo y se le caían al suelo, justo al lado de mi tacón, comprendí que Dios se había puesto de mi lado. Atrapé mi copa, la vacié de un trago y me excusé con la chica:

– Tengo que irme pero me alegro de haberte conocido… -le dije.

Giré sobre las gafas y el cristal izquierdo explotó sobre la moqueta con ruido de caramelo aplastado. Ella no se dio cuenta de nada, a lo mejor estaba buscando algo con que atacarme, y me alejé rápidamente hacia la sala.

Acababa de alcanzar un rincón protegido por la sombra cuando la oí gritar:

– ¡¡¡¿¿¿DÓNDE ESTÁ ESE HIJO DE PUTA???!!!

Lanzó una especie de rugido e inició la persecucióin. Me dirigí hacia el fondo de la sala doblado en dos, empujando las mesas y rezando para que ese chica tuviera al menos dos dioptrías en cada ojo.

Se acercaba a toda velocidad, podía oír el estrépito que formaba a mis espaldas. Llegué a la salida de emergencia y no lo dudé, abrí la puerta y me erguí para correr a lo largo del pasillo. Giré a la izquierda, quedé frente a una puerta de hierro, a continuación me encontré en el exterior, en un terreno abandonado y cubierto de cardos azules. No me veía corriendo uno o dos kilómetros en línea recta, ni quería alejarme de mi coche, sobre todo después de un día así, era muy consciente de que ya no tenía veinte años.

Alcé la cabeza y vi el letrero del bar que destelleaba en la terraza, no muy arriba. Di un salto, me cogí del reborde y me icé hasta la terraza. El letrero chisporroteaba y cambiaba de color. Hacía una temperatura agradable. Apenas había tenido tiempo de echar una mirada a mi alrededor cuando la puerta de hierro se abrió de golpe y la morena dio unos cuantos pasos por el exterior. Me escondí. Ella pisoteaba furiosamente la hierba y se pasaba la mano por el pelo sin cesar. Me daba la espalda.

– ¡¡¡NO IMPORTA, DJIAN, TE ENCONTRARÉ!!!

Sin esa chica, la noche habría sido silenciosa, la terraza estaba siendo barrida por oleadas de colores suaves, y lamenté no poder aprovecharme de todo tranquilamente, no ser un hombre de corazón puro.

– ¡¡¡ENTÉRATE, NO PODRÁS ESCRIBIR UNA SOLA LÍNEA MÁS, ME ENCARGARÉ PERSONALMENTE DE TU PUBLICIDAD!!!

Sin esa chica, los cardos azules habrían centelleado bajo la luna y yo habría aspirado dos o tres bocanadas de aire yodado. No habría pedido más.