Se echó a reír.
– Diez metros dice, jajá…, diez metros. Pobre pajarito mío, no hay ni tres metros, no tengas miedo…
Afortunadamente, logré escabullirme e hice una acrobacia para llegar a lo alto de la pila.
– ¡No sea estúpido! -exclamó.
Salté de un montón a otro, me tiré sobre unos colchones que estaban un poco más bajos y el polvo me hizo estornudar. Después me deslicé hasta el suelo y llegué a la salida.
Lo bueno que tenía aquella mujer era que al día siguiente te saludaba con la misma sonrisa. Era fácil darse cuenta de que no se lo tomaba a mal. Realmente cada día parecía un nuevo día para ella, era una supercarta que tenía en su juego, una especie de comodín luminoso.
A veces los otros se retrasaban en las entregas y yo tenía que repartir somieres y colchones. Era realmente divertido, me encantaba hacerlo. Se suponía que el hijo de la patrona me ayudaba en esos casos, lo llevaba conmigo y no nos decíamos gran cosa. Rápidamente habíamos puesto los puntos sobre las íes.
– Oye, ¿y tú qué escribes, policiacas?
– No.
– Vale, de acuerdo, ya veo de qué vas.
La mayor parte de las veces él dormía mientras yo conducía. Tenía un aire francamente idiota cuando dormía, le colgaba la mandíbula inferior. Es raro lo que me pasa con las personas a las que no les gustan mis libros, termino por considerarlos idiotas al cabo de un tiempo. De todos modos, prefería tener a mi lado a un idiota dormido que a un tipo normal despierto, porque la verdad es que no me gusta excesivamente hablar, y menos por la mañana.
Así que él dormía, y teníamos que llevar un colchón y un somier al otro lado de la ciudad. Hacía fresco pero el cielo estaba azul, con alguna nube. Me detuve en un semáforo, con la mente medio en blanco y un brazo colgando por fuera; pero todo aquello no existía realmente, y los motores funcionaban a marcha lenta.
Cuando se encendió la luz verde, arranqué, y precisamente en aquel momento vi a Nina, que doblaba la esquina. Frené en seco El idiota salió despedido hacia delante y el coche que nos seguja hundió las puertas traseras de la camioneta. Por el retrovisor me pareció que el coche había intentado subirse a la plataforma. Pa. sado ese instante, Nina había desaparecido, y oí el sonido seco de puertas que se cerraban.
Perdimos al menos un cuarto de hora llenando papeles. El tipo estaba claramente en estado de shock y me las apañé para que cargara con todos los estropicios. Entretanto, Bob, el hijo de la patrona, trataba de enderezar un parachoques a patadas. Éramos un estorbo para la circulación, la gente nos pasaba dirigiéndonos sonrisas asesinas, y las primeras gotas empezaron a caer cuando firmábamos los últimos papeles. Volví a poner la camioneta en marcha y circulamos con las puertas traseras colgando de sus goznes, lo que provocaba una corriente de aire húmedo.
– Oye, Bob -le dije-, supongo que lo has visto todo, ¿no? Te has dado cuenta, aquel gilipollas me ha embestido cuando yo estaba TOTALMENTE parado. Me alegro de que vengas conmigo, porque ha sido tan fuera de lugar que nadie iba a creérselo…
Asintió vagamente con la cabeza, estaba de nuevo a punto de dormirse. Tenía razón y a mí, en el fondo, me importaba un comino. Sin ese ruido de chatarra incluso habría olvidado por completo el incidente. Llovía, pero había podido atrapar mi rayo de sol. Seguía teniendo aspecto de ángel, pero más sexy. Hacía ya tiempo que estábamos separados, y me pregunté si un mame cualquiera se estaría aprovechando de la ocasión. Pensé espere que la trates bien, que seas amable con ella, mierda, espero que hayas salido bien de ésta.
Aparqué delante del edificio en el que teníamos que dejar el colchón y el somier, y me sobresalté, era un edificio viejo de seis pisos, y el número de piso estaba indicado en el albarán: SEXTO PISO, PUERTA IZQUIERDA. En general las escaleras tenían tendencia a estrecharse a partir del quinto, y siempre era un gilipollas del sexto el que se hacía llevar un aparador de seis metros de longitud o un somier de uno noventa, perfectamente manejable, claro.
Esperé a que parara la lluvia con los limpiaparabrisas en marcha. La imagen de Nina me atravesaba la mente de cuando en cuando. Yo era como el tipo que desea levantarse a cualquier precio y que siente que una mano suave y tranquila vuelve a sentarlo una y otra vez. Empezaba a estar harto.
Dejé de pensar memeces cuando aclaró un poco. Le di un codazo a Bob en las costillas y le señalé la casa con un movimiento de cabeza.
– Mi despertarte -dije-. Mi no poder hacer más.
Gruñó y bajamos. Como no era el hijo del patrón, estaba claro que era yo quien tenía que hacer el trabajo y que él sólo estaba allí para los casos imposibles. Llevar un colchón solo no es imposible, pero no hay nada peor en el mundo; es casi el horror total. Bob saltó a la caja de la camioneta y me cargó el colchón a la espalda. Mierda, la verdad es que era muy pesado, y fofo, y no había por dónde agarrarlo. Atravesé la calle zigzagueando. Cualquiera hubiera podido creer que había sido atacado por una medusa espacial y que aquello iba a chuparme el cerebro.
Cuando llegué al vestíbulo, me apoyé en una pared y le pegué una patada a la puerta de la portera. Cuando oí que la puerta se abría, aspiré un poco de aire debajo de mi colchón y vociferé el nombre del tipo.
– ¿No está? -pregunté.
– ¿Y por qué no iba a estar?
– No sé -dije yo.
Me dirigí hacia la escalera y al pasar me enganché con un extintor y estuve a punto de arrancarlo de la pared, al igual que una pequeña hacha contra incendios y su armario de vidrio.
Llegué como pude hasta la puerta del sexto izquierda, llamé y salió a abrirme un tipo en camiseta sin mangas y con pinta de tonto.
Atravesé el apartamento con mi cacharro a la espalda, arrasando varias cosas a mi paso. Estaba harto. Siempre tengo la sensación de ser un esclavo cuando tengo un trabajo así, me hace ese efecto a la primera gota de sudor, y a continuación soy como un lobo herido y al acecho, me hago hipersensible y se me pone la cara ligeramente blanca. Metí el albarán en la mano del tipo y volví a bajar. Zarandeé a Bob.
– Si el somier pasa, será por los pelos -le dije-, pero me sorprendería que pasara.
Evidentemente, había calculado bien y quedamos atrapados en la última curva, era imposible avanzar ni un milímetro más sin destrozar algo. Por mucho que lo intentáramos en todas direcciones, era imposible. El cliente nos miraba desde el rellano superior, pues sí, colega, murmuré, así es, nos hemos reventado para nada y eso sin contar con que ahora tendremos que bajar esta puta mierda.
– A ver, ¿qué pasa? -soltó el tipo.
– Que no pasa -dije.
– Hombre, cómo no va a pasar. Lo han encarado mal.
– No, no lo ha entendido… El asunto no funciona, el somier es demasiado grande.
– ¿Pero qué dice? TIENE que pasar. Venga, muévanse.
Es posible que yo fuera un esclavo, pero conocía quién era mi amo, y el dueño de la tienda había dado instrucciones muy precisas para hacer frente a situaciones de ese tipo. No debe intentarse nada que pueda dañar nuestra mercancía o poner en peligro la vida de uno de nuestros empleados. Yo estaba completamente de acuerdo y estaba decidido a aplicar la consigna al pie de la letra. Aquel tipo no me gustaba nada. Le hice a Bob una señal con la cabeza:
– Media vuelta, Bob -le dije.
El cliente bajó corriendo los pocos escalones que nos separaban y puso una mano en el somier.
– Oigan, ¿me quieren tomar el pelo? -preguntó-. Ya casi estamos arriba.
– Es posible que casi estemos arriba -dije yo-, pero, ¿ve?, esta escalera es como una especie de embudo, no vale la pena insistir. Conozco mi trabajo…
Como escritor, todo el mundo me parece formidable, pero como conductor-repartidor casi todo el personal con el que me topaba era gilipollas.
– Oh, mierda, empujen sólo un poco, déjenme a mí -dijo-. Sólo estorba una pequeña joroba, nada, pasará fácilmente.